Mallorquí | La Mansión Dax | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Los libros de...

Mallorquí La Mansión Dax


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-675-6965-0
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Los libros de...

ISBN: 978-84-675-6965-0
Verlag: Ediciones SM España
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Madrid siglo xix, Alejo Zarza es un joven ratero que se sumerge en el mundo de los ladrones profesionales. Sus andanzas le llevan a vivir una serie de aventuras donde también tienen cabida el amor y la venganza. Una novela cuya trama se sitúa en un contexto histórico tan apasionante como febril.

Cesar Mallorquí de Corral nació el 10 de junio de 1953 en Barcelona. Su familia se trasladó un año después a Madrid, donde ha residido desde entonces. Su padre, José Mallorquí, también era escritor, conocido por ser el creador de El Coyote. Por tanto, su casa siempre estuvo llena de libros e inevitablemente la Literatura formó parte de su vida desde siempre, por lo que un buen día decidió dedicarse a ella como profesional. Publicó su primer relato cuando contaba quince años y a los diecisiete era colaborador de la desaparecida revista La Codorniz. En 1972 también colaboró como guionista para la Cadena SER.Estudió Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y trabajó como reportero alrededor de diez años. Al regreso del servicio militar en 1981, entró en el mundo de la publicidad como creativo, trabajo que desempeñó durante más de una década. Pasó a dirigir en 1991 el Curso de Creatividad Publicitaria del IADE de la Universidad Alfonso X el Sabio, al tiempo que colaboraba como guionista de televisión con diversas productoras.Por entonces, César Mallorquí volvió a escribir ficción nuevamente, actividad que había abandonado cuando empezó a dedicarse a la publicidad, inclinándose por la ciencia-ficción y en la fantasía. Entre sus influencias se encuentran Jorge Luis Borges, Alfred Bester, Clifford Simak y Fredric Brown, y también incluye entre sus predilectos a Ray Bradbury y Cordwainer Smith.A lo largo de su carrera ha conseguido numerosos premios que reconocen su labor creativa, entre los que se encuentran el Premio Edebé de Literatura Infantil y Juvenil en tres ocasiones (1997, 1999 y 2002); Premio Ignotus 1999, Premio Gran Angular de Literatura Juvenil 2000 por La catedral, Premio Nacional de Narrativa Cultura Viva 2007 y Premio Hache 2010 por La caligrafía secreta de Ediciones SM.En 2015 obtuvo el Premio Cervantes Chico por toda su trayectoria literaria.
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Capítulo 1


Honesto Juan solía decir que yo tenía manos de niña, y estaba en lo cierto. Mis manos, aun ahora, son pequeñas y delicadas, con dedos largos, delgados, rematados por uñas bien cuidadas. Pese a su aspecto, no son débiles; por el contrario, tras la aparente fragilidad de mis manos se oculta una insospechada fuerza. Baste decir que entre la tijera que forman el índice y el corazón puedo sostener pesos de más de dos kilos y que soy capaz de doblar una moneda empleando sólo dos dedos. Tengo manos de niña, sí; pero de niña fuerte.

La fuerza y agilidad de mis manos no es un regalo de la naturaleza, sino el fruto de un largo y riguroso entrenamiento. Desde mi más tierna infancia –si es que alguna vez hubo algo de tierno en ella–, solía untarme las manos cada noche con grasa de cerdo para mantener la piel suave y sensible, y al menos una vez a la semana me hacía yo mismo la manicura, procurando siempre tener las uñas cortas y los dedos libres de durezas, padrastros o cualquier otra imperfección.

Al mismo tiempo, pasaba horas apretando pequeñas pelotas de cuero para fortalecer los músculos (tensores, abductores, ?exores, lumbricales... más tarde aprendí sus nombres), o haciendo girar una peseta entre los dedos, primero de izquierda a derecha y luego al revés, una y otra vez, para ejercitar su ?exibilidad y ligereza. Más adelante, cuando doña Cecilia me enseñó a tocar el piano, solía ponerme en los dedos anillos de plomo y, cargando con ese peso, intentaba interpretar al teclado rápidas fugas y nerviosos allegros.

Siempre he cuidado mis manos con gran esmero, pero hay una buena razón para ello, pues eran mis instrumentos de trabajo, la parte de mi cuerpo que empleaba para ganarme la vida. ¿A qué me dedico?... Fui, soy y me temo que moriré siendo un ladrón.

No voy a intentar justi?carme, no alegaré la miseria de mi origen para disculpar las frecuentes transgresiones de la ley que he cometido, ni diré –aunque lo piense– que otros, los muy ricos, son más ladrones que yo. Tampoco alegaré en mi defensa el carácter incruento de mis delitos, pues para cometerlos recurro a la habilidad y al engaño, pero jamás a la violencia. No, no vale la pena disculparse; se mire como se mire, lo que yo hago es robar, y eso no admite paños calientes. Pero tampoco me avergüenzo de ello; hacerlo sería como avergonzarme de mí mismo, pues siempre he sido lo que soy y nunca seré otra cosa.

Aunque una vez, hace ya mucho tiempo, tomé la decisión de reformarme; o, mejor dicho, de utilizar mis habilidades de una forma provechosa para los demás. Pero fracasé, y la historia que ahora me dispongo a contar es el relato de ese fracaso.

Ignoro cuándo nací. Debió de ser en 1880 o 1881, no estoy seguro, aunque sé que fue en Madrid, en algún lugar del barrio de Lavapiés. Ignoro, igualmente, quién era mi padre; jamás le conocí y creo que, en el fondo, mi madre también albergaba serias dudas acerca de su identidad. En cuanto a mi madre, apenas guardo de ella un nebuloso recuerdo, pues murió unos ocho años después de mi nacimiento. Su nombre era Soledad Zarza, pero los vecinos de la miserable corrala donde vivíamos solían llamarla Sole, o la pinchos, por lo espinoso, supongo, de su apellido. Natural de un pueblo de Segovia, en algún momento emigró a Madrid en busca de fortuna, mas todo lo que encontró fue una clase de miseria algo distinta a la pobreza del medio rural, pero igualmente demoledora.

Si cierro los ojos y me esfuerzo mucho, aún puedo recordar su rostro. No era guapa; tenía la cara redonda, un poco tosca; las mejillas muy sonrosadas y los ojos pequeños y vivaces. Peinaba siempre un moño alto, muy tenso en la nuca, terminado en una especie de gancho. Gorro frigio, así creo que llamaban a ese peinado, aunque hace décadas que pasó de moda. Trabajaba de lavandera en las orillas del río Manzanares, y por eso, sobre todo en invierno, sus manos estaban siempre enrojecidas y llenas de sabañones.

Solía cantar, con una voz clara y vibrante, quizá demasiado grave, pero muy agradable. También bebía mucho, y en el mísero cuarto donde vivíamos nunca faltaban una o dos botellas de anís. Al caer la noche, cuando regresaba del río, después de cenar, mi madre se sentaba en un desvencijado sillón de anea y comenzaba a contarme historias de su juventud; me hablaba de sus padres, de los zagales que la habían pretendido, de cómo eran las ?estas de su pueblo, y mientras lo hacía no dejaba de beber copa tras copa de aquel alcohol barato que ella compraba a granel en una taberna cercana. Al cabo de un rato, su voz se volvía pastosa y comenzaba a dar cabezadas, hasta que ?nalmente se quedaba dormida. Entonces, yo la arropaba con una manta de lana, apagaba el candil de sebo que pendía de una viga del techo, y me acostaba en un jergón de paja. Creo que eso es todo lo que recuerdo sobre mi madre. Pese a sus debilidades y sus pecados, siempre me trató bien y nunca consintió que me faltaran comida, cobijo o canciones.

Un día –fue durante el invierno de 1889, de eso estoy seguro–, mi madre se despertó poco antes del amanecer y, como siempre hacía, tras preparar el desayuno se fue al trabajo. Al llegar los fríos del invierno solía dejarme solo en casa, al cuidado de la vecina, quien de cuando en cuando me echaba una ojeada para asegurarse de que yo estaba bien. Aquel día transcurrió como cualquier otro, salvo por el hecho de que mi madre no vino a comer. Aquello no me preocupó especialmente, pues en otras ocasiones se había retrasado, así que cogí un poco de pan y queso y me quedé sentado en el sillón, esperando su llegada. Hubieron de transcurrir casi diez horas hasta que alguien vino a buscarme.

Eran dos hombres: uno de ellos vestía abrigo oscuro y bombín, usaba gafas, llevaba una cartera de cuero y tenía aspecto de o?cinista; el otro era un guindilla, un policía de uniforme. Llegaron a la corrala bien entrada la noche; mientras el tipo del bombín hablaba con la vecina, el policía entró en nuestra vivienda y, después de mirar en derredor con abierto desdén, me preguntó:

—¿Eres Alejo Zarza, el hijo de Soledad Zarza?

Asentí con un tímido cabeceo. El policía, un tipo bajo y robusto, con negros bigotes y el rostro picado de viruela, me contempló como si yo fuera un desagradable insecto.

—Pues recoge tus cosas –ordenó–. Y rapidito, porque tienes que acompañarnos.

Yo estaba muerto de miedo. Me agarré con fuerza a los brazos del sillón y negué con la cabeza.

—¡Cómo que no! –estalló el policía, de muy mal humor–. Mira, mocoso: en vez de en casa, cenando con mi mujer, estoy aquí, perdiendo el tiempo por tu culpa, así que no me toques las narices. Coge tus cosas y date prisa, porque cuanto antes lo hagas antes acabaremos.

Estaba a punto de echarme a llorar. No entendía nada, salvo que unos desconocidos querían llevarme con ellos.

—Estoy esperando a mi madre... –musité con un hilo de voz.

El policía pro?rió una risotada.

—Pues espera sentado, chaval –dijo–, porque tu madre la ha diñado.

Me quedé con la boca abierta.

—¿Qué?...

—Que se ha muerto; ¿es que estás sordo? Se emborrachó, se cayó al río y se ahogó. Y mira que hay que estar curda para ahogarse en el Manzanares –sacudió despectivamente la cabeza–. Ahora, como no tienes padre ni familia, vivirás a costa de la bene?cencia. Así que vamos, rapidito, que se hace tarde.

Estaba mareado y tenía un nudo en la garganta, pero logré preguntar:

—¿Adónde me van a llevar?...

—Al hospicio, que es donde acaban los hijos de puta como tú –me espetó el policía–. ¡Espabila, carajo, y recoge tus cosas de una puñetera vez!

¿Puede un niño de ocho años comprender lo que signi?ca la muerte? Yo lo hice; aquel policía me lo dejó muy claro en apenas unos segundos. Al instante, supe que jamás volvería a ver a mi madre, que ahora estaba totalmente solo en el mundo y, lo más importante de todo, que a nadie le importaba un bledo lo que pudiera ser de mí.

Encajé los dientes para no llorar, me levanté del sillón e hice un hatillo con mis escasas pertenencias: algo de ropa, las canicas de colores que me regalaron por mi santo y el retrato que un fotógrafo callejero le había hecho a mi madre, años atrás, frente al estanque del Retiro. De reojo, contemplaba al policía de los grasientos mostachos, que esperaba impaciente junto a la puerta, y le odiaba con todas mis fuerzas, pues de algún modo, supongo que a causa de la crueldad de su trato, le consideraba culpable de la muerte de mi madre y de todas las desgracias que el futuro pudiera depararme.

Creo que fue entonces, quizá de manera inconsciente al principio, pero con plena determinación después, cuando tome una de las decisiones más importantes de mi vida. Si aquel policía odioso y brutal representaba a la ley, a la sociedad, a la gente de buenas costumbres, entonces yo jamás militaría en su mismo bando. Él y todos los que eran como él serían por siempre mis enemigos.

Aunque, si he de ser ?el a la...



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