Mallorquí | El viajero perdido | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Reihe: Los libros de...

Mallorquí El viajero perdido


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-675-6977-3
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Reihe: Los libros de...

ISBN: 978-84-675-6977-3
Verlag: Ediciones SM España
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Félix Valbuena ha llegado a un punto crucial en su vida: ha terminado el colegio y no sabe qué hacer en su vida. De repente, se enamora de una chica que pasea por la calle y decide emprender su búsqueda. Con su amigo Homero y un ladronzuelo iniciará un viaje lleno de peligros, pero que también representará el inicio de su madurez personal. Una novela de aventuras que reflexiona sobre la amistad y el amor.

Cesar Mallorquí de Corral nació el 10 de junio de 1953 en Barcelona. Su familia se trasladó un año después a Madrid, donde ha residido desde entonces. Su padre, José Mallorquí, también era escritor, conocido por ser el creador de El Coyote. Por tanto, su casa siempre estuvo llena de libros e inevitablemente la Literatura formó parte de su vida desde siempre, por lo que un buen día decidió dedicarse a ella como profesional. Publicó su primer relato cuando contaba quince años y a los diecisiete era colaborador de la desaparecida revista La Codorniz. En 1972 también colaboró como guionista para la Cadena SER.Estudió Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y trabajó como reportero alrededor de diez años. Al regreso del servicio militar en 1981, entró en el mundo de la publicidad como creativo, trabajo que desempeñó durante más de una década. Pasó a dirigir en 1991 el Curso de Creatividad Publicitaria del IADE de la Universidad Alfonso X el Sabio, al tiempo que colaboraba como guionista de televisión con diversas productoras.Por entonces, César Mallorquí volvió a escribir ficción nuevamente, actividad que había abandonado cuando empezó a dedicarse a la publicidad, inclinándose por la ciencia-ficción y en la fantasía. Entre sus influencias se encuentran Jorge Luis Borges, Alfred Bester, Clifford Simak y Fredric Brown, y también incluye entre sus predilectos a Ray Bradbury y Cordwainer Smith.A lo largo de su carrera ha conseguido numerosos premios que reconocen su labor creativa, entre los que se encuentran el Premio Edebé de Literatura Infantil y Juvenil en tres ocasiones (1997, 1999 y 2002); Premio Ignotus 1999, Premio Gran Angular de Literatura Juvenil 2000 por La catedral, Premio Nacional de Narrativa Cultura Viva 2007 y Premio Hache 2010 por La caligrafía secreta de Ediciones SM.En 2015 obtuvo el Premio Cervantes Chico por toda su trayectoria literaria.
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Rapsodia I


Háblame, Musa, de aquel varón de gran ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo.

HOMERO, La Odisea

Tengo dieciocho años y, según todos los indicios, no voy a llegar a cumplir los diecinueve. No, no es que me vaya a morir; es que me van a matar.

Pero permítanme que exponga con algo más de detalle mi actual situación. Me encuentro en el Noroeste de España, en Galicia, a mediados de julio. Es de noche. Hace poco he escuchado el tamborileo de la lluvia contra la carrocería, pero, aunque ha refrescado, el sudor me corre a raudales por la frente, la espalda y las axilas. Estoy en un automóvil –un Audi A6, para ser precisos–, viajando por una carretera que imagino comarcal y solitaria. Ojalá pudiera describir el paisaje, pero me resulta enteramente imposible hacerlo. No veo nada.

Y no veo nada por la sencilla razón de que estoy encerrado en el maletero.

¿Qué hago en un maletero? La verdad, no me creo capacitado para responder; de hecho, desde que fui secuestrado a punta de pistola no ceso de preguntarme cómo he podido meterme en un lío tan grande como este. Lo único que sé es que ha sido por amor. Ah, vale, también sé otra cosa: más allá del maletero, y aparte de mí, hay otras dos personas viajando en el Audi. Uno de ellos, el que conduce, se llama Andrés y habla poco. El otro, el que ocupa el asiento del copiloto, se llama Germán y es argentino. Esos dos tipos, a los que apenas conozco, me van a matar.

Probablemente sea Germán quien lo haga; tiene aspecto de asesino a sueldo, con ese traje negro y esas gafas oscuras. Además, fue él quien me apuntó con una pistola y me obligó a entrar en el maletero. Nunca sospeché que mi muerte fuera a producirse tan pronto y a manos de un sicario del Cono Sur, pero al parecer así va a ser. Si nos paramos a pensarlo, en circunstancias como esta resulta fácil predecir el futuro, pues lo hemos visto en mil películas. El coche se interna por una carretera de tercera hasta detenerse en una zona remota y despoblada; los asesinos abren el maletero, sacan a la víctima y la conducen al interior de un bosquecillo. Una vez allí, pueden suceder dos cosas: los sicarios le pegan un tiro al pobre tipo y luego lo entierran, o bien le obligan primero a cavar su propia tumba y luego le pegan un tiro. En ambos casos el resultado es el mismo y, por desgracia, muy desagradable para mí.

Estoy más muerto que vivo, esa es la verdad; aun así, tras superar el ciego terror que me ha mantenido petri?cado durante la mayor parte del trayecto, no he parado de darle vueltas a posibles planes de escape. Lo primero que debo hacer es averiguar de qué elementos dispongo, aunque poca cosa hay en el interior de un maletero. Veamos: una caja de herramientas que contiene un gato, una llave de tuercas y un juego de destornilladores; un triángulo plegable de peligro; una lata de aceite medio llena metida en una bolsa de plástico; un trapo maloliente; una rueda de repuesto. Y se acabó.

Durante unos minutos me dedico con gran entusiasmo a la tarea de intentar forzar la cerradura del maletero con ayuda del destornillador más grande, haciendo palanca entre lo que yo, al tacto, supongo que son dos piezas del cerrojo, pero que muy bien podrían ser cualquier otra cosa. Si lograse abrir el maletero, me tiraría en marcha y, en el poco probable caso de que no me rompiera la cabeza, correría a esconderme en el bosque, suponiendo que haya un bosque ahí fuera. Pero nada de eso va a suceder, pues en vez de forzar la cerradura solo consigo despellejarme repetidamente los nudillos.

Convencido, por tanto, de que, al contrario de lo que suele verse en las películas, es absolutamente imposible abrir un maletero desde dentro, comienzo a tantear otras posibles vías de escape. Si tuviera gasolina y una botella, y utilizando como mecha el trapo maloliente, podría fabricar un cóctel Molotov. Así, cuando los sicarios abrieran el maletero para matarme, yo encendería el cóctel Molotov y, ante su estupefacción, se lo arrojaría con presteza, sumiéndolos en las llamas vengadoras. Por desgracia, no fumo, así que no dispongo de mechero o cerillas para encender la mecha. Por otro lado, me digo, tampoco dispongo de gasolina ni de una botella. Así que, considerando que de todos los elementos necesarios para fabricar un cóctel Molotov –sigo diciéndome (ahora con cierta severidad)– solo cuento con un trapo maloliente, ¿no sería mejor abandonar esa línea de pensamiento?

Vale, ¿qué más tengo?... No logró encontrarle ningún uso letal a la señal plegable de peligro, así que la desecho mentalmente. Hago lo mismo con la llave de tuercas y la lata de aceite. Sin embargo, el gato es un objeto contundente. Y la rueda de repuesto parece un escudo. Si lograra ?jarme la rueda en el brazo izquierdo –utilizando para ello el trapo maloliente hecho tiras–, podría protegerme con la llanta de los disparos al tiempo que aporreo con el gato a los sicarios.

Llámenlo desesperación si quieren, pero en este momento la idea me parece lo su?cientemente buena como para desenroscar la rueda de repuesto del soporte donde va ?jada y evaluar seriamente sus posibilidades como escudo antibalas. Nada más sacarla de su sitio descubro algo: una rueda con su neumático y su llanta es mucho más pesada de lo que parece a simple vista. De hecho, dudo que consiguiera saltar ágilmente de un maletero cargando con ella, y mucho menos si debo a continuación liarme a porrazos con dos tipos a cuyo lado parezco un alfeñique. Imagínense la situación: los asesinos detienen el automóvil en un lugar remoto y solitario, abren el maletero... y se encuentran con un tipo, medio aplastado por una rueda de repuesto, que intenta en vano levantarse mientras enarbola patéticamente un gato. Hasta yo me pegaría un tiro si me viera así.

La verdad es que como plan de escape deja mucho que desear, de modo que me olvido de él. Pero el plan no se olvida de mí, pues algo ha sucedido entre tanto en el interior del maletero. Dado que estoy encerrado en un lugar oscuro, no veo nada, lo cual entorpece seriamente mis, por otro lado nunca excesivamente desarrolladas, capacidades de manipulación. No he conseguido colocar las herramientas en la caja, ni la caja en su lugar; además, la palomilla que ?ja la rueda de repuesto ha desaparecido (¿cómo puede desaparecer algo en un espacio tan reducido?) y la rueda está suelta, al igual que lo están las herramientas. Esto signi?ca que, a cada bache –y en el camino que estamos recorriendo hay muchos baches–, todos esos objetos se mueven y chocan contra mí. Ahora la llave de tuercas me da en un ojo, ahora el gato me golpea la cabeza, ahora la rueda se me incrusta en el estómago...

Felicidades, me digo; además de asustado y deprimido, has conseguido sentirte ridículo. Aunque, bien pensado, tiene cierto mérito convertir las dramáticas circunstancias de mi muerte en un gag poco gracioso. Me echaría a reír, de no ser por lo desmoralizado que estoy. Y es que, como comprenderán y a poco que se pongan en mi lugar, no me hace ninguna gracia saber que van a pegarme un tiro.

Alcanzado este punto, ha llegado también el momento de realizar unas cuantas disquisiciones literarias. Debo confesar que nada me resulta tan falso y arti?cial como escribir en presente y en primera persona. Yo hago esto, ocurre lo otro, digo lo de más allá... ¿Qué signi?ca eso? ¿Que tengo siempre un bolígrafo y un puñado de folios a mano y que mientras suceden las cosas voy escribiendo? Si nos centramos en los párrafos anteriores (escritos en presente y primera persona), ¿signi?ca acaso que estoy encerrado en el maletero de un coche, absolutamente a oscuras, muerto de miedo, vapuleado sin piedad por una serie de objetos contundentes, y sin dejar de escribir compulsivamente cada cosa que sucede?

Es evidente que no. Escribo esto después de que sucedieran los hechos. Lo cual quiere decir que Andrés y Germán, los dos sicarios que viajan en los asientos delanteros del vehículo, no me matarán después de todo. ¿O sí?... Porque pudiera ser que esto lo escriba entre el momento en que abandono mi encierro en el maletero y el momento de mi muerte. Imaginémonos lo siguiente: los asesinos detienen el coche en un paraje remoto y solitario, me sacan del maletero, me conducen al interior de un bosque y, tras obligarme o no a cavar una tumba, el sicario sudaca me apunta con su pistola y me dice:

—¿Tenés alguna última voluntad antes de morir, boludo? ¿Acaso querés un cigarrillo?

Y yo, tras una rápida re?exión, respondo:

—Gracias, no fumo. Pero quizá pueda prestarme un bolígrafo y una resma de folios, porque lo que de verdad me apetece es escribir mis memorias.

De acuerdo, no es una opción muy realista, lo reconozco. Si estoy escribiendo esta historia es porque no me mataron. ¿O sí?... Porque, a ?n de cuentas, puede que esto no sea más que un recurso literario tan arti?cial como lo de escribir en presente y primera persona: que el narrador sea un muerto. Supongamos que Germán, tras conducirme al interior del bosque y sin tan siquiera ofrecerme una última voluntad, me vuela la tapa de los sesos; yo me muero, mi alma vuela al cielo y me encuentro con San Pedro, el portero del Paraíso, que me pregunta al verme...



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