E-Book, Spanisch, Band 248, 352 Seiten
Reihe: Impedimenta
Macrae Burnet Caso clínico
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-18668-57-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 248, 352 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-18668-57-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Graeme Macrae Burnet nació en Kilmarnock, Escocia, en 1967. Ha escrito tres novelas: «La desaparicion de Adèle Bedeau» (2014, ahora en Impedimenta), «Un plan sangriento» (2015, finalista del Premio Booker, y ganadora del Saltire Fiction Book of the Year y del VRIJ Nederland Thriller of the Year), en Impedimenta en 2019 y «The Accident on the A35» (2017). Fue nombrado autor del año por el Sunday Herald Culture Awards en 2017. Actualmente, Graeme Mcrae Burnet vive en Glasgow.
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CAPÍTULO 9
Dorothy
Dorothy era una mujer muy inteligente que rondaba los veinticinco años. Era la mayor de dos hermanas y se crio en el seno de una familia de clase media en una gran urbe inglesa. Sus padres eran anglosajones de pura cepa. Dorothy nunca había presenciado una sola muestra de afecto entre ellos. Las discusiones, me contó, las solventaba su padre, un dócil funcionario, plegándose a las exigencias de la madre. Hasta la muerte repentina de esta última, cuando Dorothy tenía dieciséis años, su niñez no estuvo marcada por ningún trauma importante, si bien le resultaba difícil contestar a la pregunta de si había tenido una infancia feliz. Con el tiempo reconoció haberse sentido culpable desde muy pequeña por el hecho de disfrutar de una vida cómoda en comparación con la de muchos otros niños y, aun así, no sentirse feliz. Con todo, a menudo adoptaba un aire de fingida alegría, para así complacer a su padre, cuya propia felicidad parecía depender de la suya. Él la engatusaba constantemente para que jugaran juntos, cuando ella hubiese preferido que la dejaran en paz con sus cosas. Su madre, por otra parte, no perdía ocasión para recordarles a Dorothy y a su hermana lo afortunadas que eran, y, como resultado, Dorothy había practicado la moderación desde la más tierna infancia, sobre todo en lo tocante a los caprichos con los que a su padre le gustaba tentarla: helados, regalos de cumpleaños, caramelos y demás. Ya de muy niña desarrolló un profundo resentimiento hacia su hermana. Este, insistía, no era producto de los celos normales que afloran cuando llega un nuevo hermano y se diluye la atención y el cariño de los padres hacia el primer hijo. Más bien se debía a que esta hermana pequeña era a menudo problemática e indisciplinada y, aun así, sus padres seguían dándole el mismo trato que a ella. Parecía injusto que mientras que a ella no la premiaban por su buen comportamiento, a su hermana no la castigaran por su rebeldía.
Dorothy destacó en el colegio y consiguió una beca para estudiar Matemáticas en Oxford. Allí continuó eclipsando a sus compañeros y, aunque introvertida, encajó bastante bien. En Oxford descubrió que no era obligatorio «participar» o fingir estar pasándoselo bien. Se volvió solitaria y distante. Fue la primera vez, dijo, que pudo ser «ella misma». A pesar de todo, cada vez que sus compañeras iban a un baile o celebraban una fiesta improvisada en sus habitaciones, sentía que la consumían los celos. Se graduó con la mejor nota de la clase y, más tarde, mientras preparaba el doctorado, conoció a un joven miembro del personal docente con el que se comprometió en matrimonio. No sentía, me dijo, nada especial hacia él, mucho menos deseo sexual, pero aceptó casarse porque tuvo la impresión de que aquel era el tipo de joven decente que gozaría de la aprobación de su padre. Más tarde, el prometido de Dorothy rompió el compromiso, alegando que deseaba concentrarse en su carrera por el momento. Dorothy creía que el verdadero motivo por el que puso fin a la relación fue que ella había sufrido un período de agotamiento nervioso, lo que requirió un breve internamiento en un sanatorio, y que él temió que fuera una persona inestable. En cualquier caso, para ella fue un alivio que se suspendiera la boda, puesto que ni ella misma se sentía preparada para el matrimonio.
En su primera visita a mi consulta, Dorothy iba bien arreglada y se presentó con profesionalidad, como si estuviera en una entrevista de trabajo. Aunque hacía calor, vestía un traje de chaqueta de tweed que la hacía parecer mucho más mayor de lo que en realidad era. Llevaba poco o nada de maquillaje. Es bastante habitual que los visitantes de clase media se presenten de este modo. Están ansiosos por causar una buena primera impresión; por distinguirse de los lunáticos babeantes que, en su imaginación, creen que frecuentan la gruta del loquero. Pero Dorothy se empleó mucho más a fondo que la mayoría. Antes incluso de tomar asiento, declaró: «Y bien, doctor Braithwaite, ¿cómo lo hacemos?».
Aquella era una joven con un interés desmesurado por controlar las situaciones en las que se encontraba. Yo acepté el órdago: «Podemos hacerlo como usted quiera».
Trató de ganar tiempo mientras se retiraba los guantes poco a poco y los guardaba con esmero en el bolso que había depositado a sus pies. Luego se embarcó en una disquisición sobre cuestiones prácticas, la frecuencia de nuestras sesiones y demás cosas por el estilo. Dejé que siguiera hasta que no se le ocurrió nada más que decir. En situaciones así, el silencio es la herramienta más valiosa del terapeuta. Todavía no me he topado con un solo visitante capaz de resistirse al impulso de llenarlo. Dorothy se tocó el pelo, se alisó el dobladillo de la falda. Era de lo más precisa en sus movimientos. Entonces preguntó si no deberíamos empezar ya.
Le dije que ya habíamos empezado. Ella fue a protestar, pero se interrumpió.
—Ah, claro, por supuesto —dijo—. Supongo que ha estado usted estudiando mi lenguaje corporal. Probablemente piense que intento evitar decirle por qué estoy aquí.
Le indiqué con un movimiento de la cabeza que quizá fuera así, desde luego.
—Y cree que al no decirme nada, yo seguiré parloteando y le revelaré mis secretos más íntimos.
—No está obligada a decir nada —le dije.
—Pero cualquier cosa que diga podrá tomarse en cuenta y ser utilizada en mi contra. —Se rio de su broma ingeniosa.
Los intelectuales son como las cabras, siempre tiran al monte, y, por tanto, son los más duros de roer. Se muestran tan ansiosos de impresionarle a uno con la interpretación personal de su estado que tienden a responderse a sí mismos mientras hablan. «Ya estoy otra vez desviando la conversación de lo que importa de verdad —suelen decir—. Supongo que pensará que esta evasiva es de lo más reveladora.» Y todo ello para demostrar que están al mismo nivel que uno; que conocen a fondo sus propios problemas. Lo que es una tontería manifiesta. Si comprendieran su estado, para empezar, no estarían aquí. De lo que no se dan cuenta es de que la raíz de sus problemas suele estar en su intelecto: en esa constante racionalización de su propio comportamiento.
Pero en este caso, la bromita de Dorothy sí que resultaba reveladora: tenía la impresión de que la iban a acusar, de que la iban a someter a juicio; y, a pesar del hecho de haberse presentado ante mí voluntariamente, me veía como un adversario. No le expresé estos pensamientos en ese momento, me limité a repetir mi pregunta sobre cómo deseaba proceder.
—Bueno… pensaba que sería usted, más bien, quien tendría algunas ideas sobre el particular —dijo. Y añadió, a continuación, con una risita tonta—: ¿No le pago para eso? —Muy típico de las clases medias: buscar refugio en el dinero, la manía de recordarle a uno que es su empleado.
Dorothy había entrado en la habitación con toda la pinta de ser una persona acostumbrada a tener todo bajo control, pero tan pronto como se le ofrecía de verdad ejercer ese control, prefería cederlo. O eso o no sabía qué hacer con él. Se lo planteé.
Reaccionó echándose a reír.
—Sí sí, desde luego, tiene toda la razón, doctor Braithwaite. Es usted muy astuto. Ahora veo por qué habla todo el mundo tan bien de usted.
(Adulación: otra maniobra de distracción.)
Aunque entretenida, la situación se volvía tediosa por momentos, y, después de todo, no pasa nada por satisfacer las expectativas de un visitante. Le pregunté qué la había traído hasta aquí.
—Bueno, esa es la cuestión —dijo—, y quizá por eso he estado parloteando de esta manera. No estoy segura de saberlo realmente. —La animé a que continuara—. Es decir, no estoy loca. No oigo voces ni veo cosas. No quiero acostarme con mi padre ni nada por el estilo. Estoy convencida de que hay un montón de gente que está más loca que yo.
—Eso está por ver —le dije.
—Quizá haya algún test que me pueda hacer —sugirió—. Soy buenísima haciendo test. Tal vez uno de esos de manchas de tinta. Se lo digo ya, todas me parecen mariposas.
—¿De verdad? —pregunté.
Ella se miró las manos.
—No del todo, la verdad.
Yo no tenía el menor interés en hacerle una prueba Rorschach. Ni tampoco soy partidario de la hora de cincuenta minutos tan venerada por la profesión psiquiátrica, aunque reconozco que un recordatorio de que el tiempo y el dinero corren puede servir de incentivo. Puedo asegurar que todos los clientes que han puesto un pie alguna vez en la consulta de un terapeuta ya han reproducido la escena antes, mentalmente, un centenar de veces, y que la sola idea de marcharse sin haber tocado el tema concreto que los ha llevado hasta allí les resulta impensable. Esta dinámica casaría a la perfección con una persona de mente científica y práctica como Dorothy. Su formación matemática, con toda seguridad, la había llevado a creer que, si me describía sus síntomas, yo me limitaría a introducirlos en una fórmula y obtendría milagrosamente una cura. A pesar de lo que pretenden hacernos creer ciertas teorías, no existe una fórmula universal a la que...