E-Book, Spanisch, Band 86, 224 Seiten
Reihe: Nuevo Ensayo
Luri La mermelada sentimental
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-1339-400-8
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Cinco años de artículos en The Objective
E-Book, Spanisch, Band 86, 224 Seiten
Reihe: Nuevo Ensayo
ISBN: 978-84-1339-400-8
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Nacido en Azagra, Navarra, en 1955, Gregorio Luri reside desde 1978 en El Masnou (Barcelona). Es maestro, Premio Extraordinario de Licenciatura en Ciencias de la educación y Premio Extraordinario de Doctorado en Filosofía. Ha trabajado en todos los niveles educativos, primaria, secundaria y universidad. Ha publicado diversos libros, entre los cuales cabe destacar La escuela contra el mundo (2008: 10 ediciones), Introducción al vocabulario de Platón (2011: 2 ediciones), Erotismo y prudencia. Biografía intelectual de Leo Strauss (2012), ¿Matar a Sócrates? (2015), El cielo prometido (2016), Elogio de las familias sensatamente imperfectas (2017), El deber moral de ser inteligentes (2018), La imaginación conservadora (2019: 2 ediciones), La escuela no es un parque de atracciones (2020: 2 ediciones); Mi familia es bestial (2020). Premio Juan Gil Albert de ensayo; Premio Mejora tu Escuela Pública. Medalla de Carlos III el Noble del Gobierno de Navarra.
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Relato caprichoso de cinco años de historia colectiva
Mi primer artículo en El Subjetivo apareció el 24 de febrero del 2016. Desde entonces he ido publicando un artículo quincenal. A lo largo de estos cinco años la historia ha seguido haciendo lo que más le gusta hacer, desmentir a los profetas, y, sin ninguna duda, El Subjetivo se ha convertido un medio digital de referencia en el que me encuentro perfectamente cómodo rodeado de jóvenes brillantísimos de los que alguna vez se hablará, sin duda, agavillándolos en una generación de excelentes espigas. Uno de ellos, Jorge San Miguel, se preguntaba en febrero del 2021 «si vivimos en el país que creíamos». Es obvio que no. Nunca vivimos exactamente en el país que creemos vivir, sino en sus reducciones domésticas.
De todo cuanto nos ha sucedido en este tiempo, la reducción que resaltarán los libros de historia será la pandemia de la Covid, pero como aún no sabemos cómo evolucionará esta pesadilla, no me atrevo a darle la razón al médico que aseguró en una televisión francesa que dentro de 10 o 20 años los futuros comentadores de nuestros días se admirarán de la psicosis colectiva que nos está empujando al delirio de sacrificar el amor a la vida al miedo a la muerte. Pero no puedo negar que algo de esto hay. La prueba es que cuando la epidemia, allá en marzo del 2020, comenzó a cebarse en las residencias de ancianos, nos apresuramos a desprendernos de la moral kantiana, con sus principios categóricos que proclaman el deber de tratar a todo hombre como un fin y no como un medio, para dejar vía libre a la moral de urgencia del utilitarismo. Lo hicimos sin debate, como si fuera obvio que la moral kantiana solo es vigente en tiempos de bonanza o como si no quisiéramos enfrentarnos al hecho de que la lógica moral del utilitarismo es una lógica sacrificial. El utilitarismo nos dice a quién hay que perjudicar sin crearnos problemas de conciencia.
El 13 de febrero del 2020 se registró oficialmente el primer fallecimiento por coronavirus en España. Todo estaba preparado —¿recuerdan?— para que el Mobile World Congress nos confirmara que el futuro ya era una rutina, que la tecnología 5G, los big data y la inteligencia artificial tomaban el mando… y, de repente, a un chino normal y corriente le da por zamparse un filete de pangolín (o de civeta o de murciélago —¡qué más da!—) y, de nuevo, el factor humano hizo un boquete en la línea de flotación de nuestras agendas y puso al mundo en alerta.
Hoy, en marzo del 2021, expresiones hasta hace tiempo completamente desconocidas por el gran público, como «fatiga pandémica» o «nuevas cepas» se han hecho habituales.
Apenas hay semana en que no reciba alguna llamada de un periodista preguntándome qué aprenderemos de todo esto. Esta insistencia me permite suponer que estaríamos dispuestos a justificar lo que nos pasa si al menos nos garantizase alguna lección de provecho. Pero los virus no poseen ninguna relación con nuestros pecados. Se limitan a seguir ciegamente sus mutaciones. No somos responsables de ellos. Los virus no saben nada ni de física ni de metafísica. Se limitan a ser cisnes negros.
¿Qué cambiará tras el coronavirus?
Lo primero que contesto a los periodistas es que no está nada claro que dejemos atrás para siempre a este virus. Después recuerdo lo poco que aprendimos de la primera guerra mundial y de la gripe española que la siguió. La historia solo enseña algo a los viejos, que se llevan a la tumba lo aprendido, mientras que los jóvenes nacen en la ignorancia y, por imposición natural, son más futurizadores que rememoradores. A ellos, que son los propietarios del futuro, la historia les reserva sus enseñanzas para cuando tengan más pasado que futuro. Sin embargo, las crisis —todas— producen una gran cantidad de literatura sobre lo que ya no volverá a pasar. Nadie ha reflexionado más que los griegos sobre el páthei máthos (p??e? µ????), es decir, sobre las enseñanzas del dolor. Su conclusión fue que a algunos el dolor les enseña a ser humildes. Pero la humildad nunca estuvo muy de moda en política. La política, como la filosofía, tiene más afinidad con la soberbia. En plena primera ola de la pandemia, la Generalitat de Catalunya se sintió gravemente ofendida porque el gobierno de España le había mandado 1.714.000 mascarillas. ¡1.714! Se tomó esta cifra como un agravio a la historia de los catalanes. A Navarra mandaron 16.000 mascarillas. Curiosamente el año 1600 se derrumbó el claustro gótico de la Real Colegiata de Santa María de Roncesvalles y Francis Bacon descubrió la existencia de una cosa llamada «sesgo confirmatorio».
Derrida apuntó una inquietante similitud entre el animal, el criminal y el soberano. Ninguno de ellos respeta la ley. El animal (en nuestro caso, el coronavirus), simplemente la desconoce. Vive en la inconsciencia de la ley. El criminal la conoce tan bien que intenta saltársela sin correr riesgos. El soberano es el que crea la ley. ¿Y quién es en una pandemia el soberano?
Si desde la perplejidad del presente miro hacia atrás, intentando captar lo más señero de los años inmediatamente anteriores a la Covid, lo que veo es el milagro de la normalidad. Es decir, un motivo para la melancolía.
Se ha dicho alguna vez que la melancolía es la alegría del pobre. Quizás. Pero es, sobre todo, la constatación de que cuando debíamos estar aprendiendo una lección de historia, estábamos distraídos en otras cosas. No nos culpabilicemos. Esa distracción es la vida.
Si, sobreponiéndome a la melancolía, intento recoger los acontecimientos que me parecen más reseñables del tiempo en el que el virus dormía, son las siguientes 7 reducciones domésticas las que me salen al paso.
El nacimiento de Euráfrica
Para mí, Euráfrica es el Fari. Pero no el que probablemente se imaginan, sino el que en marzo del 2015 reunió sus cuatro bártulos y se volvió a África. Antes de marchar nos pidió un teléfono móvil en desuso para su madre viuda. A sus hermanos les llevaba camisetas del Barça. Hicimos una colecta en el bar y le compramos un móvil nuevo. Nos dio las gracias y se fue. Y durante un tiempo estuvimos echando en falta lo que se reía cuando Antón, el camarero, le decía: «Fari, cuando cruces la carretera, sonríe, que de noche no se te ve y un día vas a tener un disgusto». Y él sonreía para nosotros mientras descargaba la calderilla de sus bolsillos sobre la barra del bar y hacía montoncitos con las monedas, agradeciendo nuestras bromas y el vaso de agua de cada día. A la noche, a eso de las diez, emergía de la oscuridad de la playa y cruzaba la vía del tren y la N-II arrastrando su carro de la compra lleno de abalorios. Vendía, sobre todo, pequeños elefantes anticrisis de un plástico vetado y quebradizo, con la trompa levantada, a un euro la unidad. «Comprar, esto contra crisis. Elefante buena suerte». Si alguien le replicaba que no estaba en crisis, el Fari hacía de los elefantes amuletos amorosos. ¿Quién no busca un trabajo más alegre o un amor más seguro? Yo solía acompañarlo por las mesas para animar a los clientes a superar la crisis por un euro. Con irregular fortuna, todo hay que decirlo. Además, un cliente que le compró un elefante tuvo un accidente doméstico y apareció una noche con muletas y un humor corrosivo que le hizo mucho daño a nuestra campaña de márquetin.
Un conductor desalmado arremetió una noche contra el carrito voluntariamente, de un golpe se lo arrancó de la mano y desparramó toda la carga de pulseras, anillos, collares y elefantes anticrisis por la Nacional II. Era bien triste oír su crujido bajo las ruedas de los coches mientras el Fari se llevaba desconcertado las manos a la cabeza.
Un día nos dijo que tenía que hacer cosas en Senegal. Y se fue. Durante meses, cuando hacía buena noche, sentados en la terraza del bar, miramos a la oscuridad, por donde ya no aparecía el Fari con su carro de la compra repleto de bisutería barata, y nos decíamos que quizás el día menos pensado, en cuanto apuntase la primavera, lo veríamos reaparecer, como los brotes verdes.
Volvió. Pero no lo hemos vuelto a ver. Sí conocemos a su hermana y a varios de sus hermanos, a los que se trajo consigo a su regreso. El Fari está ahora dirigiendo un entramado complejo formado por muchos, quizás cientos, de vendedores ambulantes. Todos trabajan para él. Lo que nadie sabe es para quién trabaja el Fari en esta nueva realidad geopolítica, Euráfrica, que se va conformando tan rápidamente ante nuestros ojos.
La aparición de los liderazgos paradójicos
Quizás se deba a mi interés por todo lo relacionado con la infancia, la juventud y la educación, pero la cara de Greta Thunberg sobresale en mi imaginación sobre cualquier otra. Una niña sueca de 15 años decidió no asistir al colegio y plantarse frente al Parlamento de Estocolmo con una pancarta en la que se leía «Huelga escolar por el clima». Al poco tiempo, miles de estudiantes de todo el mundo se solidarizaban con ella, en una universal red de empatía generacional cuyo centro era la ceñuda cara de Greta. A los pocos meses tomó la palabra en la ONU para decirles a los líderes mundiales que no se estaban comportando como adultos responsables y no eran «suficientemente maduros para decir las cosas como son». Los líderes aplaudieron yo diría que con entusiasmo sincero el rapapolvo de la adolescente. Y Greta alzó la voz: «Ustedes dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando su futuro en su misma cara». Los líderes volvieron a aplaudir. Yo veo...




