E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Lozano El desfile de los malditos
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17847-16-6
Verlag: Editorial Alrevés
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
ISBN: 978-84-17847-16-6
Verlag: Editorial Alrevés
Format: EPUB
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ANTONIO LOZANO ( Tánger 1956- Agüimes 2019) Maestro, profesor, traductor, escritor y gestor cultural, se impregnó del ambiente multicultural de la ciudad que lo vio nacer, lo que lo llevó a su acercamiento permanente con el otro, a su deseo de conocer, de entender y de abrazar lo diferente. Fue en su pueblo de adopción, Aguïmes, en las Islas Canarias, donde puso en práctica los principios en los que creía y desde su puesto como concejal de cultura y desarrollo local, fundó el Festival del Sur-Encuentro Teatral Tres Continentes y el Festival Internacional de Narración Oral 'Cuenta con Agüimes', entre otras actividades. Su primera novela, Harraga (Zoela, 2002), fue elogiada por escritores como Manuel Vázquez Montalbán, Dulce Chacón y Fernando Marías. Ganadora del I Premio Novelpol a la mejor novela negra publicada en España, obtuvo una mención especial del Jurado del Premio Memorial Silverio Cañada 2003 a la mejor primera novela negra, convocado por la Semana Negra de Gijón. Su segunda novela, Donde mueren los ríos, fue finalista del I Premio Brigada 21. Es autor asimismo de El caso Sankara (Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona, Almuzara, 2006), Preludio para una muerte (Ediciones B), Las cenizas de Bagdad (Almuzara, 2009), La sombra del Minotauro (Almuzara, 2011) y Un largo sueño en Tánger (Almuzara, 2015). En Anaya ha publicado dos novelas juveniles, Me llamo Suleimán y Nelson Mandela, el camino a la libertad.
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1
Presentía que le quedaban pocos días de vida y quiso dedicar los últimos pensamientos a sus hijos. La noche había caído fría sobre la ciudad, y la manta raída en que se había envuelto no le iba a servir de mucho, a pesar de haberse acomodado en un hueco resguardado bajo los soportales de la plaza Mayor. Pero eso no tenía importancia, porque el frío había dejado de ser, desde hacía mucho, su mayor enemigo.
Un hombre, otra sombra de la noche, llegó a su altura y se instaló a su lado, quizá buscando el breve espacio que quedaba al abrigo de la brisa, quizá sin más intención que la de sentir alguna compañía hasta el amanecer. Tenía melena y barba pobladas, el pelo ensortijado por semanas sin agua, y un cuerpo de estatura y envergadura considerables. Del bolsillo derecho de su vieja chaqueta de pana asomaba un tetrabrik de vino tinto. Su saludo, un gruñido, quedó sin respuesta.
No estaba Ildefonso para conversaciones. Su mente lo había alejado del frío, del hambre y del dolor para llevarlo a los tiempos felices en que sus dos hijos, Marta y Juan Fernando, se disputaban su regazo. Ella había nacido dos años después que su hermano, pero resistía los embates del otro en su empeño por encaramarse el primero en las piernas del padre, que, divertido y halagado, decidía siempre acoger a los dos pequeños:
—Dios me ha dado dos piernas, una para cada uno de mis hijos.
Llegaban entonces las interrogaciones, por qué esto y por qué lo otro, y él, paciente, las respondía una a una con la convicción de que ninguna pregunta de niño ha de quedar sin respuesta. Exigencias de padre, pero también de profesor de Historia.
Intentó ausentarse de su cuerpo al regresar las cuchilladas en el abdomen. Sus dolores habían crecido en los últimos días hasta obligarle a acudir a urgencias. Aguantó el calvario del interrogatorio, se resignó a inventarse una dirección, una excusa por no llevar consigo una tarjeta sanitaria de la que carecía: nada fácil para un hombre que tiene marcada la indigencia en el cuerpo y en la indumentaria. Nada fácil sobre todo para quien, hasta hacía unos años, era hombre querido por su esposa, adorado por sus hijos, respetado por el vecindario, admirado por sus alumnos y colegas del instituto. Que miraba de reojo y con vagos sentimientos de desprecio y compasión al vagabundo que se cruzara en su camino. Que llevaba en su cartera tarjetas y efectivo suficientes para satisfacer las necesidades comunes de su clase media. Que se levantaba cada mañana el primero para preparar los desayunos de todos antes de despertar a besos al resto de la familia.
Con un «debe usted alimentarse mejor» y la recomendación de acudir a uno de esos centros que Cáritas pone al servicio de quienes emborronan la ciudad con sus pintas aviesas y desaliñadas, despachada la urgencia con un tubo de aspirinas, supo que la sanidad pública le acababa de dar todo lo que tiene reservado a personas como él. También que las dentelladas que le atormentaban eran las definitivas, las que anunciaban la liberación de una existencia de la que deseaba, más que ninguna otra cosa, desertar, acosado por el dolor del cuerpo y de los recuerdos.
Intentó ausentarse de su masa corpórea, pero no lo logró. Ni los ronquidos del hombre que dormía a su lado ni el frío que le calaba los huesos eran la causa. Sí lo fue la certeza de la muerte cercana y el asedio de remembranzas de las que no lograba apartar las más dolorosas.
Las imágenes desfilaban en la oscuridad de sus ojos cerrados como las de una película, una historia ajena a su vida. Hacía tanto de esos primeros años… Habían pasado tantas cosas…
Ahí estaba Irene en los tiempos del amor, de las carantoñas y de las promesas de felicidad eterna. Ahí, el nacimiento de sus hijos, el crucero por el Mediterráneo, los viajes de fin de curso con sus alumnos. Las primeras comuniones, el sexo añorado, los fines de semana románticos en paradores nacionales, el cafecito después de comer, las clases de historia, la Navidad dulce Navidad, los polvorones y el turrón, los hijos que crecen y qué bien crecen los hijos.
Pero también ahí lo que, lenta, inexorablemente, lo expulsó de su vida acomodada: la rescisión inesperada del contrato tras veinte años en la escuela privada, la frustración, la rabia y el dolor, la humillación de las colas del paro, un nuevo trabajo que nunca llegó. Y los cambios de humor, los inicios con el alcohol, los gritos a los niños y a Irene, las miradas huidizas y atemorizadas, el desaliño, el regreso a casa de madrugada. Cada reproche recibido era una puñalada, un desafío a su amor propio, un paso más al desenlace inevitable: cuando Irene decidió decirle que llevaba meses con otro hombre, que todo se había acabado, que la puerta de la casa le esperaba, el precipicio se le acercó a los pies.
Invadieron su cerebro el destrozo de vajilla, bibelots, retratos de familia enmarcados; una mano alzada que el grito de los hijos congela en el aire; lágrimas, miedo, la familia ideal hecha añicos, el portazo al salir, alcohol y más alcohol; el cerrojo echado al regresar, puñetazos en la puerta, vecinos que se despiertan, llamada a la policía, la noche en el calabozo.
Mucho ruido en el cerebro. Mucho más del que puede soportar. El encuentro con Irene:
—Vendrás a recoger tus cosas y a despedirte de los niños. Mis hermanos estarán allí por si se te ocurre montar otro escándalo. No permitiré que vuelvas a ver a Marta y a Juan Fernando hasta que te conviertas en una persona normal. Y eso incluye dejar de beber.
—O hasta que un juez lo ordene…
—Lo del juez ya está hablado. No sueñes con una sentencia a tu favor después de lo que has hecho. Sin contar con que hace ya tiempo que tú no eres el padre al que adoraban. El daño ya está hecho, de ti depende recuperarlos.
—No tengo dónde caerme muerto, lo sabes muy bien. Se acabó el paro, no encuentro trabajo.
—No encuentra el que no busca. Y, de todos modos, con tu permanente pestazo a alcohol nadie te contratará.
Encuentro con los niños. Dos extraños que dejaron hace mucho las rodillas del padre, las bromas y los juegos. Y las preguntas, que cambiaron de rumbo: «¿Qué ha sido de nuestro padre, el que queríamos, admirábamos, vitoreábamos?». «Todo volverá a la normalidad, está en un mal momento», consolaba la madre, pero el fin del mal momento no llegaba nunca y cada día que pasaba se abría más y más el abismo, hasta convertir al padre en un desconocido. Encuentro breve, de miedo, de tristeza y de promesas:
—Volveré a ser el de antes y entonces regresaré. No dejen de quererme, hijos, son lo mejor que tengo en la vida. Lo único que me queda.
Un abrazo tibio y punto final. En ese momento, aún no sabía que jamás los volvería a ver, salvo en un par de ocasiones a la salida del instituto, parapetado él tras la marquesina de la parada de guaguas. Hasta que dejó de hacerlo, porque el dolor de verlos desde su escondite, de saberlos extranjeros a su mundo, era mayor que el de su ausencia.
Un rayo le atravesó el pecho, un rayo de dolor y amargura que lo dejó sin aliento. La vieja manta desistió de abrigarlo ante las embestidas de una brisa que llegaba ya helada. La respiración se tornó agitada y cerró los ojos para intentar devolverle la calma. Un nuevo recuerdo lo asaltó entonces: su llegada a la casa de Elías, antiguo compañero del instituto y uno de los pocos amigos que no lo abandonó en su travesía del desierto. Se acercó a él en busca de refugio tras ser arrojado de la que ya no sería nunca más su casa. Esa casa en que su puesto sería ocupado por el amante de Irene, muy pronto nuevo padre de sus hijos, nuevo dueño de su cama, nuevo protagonista de la vida de la que él había sido expulsado: a rey muerto, rey puesto. Elías vivía en Agüimes, bello pueblo del sureste de la isla, suficientemente lejos de Las Palmas como para sentirse en otro mundo, suficientemente cerca como para revisitar la ciudad cuando la necesidad apremiara. Lo acogió de buen grado, pero no para toda la vida, le advirtió. «Tienes que inventarte un camino nuevo, tu propio camino, y eso incluye trabajo, casa, y si te falta compañía, mujer u hombre, tú verás lo que más te conviene».
A Elías le convenían más los hombres, pero sin compromisos. En la variedad está el gusto, repetía. Vivía solo en una casa antigua, terrera y rehabilitada. Le entregó una llave a Ildefonso y le preparó la habitación de invitados.
Pero una cosa es cultivar el afecto con una oveja descarriada y otra acogerla en tu casa. La amistad tiene sus límites; los territorios personales, sus fronteras, e Ildefonso invadió demasiadas veces el de Elías, añadiendo al barullo interior del amigo el suyo propio. Bien están los amigos para acoger la tristeza ajena, pero las voces incesantemente plañideras terminan contaminándolo todo, venciendo la resistencia del otro. Si alguien tiene basura que expulsar, no permitas que te convierta en su vertedero, había oído decir Elías, y tenía la lección bien aprendida. Las copas ingeridas a todas horas no ayudaron a mejorar la situación: Elías se las echaba sin remilgos de vez en cuando, pero el alcoholismo de su amigo alcanzaba otra dimensión, y tuvo que señalarle, él también, el camino de la salida.
No le quedó más remedio que acudir a sus hermanos. Verónica y Javier lo habían dado por perdido desde que se sumió en la desesperanza y la bebida. Ambos esgrimieron pretextos diversos para no acogerlo en su casa. «Se ha cargado a su propia familia —comentaron entre ellos—, no podemos permitir que también se cargue a las nuestras.» Quedaban así rotos los lazos trenzados desde los años de la infancia hasta...