E-Book, Spanisch, 175 Seiten
Reihe: Ilustrados
London La llamada de lo salvaje
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16440-70-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 175 Seiten
Reihe: Ilustrados
ISBN: 978-84-16440-70-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
AUTOR Jack London (San Francisco, 1876 - Glen Ellen, 1916). John Griffith Chaney. Novelista y cuentista estadounidense de obra muy popular, en la que figuran clásicos como La llamada de la selva (1903), que llevó a su culminación la aventura romántica y la narración realista de historias en las que el ser humano se enfrenta dramáticamente a su supervivencia. Muchos de sus títulos han alcanzado difusión universal. En 1897 London se embarcó hacia Alaska en busca de oro, pero tras múltiples aventuras regresó enfermo y fracasado, de modo que durante la convalecencia decidió dedicarse a la literatura. Un voluntarioso período de formación intelectual incluyó heterodoxas lecturas (desde Kipling a la filosofía de Nietzsche) que le convertirían en una mezcla de socialista y fascista ingenuo, discípulo del evolucionismo y al servicio de un espíritu esencialmente aventurero. ILUSTRADOR Javier Olivares (Madrid, 1964). Ilustrador e historietista. Su carrera comienza en 1985 y está ligada a revistas como Madriz, Medios Revueltos o Nosotros Somos los Muertos. Sus ilustraciones han aparecido en periódicos como El País o El Mundo. Ha publicado varias monografías sobre su trabajo, algunas nominadas a Mejor Obra en el Salón del Cómic de Barcelona, y sus trabajos han sido merecedores de numerosas exposiciones nacionales e internacionales. En 2015 ha recibido el Premio Nacional de Cómic por Las Meninas. Para Nórdica ha ilustrado El perro de los Baskerville, Lady Susan y El paraíso de los gatos.
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2. La ley del garrote y el colmillo
El primer día de Buck en la playa de Dyea fue como una pesadilla. A cada momento le sobrevenía una sorpresa desagradable. Lo habían arrancado de manera repentina del centro de la civilización para arrojarlo bruscamente al corazón mismo de lo primitivo. La suya ya no era una vida regalada, acariciada por el sol, sin otra cosa que hacer que haraganear y pasar el rato. Aquí no había paz ni descanso, ni un solo momento de seguridad. Todo era acción, un desorden confuso; no había instante en que su vida o su cuerpo no corrieran peligro. Era necesario estar siempre alerta porque aquellos perros y aquellos hombres no eran perros ni hombres civilizados. Eran todos salvajes que no conocían más ley que la del garrote y el colmillo.
Nunca había visto perros que pelearan como lo hacían aquellas fieras lobunas, y su primera experiencia le enseñó una lección inolvidable. Cierto que fue experimentada por otro, pues de haberla vivido en carne propia, no habría sobrevivido para sacar provecho de ella. Curly fue la víctima. Habían acampado cerca del almacén de leña, y Curly, con su talante cordial, se acercó a un fornido husky del tamaño de un lobo adulto, aunque apenas la mitad de su tamaño. No hubo advertencia previa, solo una embestida fulminante, un choque metálico de dientes, una retirada igualmente veloz, y la cara de Curly quedó desgarrada desde el ojo hasta la mandíbula.
Era así como peleaban los lobos: atacaban y se retiraban; pero aún le quedaba más por ver. Treinta o cuarenta perros esquimales corrieron hasta el lugar para formar un círculo alerta, silencioso, en torno a los combatientes. Buck no comprendía aquel silencio expectante ni tampoco la ansiedad con la que se relamían. Curly se abalanzó sobre su adversario, que volvió a atacar y dio un salto hacia el costado. El husky recibió la siguiente acometida con el pecho de forma tan decidida que hizo perder el equilibrio a Curly; y ya no volvió a recobrarlo. Esto era lo que el círculo de perros estaba esperando. Cerraron el círculo en torno a ella, gruñendo, aullando, y Curly, entre alaridos de agonía, quedó sepultada bajo aquella masa de cuerpos peludos.
Aquello fue tan inesperado, tan repentino, que Buck quedó desconcertado. Vio a Spitz sacando su lengua escarlata, pues así se reía, y vio a François, hacha en mano, cargar contra aquel revoltijo de perros. Tres hombres armados con garrotes le ayudaron a dispersarlos. No les llevó mucho tiempo. A los dos minutos de haber sucumbido Curly, los últimos asaltantes fueron ahuyentados a garrotazos. Pero ella yacía allí, deshecha y sin vida sobre la nieve pisoteada y ensangrentada, hecha literalmente pedazos, y de pie junto a ella el moreno mestizo blasfemando, enfurecido. A menudo, esta escena venía a turbar los sueños de Buck. De modo que así eran las cosas: nada de juego limpio. Una vez en el suelo, estabas perdido. Ya se las arreglaría él para mantenerse siempre erguido. Spitz volvió a reír y sacó la lengua, y desde aquel momento Buck le profesó un odio amargo e implacable.
Antes de haberse recobrado de la conmoción que le provocó la trágica muerte de Curly, Buck experimentó otra peor. François le sujetó al cuerpo un aparejo de correas y hebillas. Era un arnés semejante al que había visto poner a los mozos sobre los lomos de los caballos del juez Miller. Y tal como había visto faenar a los caballos, así tuvo que ponerse a trabajar él, tirando del trineo para llevar a François hasta el bosque que bordeaba el valle y regresar con una carga de leña. Aunque su dignidad resultó íntimamente herida al verse convertido en animal de carga, fue lo bastante prudente como para no rebelarse. Se entregó con afán a la tarea y se esforzó al máximo, por más que todo le parecía nuevo y extraño. François era severo, exigía obediencia inmediata y la lograba en el acto a golpe de látigo; por su parte, Dave, que era un experimentado perro de varas, mordisqueaba los cuartos traseros de Buck cada vez que este cometía un error. Spitz, que era el que guiaba, era igualmente experimentado, pero como no siempre podía acercarse a Buck, le lanzaba de vez en cuando gruñidos de reproche o echaba astutamente su peso sobre las riendas para forzarlo a seguir el rumbo correcto. Buck aprendía con facilidad y, bajo la tutela conjunta de sus dos colegas y de François, realizó notables progresos. Antes de regresar al campamento ya sabía que ante un ¡so! tenía que detenerse y ante un ¡arre!, además de avanzar, trazar las curvas con amplitud y mantenerse alejado del perro de varas cuando el trineo cargado se le venía encima, bajando a toda velocidad por una pendiente.
—Tres perros mucho buenos —le comentó François a Perrault—. El Buck tirar como demonio. Yo enseñarle así deprisa.
Por la tarde, Perrault, a quien le urgía ponerse en camino con el correo, regresó con otros dos perros. Billee y Joe, pues así los llamaba, eran hermanos y esquimales de pura raza. Aunque hijos de la misma madre, eran como el día y la noche. El único defecto de Billee era su carácter excesivamente amable, mientras que Joe era justo lo contrario: hosco e introvertido, siempre gruñendo y con la mirada atravesada. Buck los recibió con mucha camaradería, Dave no les hizo el menor caso, mientras que Spitz se puso a provocar primero a uno y después al otro. Billee meneaba la cola con gesto apacible, salió corriendo cuando vio que esto no servía de nada y emitió un gruñido (aun en tono conciliador) cuando los afilados dientes de Spitz le dejaron una marca en el lomo. En cambio, Joe, por muchas vueltas que diera Spitz, giraba en redondo sobre las patas traseras y le hacía frente: los pelos erizados, las orejas echadas hacia atrás, la boca contorsionada enseñando los dientes, lanzando dentelladas a diestro y siniestro con un brillo diabólico en los ojos: la encarnación misma del terror más violento. Tan terrible era su aspecto que Spitz no tuvo más remedio que renunciar a someterlo; y, para disimular su propia incomodidad, se desquitó corriendo tras el inofensivo y quejoso Billee, persiguiéndolo hasta los confines del campamento.
Al anochecer, Perrault apareció con otro perro, un viejo husky largo, enjuto y adusto, con el rostro plagado de cicatrices y un solo ojo que parecía avisar de proezas dignas del mayor respeto. Se llamaba Sol-leks, que significa «el Iracundo». Al igual que Dave, no pedía nada, no daba nada, no esperaba nada; y cuando con lentitud y parsimonia se juntó al resto del grupo, hasta Spitz lo dejó en paz. Tenía una peculiaridad que Buck tuvo la mala suerte de descubrir. No toleraba que se le acercasen por el lado del ojo ciego. Buck cometió sin querer esa ofensa, y solo se enteró de su indiscreción cuando Sol-leks se revolvió bruscamente contra él y le desgarró un hombro hasta el hueso. A partir de entonces, Buck evitó acercarse a él por el flanco del ojo ciego y durante todo el tiempo que estuvieron juntos no volvió a tener problemas. La única ambición aparente de Sol-leks, igual que la de Dave, era que lo dejaran en paz; aunque, según Buck habría de saber más adelante, cada uno de ellos tenía otro deseo mucho más vital.
Aquella noche, Buck tuvo que afrontar el gran problema de dormir. La tienda, iluminada por una vela, resplandecía cálida en medio de la llanura helada; y cuando, con toda naturalidad, se metió dentro, Perrault y François lo recibieron insultándolo y lanzándole todo tipo de utensilios de cocina hasta que, recobrado de su sorpresa, escapó ignominiosamente hacia el frío exterior. Soplaba un viento helado que lo entumecía, mordiéndole con especial crudeza la paletilla herida. Se echó en la nieve para intentar dormir, pero enseguida la helada lo obligó a incorporarse, tiritando. Abatido y desconsolado, anduvo errante por entre las numerosas tiendas, solo para acabar descubriendo que cada rincón era tan frío como cualquier otro. De vez en cuando se le echaba encima algún perro salvaje, pero él erizaba la pelambre del pescuezo y gruñía (pues estaba aprendiendo a toda velocidad) y lo dejaban pasar sin molestarlo más.
Finalmente se le ocurrió una idea. Regresaría para ver cómo se las arreglaban sus compañeros de equipo. Cuál no sería su sorpresa al comprobar que todos habían desaparecido. De nuevo deambuló por todo el campamento buscándolos y de nuevo volvió al punto de partida. ¿Estarían dentro de la tienda? No, no podía ser; de lo contrario, a él no lo hubiesen echado. Entonces, ¿dónde podían estar? Con el rabo entre las patas, temblando, se puso a dar vueltas y más vueltas, acongojado, alrededor de la tienda. De pronto, la nieve cedió y, al hundirse sus patas delanteras, Buck sintió que algo se agitaba. Dio un salto atrás, gruñendo alarmado, temeroso ante lo invisible y lo desconocido. Pero un pequeño ladrido amistoso lo tranquilizó, y se acercó a investigar. Una vaharada de aire tibio subió hasta su hocico: allí, hecho un compacto ovillo bajo la nieve, estaba Billee. Gañía conciliador, y mientras se retorcía y se revolvía en su sitio como prueba de buena voluntad, se aventuró incluso, en solicitud de paz y de buenas intenciones, a lamerle a Buck la cara con su lengua tibia y húmeda.
Otra lección. De modo que era así como lo hacían, ¿eh? Con gran aplomo, Buck eligió un lugar y con muchos aspavientos y derroche de energías se cavó un agujero. En un santiamén, el calor de su cuerpo llenó aquel reducido espacio y se quedó dormido. El día había sido largo y trabajoso, y Buck durmió profundamente, cómodo, aunque bufó y ladró, luchando en medio de pesadillas.
No abrió los ojos hasta que lo desvelaron los...