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E-Book, Spanisch, 527 Seiten

Lizalde Nueva memoria del tigre

Poesía (1949-2000)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-607-16-7927-7
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

Poesía (1949-2000)

E-Book, Spanisch, 527 Seiten

ISBN: 978-607-16-7927-7
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
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Recorrido por una obra que comenzó en el poeticismo y en las ansias juveniles por desentrañar la secreta maquinaria de la poesía y desembocó en una impecable y poderosa voz que se ha expresado en los más variados registros: el amor descarnado, la antisolemnidad, la persecución de la esencia de las palabras, la soledad y la búsqueda filosófica.

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Historia y despropósito


 
 
 
Una forma infalible de suicidio literario suele ser una antología que recoja textos de 30 años atrás, por más empeño que el autor ponga en su selección y por más hondo que hunda el peine en ella. Son riesgos fatales del oficio.

Pero es suicida en especial —incluso en el caso de gente superiormente dotada— la exclusiva recopilación de textos escritos o publicados casi en la adolescencia y en la temprana juventud, sobre todo cuando fueron erráticas, caprichosas, subdesarrolladas, nada brillantes e imprecisas las vías iniciales de formación estética y cultural del que se autoantologa. Ésta es la cruel y ociosa forma de suicidio a la que me expone este libro documental, sólo justificado porque servirá para impedir que otros consumen más tarde esta misma desastrosa antología para victimar, por cuenta ajena, al autor.

Soy, se ha dicho, escritor de maduración tardía —si es que he madurado realmente—, pero escribí poemas desde niño y, a los 13 años o 12, me consideraba capaz de llevar adelante de manera genial cuando menos tres carreras: la de cantante, la de pintor y la de poeta. Me parecía posible, en breve tiempo, ser cuando menos Titta Ruffo, Miguel Ángel y Góngora si me empujaban vientos propicios.

Eran sueños sin fundamento, pues muy provinciano andaba yo a los 15, durante mi preparatoria en la Universidad de Puebla, y muy en la ruta del peor romanticismo y el más despistado modernismo. La peligrosa costumbre de coleccionar reliquias familiares que tiene mi madre, me ha hecho descubrir esos primeros lamentables sonetos, cuya escritura alentaba mi padre para enseñarme los misterios de la más simple artesanía:

¿Por qué placer, si pareciste un siglo

te volviste de pronto raudo instante,

y tú, dolor efímero y punzante

dejaste vivo el colosal vestiglo?

Y como ésos, otros grandilocuentes endecasílabos que mal seguían los pasos del más empalagoso Amado Nervo.

De ese pueblerino rumbo me empezarían a sacar en esos años amigos algo mayores que yo, como Héctor Silva Andraca, que escribía buena prosa y me empujó a la lectura del mejor López Velarde, de los españoles del 27 o de los Contemporáneos.

Otros me llevarán a la devoción por los poetas clásicos españoles, como nuestro bohemio y loco mayor, Saturnino Téllez, que acariciaba de contrabando los manuscritos del madrigal de Gutierre de Cetina en la Biblioteca de los Carolinos, y proponía en tono serio la alteración subrepticia del original, para rendir homenaje a una joven maestra, de nombre Clara, de la que estaba enamorado. Así el madrigal hubiera dicho: “Ojos de Clara, serenos…”

Téllez, ya profesor y hombre hecho, paseaba conmigo por los hermosos y suntuosos corredores del Colegio Carolino para sorprenderme con alguna otra ficción, convencerme de que era hermano ignoto de Orson Welles o de que cierta madonna colocada en el cubo de una escalinata era obra auténtica del Sasso Ferrato y demostrarme el parecido asombroso que tenía con el cuadro del mismo pintor (una Cabeza de virgen), que había en la pinacoteca de San Carlos. Téllez, por supuesto, afirmaba haber estudiado el óleo con el auxilio de los mayores técnicos y curadores italianos.

Esta Autobiografía de un fracaso. El poeticismo, debería ser un libro que rememorara, con humor y fervor, la hecatombe (sólo la parte que me toca a mí) de toda una experiencia artística de adolescencia, que dejó ver alarmantemente sus huellas perniciosas en los poemas y cuentos que perpetraba ya el autor en la nada juvenil tercera década de su edad. Por ahora, me sirve el título para dar pie a la publicación de una serie de ¿poemas? inéditos (leídos y conocidos en su época sólo por el reducido grupo de amigos y enemigos que los poeticistas frecuentábamos alegremente) y que son, a todas luces, desde el punto de vista estético, materiales generalmente nefastos. Junto a los inéditos, se reproducen los escasos poemas rigurosamente poeticistas que publiqué en 1949 y 1950, lo mismo que otros textos posteriores que padecían de la misma dolencia.

Insisto en subrayar la intención contenida en las palabras autobiografía de un fracaso, porque pienso que no puedo, ni tengo por qué juzgar el, ni hablar del buen o mal éxito que hayan tenido artísticamente —en la de todas maneras ignota experiencia poeticista— mis camaradas literarios de entonces. Sea lo que sea, los poeticistas de tiempo completo nunca pasamos de tres, aparte de la muy joven y talentosa Rosa María Phillips y de otros cómplices de nuestra edad (que también tenían talento pero escribían escasamente), como Arturo González Cosío y David Orozco Romo —siempre más sinarquista que poeticista—.

Los poeticistas éramos, inicialmente, desde 1948, el que esto escribe y Enrique González Rojo, que navegábamos con natural petulancia por el kindergarten del mundo literario bajo la mirada paternal del poeta Enrique González Martínez (abuelo de aquél), que andaba entonces cerca de los ochenta años y toleraba, estupefacto, pero cordial y animoso, todas las atrocidades teóricas y líricas de las creaciones poeticistas.

No es éste el momento ni el espacio para hablar con todo detalle de lo que era, desde mi punto de vista, la arrogante locura del programa poeticista, cuya paternidad infantil nos disputábamos González Rojo y yo de vez en cuando, como si hubiera habido siquiera indicio de que la cosa significara alguna gloria y algún hallazgo verdaderos (haré más adelante un resumen lo más imparcial y apretado posible, del asunto).

Para beneficio de la humanidad, fue corta la vida eufórica del poeticismo. Yo no alcancé a publicar ninguno de mis libros poeticistas que, de todas maneras, hubieran resultado más novedosos, heroicos, repelentes y divertidos que mi espantoso primer libro de 1956 (La mala hora), que no era ya sino un degradado híbrido de poeticismo vergonzante y escolar marxismo. El único libro, y el último, de poeticismo on the rocks que se publicó fue Dimensión imaginaria (Ensayo poeticista) (1952), de Enrique González Rojo. Míos no se publicaron más textos estrictamente poeticistas que el soneto “Martirio de Narciso” (1950), del que se hablará más adelante y que, según creo, fue el primer texto oficialmente poeticista que ofendiera la letra impresa. González Rojo asestó una conferencia, o varias, sobre el mismo soneto al sufrido círculo de asistentes que llegaba a las charlas semanales de don Enrique González Martínez en casa de su amigo Ignacio Helguera. Dimos tal guerra con el famoso soneto y lo embarramos tal cantidad de veces en los oídos de los resistentes miembros de aquella reunión amable, que don Enrique se vio generosamente obligado a hacerme el primer elogio (y el último: el poeta murió en 1952) por mis aberrantes producciones poeticistas: “se salió usted de fuste con ese soneto”, me dijo, y yo me quedé muy orgulloso por el primer sincero (eso creí) e inmerecido elogio que me hacía un poeta importante, al que yo me sabía de memoria desde niño y recitaba en las reuniones familiares, aunque ya entonces me interesaran más que los suyos, los poemas de generaciones posteriores y anteriores.

Para defender el libro Dimensión imaginaria, que con ilustraciones de Salvador Elizondo publicó Cuadernos Americanos (Elizondo tenía 18 años), salí enérgico y equivocado a la pública palestra. Mi artículo apareció en las páginas del suplemento de El Nacional, que dirigía Juan Rejano, y era una encendida réplica a una crítica de Salvador Reyes Nevares sobre el libro y los poeticistas. También di tan entusiasta como consecuente y solemne apoyo moral a Enrique González Rojo cuando llevamos el imponente borrador de su Teoría poeticista y su manuscrito titulado Fundamentación filosófica de la teoría poeticista y Prolegómenos al poeticismo (cuyas infinitas páginas eran mi admiración, aunque jamás las leí sino muy fragmentariamente) nada menos que a don Alfonso Reyes, quien nos recibió en la Capilla Alfonsina y, al ver el espesor temible de los textos y escuchar nuestras amenazantes desmesuras estéticas, se estremeció hasta lo más profundo de su erudito y noble ser, nos enseñó sus ficheros y se desempeñó como un consumado experto para desembarazarse versallescamente de dos jóvenes atorrantes.

Por mi parte, no publiqué y no exhibí nunca los textos “teóricos” poeticistas de mi cosecha que eran en sus primeros apuntes muy tentaleantes y apresurados (mi formación juvenil era más pobre que la de G. R.), aunque los pulí y modifiqué durante largo tiempo, sobre todo a partir de la época en que decidimos lanzarnos formalmente al estudio de la filosofía e iniciamos lecturas sistemáticas de la Crítica de la razón pura de Kant, de las Meditaciones cartesianas de Husserl (cuya traducción del quinto capítulo, perdido por Gaos al salir de España, leíamos orgullosa y medianamente en la versión francesa de mademoiselle Peiffer), de Esencia y formas de la simpatía de Scheler, de la Investigación sobre el entendimiento humano de Hume, etc., hasta nuestro ingreso tardío en la Facultad de Filosofía (1952), que significaba para mí el parcial abandono de los estudios musicales en la Escuela Superior de Música. En cuanto a los textos teóricos, fui arrostrando poco a poco, durante la parafernalia cíclica de mis múltiples mudanzas de domicilio en la ciudad, la saludable y profética labor de irlos echando...



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