Lively | Vida en el jardín | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 193, 224 Seiten

Reihe: Impedimenta

Lively Vida en el jardín


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-16-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 193, 224 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17553-16-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



¿Fue antes la escritora o el jardín?Penelope Lively se embarca en un fascinante viaje a través de los jardines que han marcado su vida. Desde el gran jardín de la casa en la que se crio, en El Cairo, hasta el que tenía su abuela en los inclinados campos de Somerset, pasando por la exuberante floresta de 'El paraíso perdido' de Milton y los coloridos laberintos de 'Alicia en el País de las Maravillas', así como los jardines de escritores, como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Philip Larkin. Literatura, mujer y naturaleza. Un embriagador recorrido que nos lleva de vuelta al hogar primigenio de la humanidad. A medio camino entre autobiografía, reflexión filosófica y cadena de digresiones, esta maravillosa recopilación de jardines eleva a Penelope Lively a la cumbre de la narrativa contemporánea.

Penelope Lively nació en El Cairo en 1933. Pasó su infancia en Egipto, pero a los doce años fue enviada a Inglaterra. Estudió Historia Moderna en el St. Anne's College de Oxford. Saltó a la fama con Astercote (1970), su primera obra publicada, y desde entonces se ha consolidado como autora de literatura infantil, recibiendo importantes galardones como el Premio Whitbread al mejor libro infantil. Su primera incursión en la literatura para adultos, The Road to Lichfield (1977), fue nominada para el Premio Booker, galardón que ganaría en 1985 gracias a Moon Tiger. Sus obras indagan en el poder de la memoria como arma individual, así como en las diferencias entre los testimonios oficiales y los relatos personales.

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Introducción
Virginia Woolf atiende el jardín un día de mayo, y eso me hace pensar en la curiosa relación de proximidad que existe entre la jardinería como realidad y como metáfora. La feroz parábola de Beatrix Potter sobre la superioridad de los valores rurales —El cuento de Juanito Ratón de Ciudad— invita a examinar minuciosamente el tradicional antagonismo entre la ciudad y el campo. Los jardines de las praderas, creados por los pioneros estadounidenses, que retrata Willa Cather son un recordatorio de que, si bien la jardinería es control y conquista de la naturaleza, también constituye un desafío al tiempo. El jardín de mi abuela, profundamente influida por Gertrude Jekyll, tanto en su concepto de paisajismo como en las especies que plantaba, me mueve a considerar los avatares de las modas paisajísticas. Además de la escritura, las dos actividades que he desempeñado principalmente en mi vida han sido la lectura y la jardinería. Ambas han estado ligadas en cierto modo, ya que siempre presto atención cuando un escritor conjura un jardín, cada vez que la jardinería se convierte en un elemento de ficción. Esa presencia me hace cavilar y preguntarme: ¿es ese un jardín deliberado o solo fortuito? Y lo cierto es que su presencia es casi siempre deliberada: un jardín ideado para servir a un propósito narrativo, para crear ambiente, para amueblar a un personaje. De modo que, en este libro, el jardín ficticio actúa como una invitación a recapacitar sobre lo que para nosotros han supuesto los jardines y la jardinería a lo largo del tiempo. ¿Por qué razón y cómo practican las personas la jardinería? ¿Por qué y cómo la han practicado? Será necesario tocar el plano personal. Si uno ha practicado la jardinería, cualquier referencia a jardines, plantas y actividades de jardinería le toca la fibra sensible. ¿Me interesa esto? ¿He probado aquello? Así que tiene que existir una hebra de la memoria enroscada a todo lo demás: una vida en el jardín. Desde mi primer jardín suburbano, donde mi marido y yo rescatamos y plantamos cuidadosamente un montón de matitas de epilobios porque no sabíamos qué eran, hasta esos pocos metros cuadrados en Londres que tan esenciales resultan hoy y donde todavía puedo extasiarme con el brote de un nuevo eléboro o susurrarle a la maceta de campanillas de invierno ubicada a propósito en un lugar que me permite verla desde la ventana. Yo me crie en un jardín. Casi literalmente, porque se trataba de un caluroso y soleado jardín en Egipto, donde buena parte de la vida cotidiana se desarrollaba al aire libre. Vivíamos en una de las tres casas construidas a las afueras de El Cairo a comienzos del siglo xx, una suerte de enclave foráneo rodeado de cultivos de caña de azúcar y de trébol, de canales y aldeas de adobe. Las tres casas contaban con extensos jardines, y mi madre había organizado el nuestro al más puro estilo inglés, con extensiones de césped, rosaledas, estanques de nenúfares y paseos apergolados, aunque hubo de hacer concesiones al clima local y a las especies que en él medraban, como eran las poinsetias, las lantanas, las zinnias, las cinerarias y las buganvillas. No obstante, sí que llegó en una ocasión a plantar bulbos de narciso, los cuales, legítimamente sobrecogidos por lo que se exigía de ellos, dieron luz a unos pocos tallos altos y débiles. Pero, para mí, el jardín era una especie de paraíso íntimo, hondamente personal, con escondites que solo yo conocía: una hamaca de ramas en un seto, donde me tumbaba a leer Vencejos y amazonas y Cuentos de Troya y Grecia; un particular eucalipto con el que me sentía en comunión animista; el jardín acuático a la sombra de los bambúes, donde se concentraban los renacuajos en torno a las raíces de las calas… Todavía puedo dibujar un mapa de aquel jardín, con todo detalle. Hoy ya no existe; hace tiempo que toda esa zona fue engullida por la expansión urbana de El Cairo, pero cuando visité el lugar hace treinta años sentí que su recuerdo debía seguir al acecho, debajo de las chabolas y de los escombros, un recuerdo de árboles y hierba y flores y el fantasma de mi propio alter ego. En lo que a mí respecta, la jardinería se lleva en los genes y se transmite por la línea materna. En mi familia empezó con mi abuela Beatrice Reckitt, quien creó un magnífico jardín a partir de la tabula rasa de un terreno en pendiente en Somerset, en el que no faltaron una acequia y un jardín de rosas rehundido al estilo Gertrude Jekyll, extensiones de césped y saltos de lobo, huerto, casita de verano y cobertizo: todos los atributos de un jardín con mayúscula. Su hija, Vera, mi madre, plantó un jardín inglés en Egipto. Yo me gradué en un pequeño terreno suburbano y de ahí pasé a cuidar sucesivamente dos jardines en Oxfordshire, por uno de los cuales discurrían dos riachuelos. Mi hija, Josephine, practica la jardinería de una manera mucho más versada que cualquiera de nosotras; música de profesión, oboísta en concreto, asistió a varios cursos de la Real Sociedad de Horticultura hace muchos años, sacando tiempo de donde no lo tenía, y ahora ejerce la jardinería en Londres y en Somerset con una profesionalidad que admiro y envidio. Y parece que su hija Rachel, también música, apunta maneras: el compromiso que desarrolló para con unos guisantes de olor el año pasado dice mucho. Una no descubre su potencial como jardinera hasta que no dispone de un espacio propio para cultivar, aunque solo sea una humilde maceta. Nuestro pequeño terreno suburbano fue todo un aliciente para Jack y para mí. Aunque es posible que él también adoleciese de cierta compulsión genética: su padre había practicado la jardinería casi con fanatismo en el jardín de la casa de protección oficial donde vivían en Newcastle. Un jardín donde se evitaba todo gasto posible, donde el cuadrante de césped lo conformaban terrones de hierba excavados del borde de la carretera, donde todo se cultivaba a partir de semillas y donde las semillas se recolectaban y guardaban siempre para el año siguiente, un jardín donde las judías verdes se codeaban con las malvarrosas, y donde las lechugas se alternaban con alyssum y lobelias. Todo lo opuesto al extenso jardín de mi abuela en Somerset, aunque ambos frutos del mismo arrojo y compromiso. La necesidad de practicar la jardinería trasciende la condición social, lo que explica la implantación de huertos urbanos, de los cuales hablaremos más adelante, y la energía floral que desprenden los pequeños jardines delanteros de las casas por todo el país. Recuerdo cómo maravilló la exuberancia de junio a una amiga norteamericana que vino a Inglaterra de visita: «En este país todo el mundo cultiva una rosa». Si «tres acres y una vaca» fue el eslogan empleado por los partidarios de la reforma agraria en el siglo xix, hoy el requisito sería un pedazo mínimo de tierra donde una persona pudiese plantar algo, lo que fuera, hundir las manos en la tierra y desafiar al tiempo. Cultivamos para mañana, y aun para después. Cultivamos con expectación, y esa es la razón de que resulte tan estimulante. Cuando se practica la jardinería, una deja de estar atrapada en el aquí y el ahora; piensas en el ayer, y en el mañana, piensas en cómo se dio esto o aquello el año pasado, forjas tus esperanzas y tus planes para el año siguiente. Y en mi caso está, además, la sensación de perpetuo asombro que me producen ese frenesí por medrar, la tenacidad de la vida vegetal, el dictado imparable de las estaciones. Mientras escribo, a finales de invierno, las primeras campanillas de invierno han empezado a asomar de la tierra, las rosas tapizantes presentan pequeños capullos rojos que me dicen que recuerdan lo que tienen que hacer cuando llegue junio, una solitaria flor blanca de choisya desafía la estacionalidad, pero se muestra obediente, pues los días son ahora un poco más cálidos y ha llegado el momento de ponerse manos a la obra. Las cosas sucederán lo quieras o no, así están programadas, pero lo que tiene esto de dedicarse a la jardinería es que puedes manipular ese maravilloso proceso, ingeniar, dirigir. No obstante, es mucho lo que se resistirá a ser dirigido, claro está. Las malas hierbas contratacarán. Caer en el antropomorfismo al escribir sobre jardinería —me estoy dando cuenta— es inevitable: no es que las malas hierbas crezcan, es que lo hacen con empeño, crecen con agresividad. Bueno, eso es así, como bien sabe cualquier jardinero. Se cuelan a hurtadillas y se enjambran en cuanto les das la espalda. Siempre tienes la sensación de que el jardín es una entidad viva, con su propia agenda —centenares de agendas en conflicto—, y de que tú ejerces el control solo hasta cierto punto, una relación precaria en la que no está claro quién lleva la voz cantante. Caprichosa, diría yo, y quizá esta visión animista sea solo el efecto perdurable de mi inmersión en Alicia en el País de las Maravillas y en A través del espejo durante la niñez: «Claro que podemos hablar —dice la azucena atigrada—, siempre y cuando haya alguien a quien merezca la pena hablar». Las flores hacen comentarios insolentes sobre Alicia (del mismo modo que tienden a hacer los adultos con los niños). «Tienes el color adecuado, que ya es mucho.» «Empiezas a marchitarte, ¿lo sabías?, y, claro, cuando eso ocurre, una no puede evitar que se le desordenen un poco los pétalos.» El jardín literario pudo actuar como aliciente, en mi caso, a una edad muy temprana, mientras leía en aquel espacio íntimo dentro de un seto egipcio y leía con ese ensimismamiento tan único...



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