E-Book, Spanisch, 376 Seiten
Reihe: Especiales
Liebling La dulce ciencia
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-949879-3-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 376 Seiten
Reihe: Especiales
ISBN: 978-84-949879-3-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
A.J. Liebling, Nueva York (EE.UU.), 1904 - 1963 Periodista estadounidense estrechamente asociado a The New Yorker desde 1935 hasta su muerte. Comenzó su carrera como periodista el Evening Bulletin, Providence (Rhode Island). Trabajó brevemente en la sección de deportes del New York Times, pero fue despedido y vivió en Francia hasta 1935, cuando volvió y se incorporó a The New Yorker. Durante la Segunda Guerra Mundial, trabajó como corresponsal de guerra y firmó muchas historias desde África, Inglaterra y Francia. Sus artículos de la guerra están recogidos en The Road Back to Paris (1944). Participó en los desembarcos de Normandía en el Día D, y escribió una pieza memorable sobre sus experiencias bajo fuego a bordo de una lancha de desembarco de la Guardia Costera de Estados Unidos frente a la playa de Omaha. Luego pasó dos meses en Normandía y Bretaña y estuvo con las fuerzas aliadas cuando alcanzaron París. Liebling recibió la Cruz de la Legión de Honor por parte del Gobierno francés por su información de guerra. Al terminar esta, volvió a la revista y empezó a escribir una columna llamada 'Wayward Press', en la que analizaba la prensa estadounidense. Liebling también era un ávido admirador del boxeo, las carreras de caballos y la comida, y escribía sobre estos temas con frecuencia. Durante la década de 1940, criticó activa y enérgicamente al Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes.
Weitere Infos & Material
«¡La Dulce Ciencia de los Moratones!».
Boxiana (1824)
«Había oído que las arremetidas de Ketchel eran tan rápidas que no eran fáciles de encajar; aun así, supuse que podría reventarle los morros a base de rectos. […] Tendría que haberlo tumbado pronto, pero llegué una fracción de una pizca tarde».
Philadelphia Jack O’Brien,
comentando en 1938 algo que había
sucedido mucho antes.
Es con Jack O’Brien, el Arbiter Elegantiarum Philadelphiae, con quien se inicia mi relación con el pasado histórico a través de la imposición de manos. Me sacudió, a modo de ejemplo pedagógico, y a él le había sacudido el gran Bob Fitzsimmons, a quien derrotó en 1906 por el título de los semipesados (Jack tenía una cicatriz que lo demostraba). A Fitzsimmons le había sacudido Corbett; a Corbett le sacudió John L. Sullivan; a este, Paddy Ryan, con los puños desnudos; y a Ryan le sacudió Joe Goss, su predecesor, que en su juventud había comprobado la dureza de los nudillos del gran Jem Mace. Es toda una emoción sentir que lo único que te separa de los primeros victorianos es una sucesión de puñetazos en la nariz. Desconozco si el profesor Toynbee tendrá una relación tan cercana con sus fuentes.[1] La Dulce Ciencia está unida al pasado como el brazo al hombro.
Me parece inconcebible que tal encadenamiento de golpes pudiera llegar a extinguirse, pero tengo que reconocer que estamos entrando en un periodo de talentos menores. La Dulce Ciencia ha sufrido este tipo de abatimiento con antelación, como sucedió en el largo periodo —señalado por Pierce Egan, el gran historiador de Boxiana— entre la derrota de John Broughton en 1750 y la aparición de Daniel Mendoza en 1789, o los más recientes Años Oscuros entre la retirada de Tunney en 1928 y el ascenso de Joe Louis a mediados de la década de 1930. En ambos periodos se sucedieron uno tras otro campeones de poco valor con la rapidez de los emperadores que siguieron a Nerón, sin que el público tuviera apenas tiempo para memorizar sus nombres. Cuando Louis apareció, noqueó a cinco de estos campeones mundiales: Schmeling, Sharkey, Carnera, Baer y Braddock. Este último ostentaba precisamente el título cuando Louis le sacudió. Transcurrida una década, dejó fuera de combate a Jersey Joe Walcott, quien, sin embargo, ganó el título cuatro años más tarde. La luz de Louis se extiende en ambas direcciones históricas y expone la insignificancia de lo que lo precedió y de cuanto lo siguió.
Cierto es que existen determinadas circunstancias generalizadas en la actualidad, como el pleno empleo y la permanencia en el sistema escolar hasta una edad avanzada, que militan contra el desarrollo de boxeadores profesionales de primer nivel (también militan contra el desarrollo de acróbatas, violinistas y chefs de cuisine de primera categoría). «Los tamborileros y los púgiles, para conseguir la excelencia, deben empezar jóvenes —escribió el gran Egan en 1820—. Es necesaria una peculiar destreza en las muñecas y tener los hombros ejercitados, algo que únicamente se consigue en paralelo al crecimiento y con la práctica». La exposición prolongada a la educación reglada entra en conflicto con la adquisición de estas destrezas, pero si un chico tiene verdadera vocación, puede hacer mucho en su tiempo libre. Tony Canzoneri, un muy buen peso pluma y ligero de la década de 1930, me contó una vez, por ejemplo, que no se puso un guante de boxeo hasta que cumplió los ocho años. «Pero, por supuesto, había peleado en las calles», señaló para explicar cómo había superado lo tardío de su inicio. Por otra parte, existen muchas zonas aún no arrasadas, como Cuba, el norte de África y Siam, que están empezando a producir muchos boxeadores.
La apremiante crisis en Estados Unidos, adelantándose a la que la mejora de las condiciones de vida puede conllevar, tiene su origen, no obstante, en la popularización de ese aparato ridículo llamado televisor. Este cachivache se utiliza para vender cerveza y cuchillas de afeitar. Los financiadores de las cadenas de televisión, al retransmitir un combate gratis casi cada noche de la semana, han arruinado de un derechazo los centenares de clubes de boxeo de ciudades pequeñas y barrios en los que los jóvenes tenían la oportunidad de aprender la profesión y los obreros de los guantes podían perfeccionar sus habilidades. De este modo, el número de buenos talentos en perspectiva se reduce año a año, mientras que al público estos comerciantes le piden ya que piense que un chaval con quizá diez o quince peleas a sus espaldas es un boxeador de primerísima categoría. Ni a las agencias de publicidad ni a las cerveceras —y mucho menos a las cadenas— les importa un comino si devuelven la Dulce Ciencia a un periodo de pintura costumbrista. Cuando esté en coma, encontrarán alguna otra vía para vender sus fruslerías.
Lo cierto es que las personas que dirigen las agencias de publicidad y las fábricas de cuchillas de afeitar tienen poca afinidad con los héroes de Boxiana. Un púgil, al igual que un escritor, tiene que defenderse por sí mismo. Si pierde, no puede convocar una reunión ejecutiva y descargarse con un vicepresidente o con el asistente del director de ventas. Y así, los profesionales de los guantes no están bien vistos por esos personajes nimios incapaces de vivir fuera de una organización. La hostilidad del luchador no se canaliza hacia su interior, como la del jugador de tenis de los domingos o la de la señora de un congresista. Sale al exterior de forma natural con el sudor, y cuando el trabajo está hecho, el púgil se siente bien porque se ha expresado. Los del tipo «cadena de mando», para quienes esto es intolerable, intentan racionalizar su envidia proclamando su inquietud por la salud del luchador. Si un boxeador, por ejemplo, acabara tan chiflado como Nijinsky, todos los puritanos gritarían: «¡Demencia pugilística!». Bien, ¿quién golpeó a Nijinsky? ¿Por qué no hay una campaña contra el ballet?[2] A las chicas les engorda las piernas… Y si un novelista que se alimenta exclusivamente de corazones de manzana consigue el Premio Nobel, los vegetarianos corearán que ese alimento repulsivo le ha fortalecido el cerebro. Pero cuando el premio es para Ernest Hemingway, quien durante años fue un boxeador no particularmente evasivo, nadie se levanta para subrayar que la percusión parece haber estimulado su intelecto. Albert Camus, el probable futuro nobel francés, también se ejercitó entre las cuerdas.
Estaba yo en el Neutral Corner, un bar de Nueva York, hace aproximadamente un año, cuando un anciano caballero de voz grave, nervudo, estirado y con el pelo cano, entró e invitó a los propietarios a la fiesta de su nonagésimo cumpleaños en otro local. El casi nonagenario no llevaba gafas, tenía las manos bien formadas, los antebrazos duros y parecía que cada uno de sus pelos, como en la vieja expresión portuaria, se lo hubieran clavado con un martillo. La tarjeta de invitación que dejó sobre la barra decía:
Billy Ray
Último Boxeador a
Puños Descubiertos Vivo
El último combate sin guantes en el que cambió de manos el campeonato mundial de los pesos pesados fue en 1882. El señor Ray no dejó que nadie más pagara una copa en el Neutral.
Mientras compartía su generosidad, pensé en todos los jugadores de tenis de su edad derribados por las trombosis y en los golfistas a los que tuvieron que sacar de los bancales de arena tras sufrir una oclusión coronaria. Si se hubieran dedicado en su momento a un deporte más saludable —reflexionaba yo—, quizá todavía estarían ejerciendo de presidentes de juntas directivas y editores veteranos, en lugar de tener sus nombres inscritos en placas conmemorativas. Pregunté al señor Ray en cuántos combates había participado y me respondió: «Ciento cuarenta. El último fue con guantes. Pensé que el deporte se estaba reblandeciendo, así que me retiré».
La última vez que estuve en Hanover (Nuevo Hampshire), el profesorado de la universidad caía a tal velocidad en las pistas de tenis que quienes organizaban un partido de dobles siempre llevaban a algún profesor asistente de reserva.
Esta discusión sobre la relativa salubridad de la Dulce Ciencia y sus sucedáneos afeminados es, no obstante, lo que mi amigo el coronel John R. Stingo[3] llamaría una digresión laberíntica.
Es ante la previsión de un difícil periodo estético inducido por la televisión por lo que he decidido publicar este libro ahora. Las memorias que en él se narran comprenden lo que pudiera ser el último ciclo heroico en mucho tiempo. La Segunda Guerra Mundial, que comenzó a afectar al boxeo estadounidense en 1940, con la llamada a filas, detuvo el desarrollo de nuevos talentos. Esto permitió a boxeadores previos a la guerra y ya entrados en años, como Joe Louis y Joe Walcott, mantener un dominio más largo del que cabría esperar en circunstancias normales. Alcanzados los últimos años de la década de 1940, cuando los primeros púgiles posteriores al conflicto bélico empezaban a brillar, la televisión clavó su zarpa en la tráquea de nuestra Amada Ciencia y ahora no hay clubes en los que pelear. Pero entre estas catástrofes aparecieron Rocky Marciano desde la ciudad zapatera de Brockton (Massachusetts) y Sandy Saddler, el peso pluma con brazos como picas, desde Harlem. Randy Turpin pareció, brevemente, poder ser el primer héroe pugilístico británico desde Jimmy Wilde. Marcel Cerdan dejó una...