E-Book, Spanisch, Band 66, 104 Seiten
Reihe: Literatura
Le Fort La última del cadalso
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-668-4
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Introducción de Victoria Howell
E-Book, Spanisch, Band 66, 104 Seiten
Reihe: Literatura
ISBN: 978-84-9920-668-4
Verlag: Ediciones Encuentro
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Gertrud von Le Fort nació el 11 de octubre de 1876 en Minden (Westfalia). Murió el 1 de noviembre de 1971 en Obersdorf (Baviera). Su familia, descendiente de hugonotes franceses, era profundamente cristiana, pero no católica. Ella se convirtió al catolicismo en 1925. Un año antes (1924), había publicado Himnos a la Iglesia, donde manifestaba un anhelo profundísimo de catolicidad, que sólo podía hallar satisfacción en el seno de Roma. En 1928 publicó El velo de Verónica, principio de una gran obra narrativa que vería su continuación dieciocho años más tarde en La corona de los ángeles. Estas tres obras están publicadas en ENCUENTRO. Entre sus obras traducidas al castellano, además de las citadas, podemos citar La mujer eterna, Las bodas de Magdeburgo, La última del cadalso o El Papa del Ghetto.
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París, octubre de 1794
Con razón me pondera usted en su carta, fidelísima amiga, la extraordinaria energía que en estas espantosas jornadas muestra a diario, ante la muerte, el llamado «sexo débil». Con admiración recuerda usted el comportamiento de la «noble» Madame Rolland, de la «real» María Antonieta, de la «magnífica» Carlota Corday y de la «heroica» señorita de Sombreul (me sirvo, como ve, de sus propios adjetivos). Termina usted con el sacrificio «enternecedor» de las dieciséis carmelitas de Compiègne, que subieron a la guillotina cantando el Veni Creator, y no olvida la emocionante voz de la joven Blanca de la Force, que acabó de cantar el himno que en aquéllas quedó roto por la cuchilla del verdugo. «Pero, ¡de qué forma tan asombrosa», dice usted terminando su animada carta, «se afirma en todas estas mártires de la realeza, de la Gironda y de la Iglesia perseguida, la dignidad de la naturaleza humana, frente a los embates de este caos horripilante!».
¡Dilecta discípula de Rousseau! Me admira, como siempre me admiró, esa actitud noble y serena de su espíritu, que le permite creer, de modo imperturbable, en la indestructible nobleza de nuestra naturaleza aun en medio del más tenebroso cataclismo del género humano. Sin embargo, también el caos es naturaleza, como lo son asimismo sus heroínas y las bestias humanas, y lo es igualmente el horror y el espanto. Yo estoy, querida amiga, más cerca que usted de los acontecimientos de París y, por lo mismo, éstos resultan para mí mucho más horrendos. Déjeme confesarle con toda sinceridad que en la emocionante presencia de ánimo de nuestras víctimas diarias, estoy inclinado a ver menos la dignidad de la naturaleza, que la llamada postrera de una cultura que se desploma (de esta cultura que, ¡ay!, mi querida amiga, hemos tenido que aprender a amar de nuevo): el riguroso buen tono que se sigue imponiendo al horror, o se impone en él en unos pocos, de una forma totalmente distinta.
Citaba usted a Blanca de la Force como la última de la ilustre serie. Pero, sin embargo, ésta no fue una heroína en el sentido que da usted a la palabra. En aquella tierna mano no se dio la grandeza de la naturaleza humana, sino antes bien la manifestación de la infinita fragilidad de todas nuestras fuerzas y de nuestra dignidad. Esto me ha sido confirmado, por otra parte, por la hermana María de la Encarnación, la única de las supervivientes entre las religiosas del Carmelo de Compiègne.
Pero es que usted tal vez ignora todavía por completo que Blanca de la Force era una religiosa que abandonó el Carmelo de Compiègne, al que durante algún tiempo perteneció en calidad de novicia. Permita que le diga algo acerca de este breve y, por lo demás, interesante episodio de su vida, pues en él —creo yo— se inicia la historia del famoso himno entonado al pie del patíbulo.
Usted conoce al marqués de la Force, padre de la joven Blanca. No necesito hablarle ni de la adoración que sentía tanto por los escépticos escritos de Voltaire, como por los de Diderot. También tiene usted noticia de su inclinación por ciertos patriotas liberales del palacio real. Él creía que tal adoración no iba a tener por sí misma consecuencia alguna. Naturalmente, este sutil aristócrata no pensó nunca que el delicado condimento de sus pláticas pudiera llegar algún día a la tosca cocina del pueblo. Pero no juzguemos aquí los yerros de nuestro pobre amigo; los ha expiado ya como tantos de sus semejantes. (¡Ah, querida amiga! En el fondo todos nosotros hemos pensado de forma parecida). En lo que a nosotros se refiere, se trata sólo de saber qué pudo mover a un hombre como el marqués de la Force a confiar su hija al claustro.
Por entonces, hallándose Blanca en Compiègne tuve ocasión de hablar algunas veces con su padre cuando éste, en el salón de café de palacio, pronunciaba discursos a sus amigos sobre la libertad y la igualdad. Siempre que se le preguntaba por su hija, repetía con aire afligido que él no creía menos peligrosas las «cárceles de la religión» —así gustaba de llamar a los conventos— que las cárceles del Estado; sin embargo, le era forzoso reconocer que su joven hija se sentía feliz en el convento y —tal creía el marqués— también al abrigo de todo. «Pobre niña medrosa», solía terminar, «las tristes circunstancias de su nacimiento decidieron, sin duda, la conducta de toda su vida». Y, de hecho, ésta era la opinión general.
Pero apenas si puedo esperar que comprenda usted esta última explicación del marqués de la Force, pues en la época a que él se refiere era usted todavía una niña. Porque se trata de la conocida catástrofe pirotécnica ocurrida cuando las bodas de Luis XVI, es decir, del entonces delfín, con la hija del emperador de Austria.
Más tarde se ha querido ver en tal catástrofe algo así como un anuncio revelador, como el tétrico presagio del destino de la principesca pareja conyugal. Ahora bien, acaso no fuera sólo presagio del destino, sino también su símbolo. (Querida amiga, la mala administración y las fallas del sistema político, en realidad se limitan a condicionar y a ser la ocasión de las revoluciones y no hacen otra cosa que desatarlas, pues la verdadera esencia de éstas es el estallido de angustia mortal de una época que camina hacia su fin. Y aquí es también dónde reside el simbolismo a que me refiero).
Porque, naturalmente, no es cierto, en modo alguno, que aquel lamentable siniestro de la Place Louis XV se debiera al abandono de las autoridades de orden público; lo que ocurre es que tal fue la interpretación que entonces se divulgó, porque se quiso hacer olvidar a las masas lo misterioso de aquella súbita explosión de pánico, desorientándolas en tal sentido. (Sabido es que lo misterioso, para épocas ilustradas como la nuestra, resulta insoportable en grado superlativo). En realidad, las autoridades del orden estaban en su puesto desde todos los puntos de vista; es más, en semejante ocasión todas ellas tomaron las usuales precauciones de una manera sencillamente ejemplar. La multitud saludaba respetuosamente los coches de la nobleza, entre los que se encontraba también el de la joven marquesa de la Force, a la que entonces le faltaba muy poco para dar a luz. Dichos coches se mantenían fuera de las apreturas de los peatones, al igual que los pesados vehículos del servicio de incendios que habían sido dispuestos con idéntica ejemplar puntualidad en previsión de todo lo que pudiera ocurrir. En el cruce de las calles que desembocaban en la Place Louis XV, había agentes del orden que guiaban al público. Éste, a pesar del tópico de entonces acerca de la «indigencia de la época», iba todavía muy bien vestido y se hallaba bien alimentado. Todos allí tenían el aspecto de ciudadanos acomodados, por decirlo así, y de ciudadanos de honestos sentimientos. En la alegre espera de la fiesta y en la corrección que mostraban ante las indicaciones de los agentes del orden, aquellas gentes no parecían ser en absoluto los elementos del anárquico caos que habrían de desencadenar media hora más tarde. En pocas palabras, la aparición de la desgracia fue de hecho tan súbita como inconcebible, por ser precisamente un presagio.
Un pequeño incendio en el recinto donde se guardaban los fuegos de artificio, un incendio en sí mismo inocente y que a nadie dañó, y el estallido fulminante del pánico, sembraron el desorden por doquier. De pronto, los funcionarios del orden en las esquinas de las calles, no pudieron levantar los brazos porque ya no estaban allí; tampoco estaban allí los alegres y leales ciudadanos y ciudadanas; allí no había más que un monstruo humano, único, salvaje y multitudinario que se asfixiaba en su propio terror mortal: ¡el caos que dormita eternamente en el fondo de las cosas, reventando súbitamente bajo el techado, al parecer inconmovible, de las buenas costumbres!
La marquesa de la Force dentro de su carroza de gala, enclavada como una cuña en el espantoso tumulto, veía el tétrico espectáculo a través de los cristales. Oía los gritos de socorro de los que habían sido derribados al suelo y los gemidos de los que eran pisoteados, y aun a salvo en el interior de su coche, se sentía como dentro de un navío. De una forma completamente instintiva su delicada mano de aristócrata corrió el cerrojo de la portezuela; estaba un poco oxidado, pues la carroza era todavía de los agitados tiempos de la Fronda. En aquella época se habían puesto tales cerrojos en las puertas de los vehículos, pues nadie sabía nunca si tendría que acogerse al refugio de su coche. Más adelante se habían hecho superfluos. Ahora la marquesa se sentía completamente segura aunque también un poco excitada. No es de admirar, porque para el individuo el espectáculo de la masa es siempre algo desagradable. Pero ya sea que los caballos se espantaran con la general confusión o que el cochero, perdiendo la cabeza, quisiera salir del tumulto con el coche, éste se puso de pronto en movimiento y entró a toda marcha en el cuerpo de la multitud que gritaba furiosa y desesperada. En un abrir y cerrar de ojos los caballos fueron detenidos y se descerrajó la portezuela del vehículo, desatándose el caos hirviente. Entonces, en el decurso de un instante, se irguió de una manera efectiva algo así como el primer espectro de la revolución.
«¡Señora!», gritó enfurecida la voz de un hombre que tenía en sus brazos un niño bañado en sangre, «¡usted está ahí sentada en su coche, en lugar seguro, mientras el pueblo muere bajo los...