Larkin | Enredo en Willow Gables | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 251, 400 Seiten

Reihe: Impedimenta

Larkin Enredo en Willow Gables


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-18668-61-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 251, 400 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-18668-61-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



A partir de los documentos depositados tras su muerte en la Biblioteca Brynmor Jones, de Hull, este volumen recopila parte de la ficción juvenil e inédita de Larkin, escrita bajo el seudónimo de Brunnette Coleman. Creadas básicamente para deleitar a Kingsley Amis y Edmund Crispin, los irreverentes amigos de Larkin en Oxford, estas nouvelles nos trasladan a un internado femenino, remedando las populares novelas sobre colegialas tan de moda en su época. He aquí los primeros balbuceos literarios de Larkin, textos pseudoautobiográficos en los que, usando una voz prestada, da rienda suelta a sus tendencias, explicita su confusa sexualidad y desata sus críticas al sistema escolar femenino, lo que liberó su creatividad y le llevo convertirse en el aclamado escritor y poeta que es hoy en día.

Philip Larkin nació en Coventry en 1922, y estudió en la Universidad de Oxford. Amigo personal de Kingsley Amis y Edmund Crispin, está considerado uno de los más grandes poetas en lengua inglesa del siglo XX. Su poemario 'El barco del norte', de 1945, se adelantó a la publicación de su primera novela, 'Jill' (1946), que ahora aparece en Impedimenta. Poco tiempo después, inició la redacción de 'Una chica en invierno' (1947, Impedimenta, 2015), que pronto se convirtió en un éxito de ventas. A partir de ese momento dejó la narrativa y se consagró a la poesía por entero. Murió en 1985.

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Capítulo 2 La maldad prospera He visto yo al impío potentísimo, y expandiéndose como cedro frondoso. SALMOS, 37:35[9] … y añadiré que no voy a tomar ningún laxante: son venenosos, lo sé muy bien. ¡Al diablo con ellos! ¡No los aguanto! GEOFFREY CHAUCER[10] La pobre Marie se llevó un gran disgusto con la intervención de Hilary. La brutalidad y la desconsideración le dolían profundamente en cualquiera de sus formas, y, apenas se había recuperado, cuando, a tercera hora, la señorita Liggins, la profesora de Lengua Inglesa, se mofó de ella por ser incapaz de aplicar la regla de «i antes de e, excepto después de c», y la obligó a ponerse de pie en la silla y a recitarla. Esto la perturbó de tal manera que perdió por completo el apetito, de natural sano. Por rechazar una nauseabunda plasta de estofado irlandés fue enviada a la enfermería y fue forzada a tragarse una cucharada sopera de aceite de ricino, que muy cerca estuvo de provocarle un efecto emético. En consecuencia, quedó excusada de las clases de la tarde, y ahora estaba sentada bajo las hayas, con aire abatido, mirando al segundo equipo (del que, en circunstancias normales, era miembro entusiasta aunque nada espectacular) jugar contra el segundo del St Winifred sobre un campo de críquet embarrado. La nublada mañana había dado paso a una tarde nublada, y el cielo presentaba un sucio color gris que hacía que se asemejara a un montón de bolsas de papel llenas de agua. Bateaba el Willow Gables. Aparte de haber perdido cuatro wickets, había anotado un total de cincuenta y siete carreras, lo que, bien mirado, no estaba del todo mal. Mary Beech, la capitana, y Margaret Tattenham, que reemplazaba a Marie en la posición de guardameta, se sentaron un rato a su lado, compadeciéndola. —Es una asquerosa y condenada vergüenza, eso es lo que es —dijo Margaret enfadada, pateando la hierba con el talón del zapato—. Dios, ojalá esa cerda de Hilary lo hubiese intentado conmigo. Le iba a dar para el pelo donde más le duele. Llevado al extremo, el lenguaje de Margaret tendía a la ordinariez, y Marie, aun estando de acuerdo con el sentimiento, se estremeció un poco ante aquella forma de expresarlo. —Sí, es una verdadera pena —añadió Mary Beech sin que sus intensos ojos grises se apartaran por un instante del campo de juego—. ¿Es que no hay nada que puedas hacer? —Supongo que me lo devolverán al final del trimestre —dijo Marie sin demasiado entusiasmo—. Y para eso quedan cinco semanas. ¡Jo! —Hilary siempre tiene que meter las narices donde no la llaman —dijo Margaret—. ¿Os acordáis de la vez que nos pilló jugando a las cartas en la biblioteca? Porque, claro, ella no ha visto una baraja en su vida. ¡Por supuesto! Ni Ursula ni Pam tampoco. —¿Y Philippa? ¿No podría ella hacer algo? Estoy convencida de que te ayudaría si se lo pidieras —sugirió Mary. Philippa era la hermana de Marie: brillante, morena y delegada del internado. —A ella sí que la escucharía la arpía esa de Janet, seguro. —No quiero molestar a Phil —dijo Marie—. Dios, mira que es puñetera la gente. ¿Qué le he hecho yo a Hilary? Nada de nada, y a la arpía de Janet tampoco. Me pregunto dónde lo habrá metido. —En alguna parte de su despacho —dijo Mary sin dar tiempo a que Margaret expresara su propia sugerencia—. ¿Por qué lo dices? —Porque se lo pienso quitar, está decidido. Después de todo, ese billete es mío y de nadie más. Yo misma se lo enviaré de vuelta a la tía Rosamond y le pediré que me compre ella algo. ¡No voy a estar esperando todo el trimestre, jolín! ¡Es una eternidad! —Buena idea —dijo Margaret, a la vez que se levantaba y se ponía un guante, pues habían perdido un wicket y ella era la siguiente en batear—. Una tiene que plantar cara como sea a las zorras de este mundo. Salió al campo con paso decidido, el bate encajado debajo del brazo, y enseguida estaba regalando a los escasos espectadores un despliegue de golpes limpios y potentes por todo el terreno, hasta que un lanzamiento directo le dio en el muslo, descolocándola por completo, y, pocas bolas después, quedó eliminada. Regresó con el gesto furibundo, se quitó los guantes, se levantó la corta falda y empezó a frotarse el delgado muslo a la altura de una marca roja que señalaba el lugar en el que le había golpeado la pelota. —Los lanzamientos son fáciles —comentó—. Están chupados. Aunque juegan un poco sucio. —Mmm —dijo Mary, y salió al campo para reemplazarla en el turno de bateo. Marie, que todavía sufría los efectos del aceite de ricino, se retiró mientras tanto, toda encogida, para hacer una breve pero desagradable visita al baño. Cuando salía de los lavabos tuvo la mala fortuna de toparse una vez más con Hilary, que andaba holgazaneando por los pasillos con una novela. —A ver, Marie, ¿por qué no estás en clase? —La enfermera ha dicho que quedaba excusada. —Ya, pero ¡eso no significa que puedas merodear por ahí como una princesa! Ve a la sala común de los primeros cursos y ponte a estudiar por tu cuenta las asignaturas que te estés perdiendo. Marie obedeció en silencio, con la ira amontonándosele en el pecho, por lo general dócil. Siempre que la trataban de manera injusta, la poseía una rabia que no se correspondía en absoluto con su naturaleza alegre. Cuando se sentó en la sala común, un lugar tristón sin calefacción, a leer El mercader de Venecia en una edición escolar expurgada y repleta de manchurrones de tinta, la protesta de Shylock halló eco en su mente: «La villanía que me enseñáis la pondré en práctica, y malo será que yo no sobrepase la instrucción que me habéis dado».[11] Las prefectas gozaban del privilegio de contar con cuartos de estudio privados, y entretanto Hilary Russell se había retirado al suyo, en la planta de arriba. Se trataba de una habitación pequeña, pero Hilary había añadido un puñado de costosas aportaciones a su casta desnudez original, y el aspecto que presentaba en conjunto resultaba agradable. La alfombra era mullida; los muebles, robustos, y abundaban los cojines de seda. Una lámpara de lectura arrastraba una pesada cola de flecos; en las paredes había una serie de cuadros austeros y grabados de tonos pastel; y sobre la repisa de la chimenea, una fotografía de estudio de la propia Hilary, un acusado claroscuro. Aparte de la librería reglamentaria, Hilary había adquirido otra más, puesto que era una lectora voraz y poseía casi más libros que nadie, exceptuando a Philippa Moore y al profesorado. Amén de los libros de texto, contaba en su haber con estantes repletos de autores clásicos y muy conocidos, y tenía curiosamente asignado en la parte inferior uno entero a populares historias colegiales para jovencitas, y a otras obras no tan inocentes, a menudo revestidas de gruesas encuadernaciones que ocultaban las baratas cubiertas continentales originales de papel. Hilary no se sentó en el sofá al entrar, ni tampoco cogió un libro ni se arrellanó ante el escritorio con vistas a trabajar un rato. En su lugar, se escuadró en el banco bajo la ventana y miró con aire taciturno hacia los campos de deporte, donde pudo ver a Mary Beech despejar con destreza una bola para conseguir una carrera, el pelo cobrizo rebotando bajo la ancha cinta blanca con la que se lo sujetaba. Mary había cortado de raíz cualquier viso de debilidad que pudiera haber surgido en el equipo tras la eliminación de Margaret, y la puntuación del Willow Gables aumentaba a un ritmo constante y con desacostumbrada velocidad. A Hilary no le interesaba el críquet. Asistía como espectadora a este deporte-sin-importancia porque durante las últimas semanas había descubierto que, sin quererlo, sus pensamientos se desviaban con peculiar regularidad hacia la propia Mary y, en concreto, hacia su primer encuentro, que se había producido en los vestuarios en unas circunstancias poco comunes. Hilary había entrado en aquel edificio una tarde para despejarlo de alumnas antes de la hora del té y, tal y como esperaba, la mayoría se había marchado ya o estaba doblando y guardando la ropa de gimnasia. Así que, al echar un somero vistazo a las duchas, le sorprendió comprobar que todavía hubiese una chica chapoteando bajo el agua. Más tarde se enteró de que se trataba de Mary Beech, pero en aquel momento se limitó a lanzar una mirada apreciativa al cuerpo joven y fuerte que se estremecía bajo la ducha fría, y le dijo que acabara y que no se entretuviera en el vestuario. Al salir la chica del recinto alicatado de las duchas y pasar por su lado a toda prisa, Hilary había recalcado su advertencia dándole una palmada seca en el trasero e imponiéndole cincuenta líneas de castigo. Mary la había mirado muy seria, sin mediar palabra. El día de después recibió las líneas: medio centenar de «No debo demorarme en las duchas», escritas en una caligrafía pulcra, aunque informe. Un impulso desconocido contuvo a Hilary de rasgar las hojas por la mitad y arrojarlas a la papelera como de costumbre, y ahora constituían uno de sus tesoros más preciados, puesto que al día siguiente y de manera casi inconsciente había hecho indagaciones sobre Mary y había descubierto que era delegada de cuarto curso, capitana de los equipos junior de críquet y de hockey y, en su conjunto, una chica de carácter fuerte y admirable....



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