Lara | La cofradía de la Armada Invencible | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 448 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

Lara La cofradía de la Armada Invencible


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4659-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 448 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

ISBN: 978-84-350-4659-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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En la primavera de 1588 la Gran Armada está lista para invadir Inglaterra. Europa permanece en vilo ante el plan maestro de Felipe II.Una poderosa flota se prepara para zarpar de Lisboa, recoger en Flandes a los tercios, cruzar el canal de la Mancha, desembarcar en la costa inglesa y conquistar el reino protestante. Aunque la campaña se presume rápida, en El Escorial se organiza meticulosamente un plan paralelo que debe ayudar al éxito de la empresa. Por orden de Felipe II, se encomienda a una cofradía de Cartagena una misión secreta: dirigirse hacia Lisboa para unirse a la Gran Armada, navegar hasta Irlanda, alzar en armas a los católicos irlandeses y expulsar a los soldados ingleses de la isla. Los cofrades afrontan la aventura con el convencimiento de que harán historia, pero, durante la travesía, se producen ciertas muertes repentinas y misteriosas... El destino de la conocida desde entonces como Armada Invencible y el de los cofrades quedará unido. Sólo queda saber si será fatal para todos...

Emilio Lara (Jaén, 1968) es doctor en Antropología, licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario, Premio Nacional de Fin de Carrera y profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria. Ha publicado varios libros de Historia y decenas de artículos en revistas universitarias y centros de investigación españoles, italianos y franceses. Ha participado en la elaboración del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. También ha obtenido diversos premios de literatura, historia y periodismo. Ésta es su primera novela publicada.

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Capítulo 2 El Escorial, 6 de mayo de 1588 El fraile de rostro caballuno caminaba por corredores donde los pasos retumbaban bajo las bóvedas de medio cañón. Lo seguían Felipe y Fabián, sorprendidos de que apenas hubiese soldados entre los muros de El Escorial, pues sólo se cruzaban con silenciosos burócratas que llevaban gruesos cartapacios y resmas de papeles. En aquellas habitaciones mal soleadas, los desgarbados escribanos se frotaban los ojos con los dedos manchados de tinta, cansados después de tantas horas leyendo informes procedentes de un imperio donde no se ponía el sol y escribiendo memoriales a la luz de las velas, porque el trabajo continuaba después del ocaso. De pronto se oyeron unas desconcertantes risotadas que provenían de un pasillo adyacente. Felipe y Fabián dirigieron sus miradas hacia el origen de las hilarantes risas y vieron aparecer de la penumbra a dos bufones y cuatro criados. Los bufoncillos vestían calzas moradas y sombrero de pluma colorada, y debían de hacer chistes muy graciosos porque los sirvientes reían hasta llorar. –Suenan extrañas esas risas aquí –Felipe señaló al heterogéneo grupo. –Son cosas de las «sabandijas de palacio». A Su Majestad le agrada rodearse de esa gente –contestó el fraile sin inmutarse, acostumbrado a su presencia. Conforme dejaban atrás a los chistosos enanos de andares bamboleantes, Fabián intentaba adivinar el sentido de las palabras del monarca y el motivo por el cual el inquisidor general quería verlo. Se trataba de algo malo, de eso estaba seguro. Intentó hacer recuento de alguna falta cometida por la cofradía en los últimos meses, pero no halló nada que le pareciera sancionable por el Santo Oficio, y menos aún que mereciese la atención del mismísimo inquisidor general. ¿Por qué el obispo, la semana anterior, le había encargado a su cofradía, una hermandad de Cartagena, viajar hasta El Escorial? ¿Por qué Su Ilustrísima, cuando los llamó a capítulo en el palacio episcopal de Murcia, se mostró tan misterioso acerca del motivo por el cual la cofradía debía partir de inmediato hacia el monasterio? El cauteloso prelado sólo les dijo que se trataba de una orden expresa del rey y que el asunto estaba relacionado con la Gran Armada aprestada contra los ingleses. ¿Y para qué requería el monarca a una cofradía pasionista cartagenera? Tal vez, pensaba Fabián, el rey había escogido al azar a una de las miles de cofradías penitenciales para dar mayor esplendor a aquella ceremonia litúrgica. Todos esos pensamientos lo asaltaban desde que, días atrás, la cofradía salió de la ciudad portuaria en sus carros, en dirección a la Sierra de Guadarrama. Sin dejar de cruzarse con funcionarios de espaldas cargadas y color ceniciento, atravesaron una galería con paredes decoradas con frescos. Por los cristales de las ventanas entraba una luz grisácea procedente del Patio de los Evangelistas, sobre cuyo templete central resbalaban las gotas de lluvia. Algunas ventanas estaban entreabiertas. De pronto, un trueno retumbó prolongadamente, como si una batería de cañones hubiese abierto fuego de manera escalonada. La pequeña comitiva subió entonces varios tramos de escaleras y cruzó un húmedo y largo pasillo, y en ese momento el jerónimo se detuvo frente a una puerta marrón, llamó con los nudillos, la abrió y, con voz subterránea, presentó a los hombres que había acompañado hasta allí: –Eminencia, aquí está el señor prioste... y su ayudante. Felipe y Fabián entraron en una habitación no muy grande de paredes enjalbegadas en la que sentados en torno a una mesa estaban el inquisidor general, un jesuita y un dominico. La pieza era austera, sólo adornada con un sencillo bargueño. La luz plomiza del exterior se filtraba a través de un ventanal. –Tomen asiento –el inquisidor general señaló unos sillones frailunos–. Vuesa merced debe de ser sin duda el prioste –dijo mirando a Felipe–. ¿Quién es este joven que lo acompaña? –El secretario de la cofradía. Según nuestros estatutos ha de acompañarme siempre para escribir luego la crónica. –¿Es costumbre en su cofradía llamarlo prioste? –Preferimos gobernador. –Oh, bien, bien –contestó mientras estampaba su firma en un documento. El cardenal Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo y presidente del Consejo Supremo de la Santa Inquisición, era un anciano de barba blanca, nariz aguileña y modos pausados. En su frente, las manchas de la edad y los lunares parecían formar un mapamundi en miniatura. Tras estampar la firma, dejó la pluma en el tintero, cogió la salvadera, vertió arenilla para secar la tinta, sopló y alzó la vista para mirar con sus ojos velados por las cataratas a los dos cofrades. Los otros dos religiosos guardaban silencio. –Gobernador, ¿sabéis, por ventura, por qué vuestra cofradía ha sido invitada a venir hoy aquí? –se restregó la frente con dos dedos, para paliar una punzada de migraña. –El señor obispo mandó recado para que la comisión permanente de la cofradía se presentase en el palacio episcopal. Allá fuimos el tesorero, el secretario, el mayordomo y yo mismo... Y con ánimo sobrecogido, he de decir, porque suponíamos que Su Ilustrísima iba a reprendernos o ponernos algún pleito. El inquisidor general esbozó una sonrisa de medio lado. Sabía que era corriente que las cofradías de una diócesis se enzarzasen en largos y enrevesados procesos judiciales o que el obispo pleitease con ellas, casi siempre por motivos económicos. –Su Ilustrísima no se anduvo por las ramas –continuó Felipe– y dijo que había recibido el mandato de una alta autoridad eclesiástica para que eligiese una cofradía de Cartagena que viajara hasta El Escorial con sus imágenes, túnicas e insignias. El obispo eligió mi cofradía, la de la Buena Muerte. Aseguró que debíamos venir al monasterio para participar en una procesión de rogativas y que urgía partir de inmediato. Eso es todo lo que sé, Eminencia. Había hablado con su característica economía de palabras, pues era dado a resumir y enemigo de florituras verbales. Al inquisidor general le gustaron las maneras tranquilas de aquel hombre de unos cincuenta años, ni alto ni bajo, más grueso que flaco, con voz de barítono, amplias entradas y ojos azules. Una vez acabada la explicación, el cardenal juntó las manos y una tímida sonrisa asomó en sus labios. –El rey y yo decidimos confiar en una cofradía de una ciudad costera, de gente acostumbrada al mar y al trato con militares. Cartagena era, pues, idónea. Por eso le pedí a su obispo que eligiese una hermandad pasionista seria y de acrisolada fidelidad eclesiástica; una hermandad de hombres cabales dispuestos a acometer una gran tarea al servicio de la cristiandad. Y el obispo, tras meditarlo, escogió la cofradía del Cristo de la Buena Muerte. La suya, señor gobernador. La luz plúmbea que se filtraba por la ventana remarcaba el rostro del inquisidor general, que acusaba el paso del tiempo: los ojos hundidos, como excavados en la calavera, las arrugas de su piel, profundas como cárcavas, y las manchas de vejez en la frente y en las manos. Los otros dos religiosos permanecían en respetuoso silencio. –¿Qué sabéis de la Gran Armada? –continuó el viejo inquisidor. –¿Os referís a esa gran flota que se está preparando? –preguntó a su vez Felipe. –Así es, gobernador. –Es sabido que se trata de algo de envergadura. Es vox populi. Se dice que se prepara para desbaratar a la flota inglesa. Hace unos meses, el obispo solicitó que todas las cofradías hicieran un donativo especial para ayudar a sufragarla. Mi cofradía entregó el óbolo –añadió para despejar dudas. El inquisidor general chasqueó la lengua y soltó lo que tenía guardado como un arcabuzazo: –Vuesas mercedes van a participar en la Empresa de Inglaterra. La Felicísima Armada, según atestiguan los entendidos en el noble arte de la guerra, es una máquina militar nunca vista antes. Nuestros marinos y soldados darán buena cuenta de los herejes. El cardenal tosió y carraspeó para aclararse la garganta. Se dio cuenta del respingo que dio el secretario y de la mirada de sorpresa del gobernador, y trató de apaciguarlos: –Cálmense vuesas mercedes, no se alarmen, que los cofrades no van a la guerra. Dejemos esos menesteres para la marinería y la milicia. Su cometido será combatir la herejía inglesa, ganando para la causa católica los ánimos de los irlandeses –sonrió beatífico, y su voz sonó aterciopelada como la de un clérigo que trata de ganarse la confianza de la grey. Una ráfaga de viento y lluvia hizo que los cristales emplomados de la ventana más cercana se estremecieran. El inquisidor general juntó las palmas de las manos como si fuese a orar, miró fijamente a Felipe, y dio más fuerza a su voz: –La flota está anclada en Lisboa. Desde allí zarpará, costeará España y Francia y se encontrará en los estrechos de Dover con los tercios, acampados desde hace tiempo en la costa flamenca. Una vez hayan embarcado las tropas, la flota cruzará el canal de la Mancha. La infantería española desembarcará en Inglaterra, avanzará sobre Londres y destronará a Isabel, la reina protestante. Acabado el despótico gobierno en la Pérfida Albión, se instaurará el catolicismo y comenzará un nuevo tiempo. –El inquisidor general se detuvo un instante, miró a sus interlocutores, y añadió con...



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