E-Book, Spanisch, Band 33, 96 Seiten
Reihe: Cátedra de Bioética
Ladevèze Piñol Bioética e Islam
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-8468-993-5
Verlag: Universidad Pontificia Comillas
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Una aproximación a la bioética islámica contemporánea
E-Book, Spanisch, Band 33, 96 Seiten
Reihe: Cátedra de Bioética
ISBN: 978-84-8468-993-5
Verlag: Universidad Pontificia Comillas
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Profesor e investigador colaborador en la Cátedra de Bioética en la Universidad Pontificia Comillas.
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I
BIOÉTICA Y RELIGIÓN
Hablar sobre los vínculos que se establecen entre bioética y religión no es un tema novedoso. Hasta hoy, muchos estudiosos de diversos campos del saber han hecho sus diversas aportaciones, y se dispone de tanto material, que no pretendo aportar nada novedoso. Este primer capítulo es el marco y contexto fundamental para hablar de bioética, aunque precisando aún más, habría que decir bioéticas, en plural. Solo reflexionaremos, para insistir una vez más, sobre la necesidad de trabajar en la fundamentación antropológica. La pregunta es y sigue siendo: ¿quién es el ser humano? Sin duda, las religiones saben mucho de la naturaleza humana; la pregunta es: ¿qué nos podrían aportar?
Es significativo que algunos de los nombres más importantes de la bioética en sus inicios, hacia los años sesenta del siglo pasado, correspondan a teólogos y clérigos, preocupados por muchos de los problemas que se derivaban de la praxis clínica y de la investigación sobre los seres humanos. Cabe recordar, como dice Jorge J. Ferrer, a dos miembros de la «trinidad de los teólogos», que Albert Jonsen sitúa en los orígenes de la moderna bioética, y que provenían de tradiciones de la Reforma: Josep Fletcher y Paul Ramsey (Ferrer y Lecaros, 2016, p. 39). Por el lado católico recordamos a McCormick y a Curran, en el campo del pensamiento judío, a Siegel y Feldman. Nos vienen a la memoria nombres con trasfondo teológico, como Leroy Walters, Tom Beauchamp y James F. Childress. No olvidamos a David Callahan, que en su libro Religion and the Secularization, afirmaba que las religiones nos han proporcionado una forma de mirar el mundo, para comprender la propia vida, —lo cual no han alcanzado la filosofía, la ley o el derecho político— y que se ha perdido, al menos en parte, la fe, las visiones y las tradiciones de numerosos pueblos y culturas que han luchado por dar sentido a las cosas (Gafo, 2003, pp. 76-77). Resuenan también las palabras del gran teólogo Hans Küng, sobre el significado de las religiones y de las éticas religiosas para el futuro de la humanidad y de la bioética (Küng, 1990, pp. 77ss).
La bioética actualmente es per se una disciplina secular, es decir, no necesita recurrir a las tradiciones religiosas ni a la teología para hallar respuestas válidas. Tal es la opinión de H. Tristam Engelhardt, en su obra Fundamentos de bioética, y no cabe duda que da que pensar que en una sociedad como la nuestra, tan compleja y plural, formada, como dice el mismo Engelhardt, por múltiples «extraños morales», tal vez el discurso teológico podría sobrar; sin duda, son muchos los que piensan de esta manera. ¿Es entonces verdad que cuando la bioética tiene éxito, sobra el discurso teológico? Retomemos la pregunta desde otra perspectiva: ¿es la bioética una disciplina puramente secular? ¿Sería posible abordar cuestiones como el inicio de la vida, el final de la misma, el dolor, la vejez, la salud y la enfermedad, el sufrimiento y la muerte al margen de una visión antropológica? ¿En qué consiste verdaderamente la condición humana?
Lo que llamamos condición humana abarca mucho más que las condiciones bajo las que se ha dado la vida al hombre. Somos seres condicionados, en la medida en que cuando la realidad del mundo entra en contacto con nosotros se convierten en realidades que condicionan nuestra existencia. Hanna Arendt escribió que la condición humana no es lo mismo que la naturaleza humana, ya que la suma de actividades y capacidades que corresponden a la condición humana no constituye nada semejante a la verdadera naturaleza humana. Resulta improbable que, pese a que sabemos y definimos las esencias naturales de lo que nos rodea, seamos capaces de hacer lo mismo con nosotros mismos, pues eso supondría saltar más allá de nuestra propia sombra. Lo que afirmaba san Agustín, mihi quaestio mihi factus sum (he llegado a ser un problema para mí mismo) no tiene fácil respuesta, ni desde la psicología ni tampoco desde la filosofía, como probablemente tampoco desde la teología (Arednt, 1999, pp. 43-44).
La condición humana está condicionada por la cultura. En principio, cuando hablamos y pensamos lo hacemos siempre desde un a priori, desde un contexto del que nos es imposible prescindir. Somos animales culturales a la par que simbólicos, es decir, lo que nos define y nos diferencia del resto de los animales es que somos capaces de crear realidades en nuestra interacción con el mundo y las cosas. Para algunos antropólogos la creación del lenguaje inicia la gran construcción de la realidad y de los significados de lo humano, que han hecho posible nuestra relación con el mundo, las personas y las cosas. Por otro lado, las complejas redes de realidades hereditarias no se pueden desenmarañar de un día para otro, y palabras que tienen un significado importante como autonomía e individualidad, procedentes del griego, otros del latín, llevan siglos de influencia judeocristiana. Fueron las religiones las que dieron el salto del mito al logos, y aquellas, todavía, lejos de haber sido eliminadas por la modernidad, como algunos pueden pensar, contienen potenciales semánticos valiosos para la sociedad (Habermas, 2006, p. 150).
Hablar de bioética es hablar de cultura, es hablar de lo que constituye la vida humana. Indudablemente que es posible comprender la bioética desde una perspectiva secular, si entendemos por secular no renunciar a una necesaria racionalidad desde los datos de las ciencias naturales, que sin duda son fundamentales. Pero no es menos cierto que la interdisciplinariedad de la bioética es incuestionable, y nos permite preguntarnos no solo por dilemas biomédicos específicos. Tales preguntas nos llevan a profundizar sobre qué visión tenemos del ser humano y a su condición como persona. Pensar y dialogar sobre la salud y la enfermedad, sobre las posibilidades de tratamientos y medios adecuados o lesivos para la condición y dignidad humanas nos conduce a la tarea ética por excelencia.
Las casi infinitas posibilidades de las nuevas tecnologías en biomedicina son cada vez mayores y de más alcance; prueba de ello son las complejas y numerosas legislaciones de los diferentes países, y la compleja y creciente multiplicidad de situaciones que la propia realidad nos impone desde distintos contextos. Pese a esa complejidad, nos vemos en la obligación de tener que implicarnos en el significado de la vida humana, su sentido y también, por qué no, en su finalidad. Sin olvidar que la ética de la vida es también una tarea cívica (Masiá Clavel, 2004, p. 20).
La biomedicina y el papel de las multinacionales farmacéuticas y de las industrias relacionadas con la biología, se enmarcan en estructuras sociales y políticas; existe, pues, una dimensión política y económica, y tenemos una responsabilidad ética respecto a cómo debemos gestionar tales medios a nuestro alcance, pues estamos ya lejos de aquella creencia del crecimiento sin límites. Por otro lado, somos conscientes de que detrás de cada proyecto político y económico subyace una antropología y una ética, lo que nos exige un tipo de acción que se decanta en el quehacer diario donde debemos decidir qué es lo bueno. Estas preguntas y otras parecidas son algunas de las que desarrollan en su sentido mundano, es decir secular, las tradiciones humanísticas y religiosas; por ello, no pueden dejar de tener una aportación también en el debate de la bioética, tal como afirmaba Hellegers:
«Me basta la certeza de que religión y razón cumplen una función importante en el modo de concebir la bioética. Esto explica el que se las integre en un instituto de investigación. Por otra parte, no me interesa tanto la formulación, sea religiosa o racional, sino sobre todo los valores subyacentes a esa formulación. Aquí radica el ecumenismo de mi razón ética: estar siempre alerta para discernir los valores que toda religión trata de proteger» (Masiá Clavel, 2004, pp. 23-24-29).
Si la modernidad elevaba a categoría de mito el progreso y el desarrollo, la posmodernidad proclamó hace unas décadas la disolución de la historia y del sujeto (Lipovetsky, Vattimo); pero la realidad es que nos topamos con la tarea de reconsiderar no sólo lo más adecuado, sino qué papel juegan los medios puestos a nuestro alcance por las nuevas tecnologías y la ciencia; y aquí, necesariamente, nos encontramos con dilemas de carácter ético que previamente son de carácter antropológico. La encíclica del papa Benedicto XVI, Caritas in veritate, se hizo eco de esta problemática:
«El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en el campo biológico. La técnica — conviene subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre» (C.V 4,69).
El problema no es la tecnología, ni el desarrollo; el problema aparece cuando la tecnología y el desarrollo dejan de ser un medio para convertirse en un fin. En todas las tradiciones religiosas hay pasajes más o menos parecidos a la narración de la torre de Babel del libro del Génesis. Resulta obvio afirmar que desde las diversas tradiciones religiosas se nos ofrece una inmensa riqueza antropológica, además de una inmensa sabiduría y una praxis milenaria que todavía hoy encarnan miles de millones de personas. ¿Sería responsable dejar de valorar el horizonte de sentido que representan tales tradiciones religiosas en el devenir de la historia? ¿Resulta sensato renunciar a miles de años de sabiduría sobre la condición humana, solo porque hemos creído que el único paradigma de...




