Kouwenaar | Ojalá cayera una bomba | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 144 Seiten

Kouwenaar Ojalá cayera una bomba


1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-129676-5-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 144 Seiten

ISBN: 978-84-129676-5-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Un retrato estremecedor del absurdo de la guerra vista por un adolescente al que las bombas obligarán a madurar de golpe. Un clásico redescubierto de la literatura existencialista de posguerra. Holanda, mayo de 1940. Como tantos adolescentes, Karel se aburre profundamente. Aunque en Europa hace meses que ha estallado la guerra, en su calle nunca pasa nada. Vive con un padre pusilánime, una madre volcada en las tareas del hogar y unos hermanos con los que no se lleva bien. Asomado a la ventana, imagina las emociones que viviría si algo hiciera estallar en pedazos esa normalidad. «Ojalá cayera una bomba», piensa entonces. Karel debería haber recordado que hay que tener cuidado con lo que se desea, porque esa misma noche Alemania invade Holanda. A partir de entonces, y en apenas seis días, se enamorará de la hija de la excéntrica amante judía de su tío, probará el tabaco y el alcohol, fantaseará con un huir a Inglaterra y acabará lejos, incapaz de volver a casa y víctima de la devastadora realidad de una guerra que él mismo ha deseado. Publicado originalmente en 1950, este clásico de la literatura neerlandesa rezuma el existencialismo de la posguerra: la soledad, la búsqueda del sentido de la vida, las dudas sobre la presencia de un poder superior y la inquietante noción de que nunca llegaremos a entender del todo al prójimo. La crítica ha dicho... «El Vermeer de la generación de los cincuenta, un escritor capaz de ralentizar el lenguaje hasta transformar la lectura en una experiencia única.» Guus Middas, NRC Handelsblad «Un texto intenso e inquietantemente actual en el que podemos ver reflejadas las guerras del presente.» Katharina Borchardt

Gerrit Kouwenaar (1923-2014), novelista y poeta coronado en 1970 con el Premio P. C. Hooft -el mayor galardón de las letras neerlandesas- es una figura clave de la generación de los cincuenta en los Países Bajos. Forma parte de los llamados Vijftigers, el grupo experimental de poetas que integraron la rama neerlandesa del grupo Cobra. En paralelo a su propia producción literaria, tradujo obras teatrales de autores como Brecht, Weiss, Sartre, Tennessee Williams y Pinter.
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1


El chaval estaba en la sala mirando por la ventana con una manzana mordida en la mano. Masticaba mecánicamente. La criada de la casa de enfrente acababa de terminar de limpiar los cristales y volvía en ese momento por la acera cargando a duras penas con la escalera y el cubo, a causa de lo cual se le subía un poco la falda. Durante un brevísimo instante, justo antes de que la puerta se cerrara tras ella, el chaval vio de forma nítida los pudorosos muslos de la muchacha, repentinamente turbados por su inadecuada desnudez. Lentamente, el chico puso en marcha de nuevo el mecanismo rumiante de sus mandíbulas. Eran alrededor de las cinco. No se oía el menor ruido. La calle, desolada y sin árboles, parecía un decorado bajo la luz entre amarilla y rosácea de la tarde primaveral. Su campo visual abarcaba exactamente doce casas idénticas.

El chaval se quedó mirando la puerta cerrada y trató de imaginar lo fabuloso que sería disponer de una especie de fórmula mágica con la que imponer siempre y en todo momento su santa voluntad. Se sumió en aquella ensoñación y le entraron unas ganas casi irreprimibles de cerrar los ojos, pero consiguió dominarse y se limitó a apoyar la cabeza suavemente en el cristal. ¿Qué haría si fuera un ser todopoderoso?, se preguntó. Me bastaría con concentrarme en algo y desearlo intensamente para que se hiciera realidad. El profesor de matemáticas se derrumbaría de repente tras el atril y su compás de madera caería al suelo con gran estrépito. Parada cardíaca, constataría el médico, pero solo yo conocería la verdad. Cada vez que me cruzara con una muchacha apetitosa, desearía que se postrara ante mí como una esclava y me entregara su amor, y ella cumpliría al instante mi orden telepática. Pero también obraría bien con mi asombroso poder, apresuró a corregirse mentalmente. Sí, también haría cosas buenas. Liberaría al mundo de Hitler, por ejemplo.

Aquel repentino arrebato de moralismo, sin embargo, le infundió una inmensa sensación de aburrimiento. Tiró la manzana mordisqueada a la papelera y puso la radio. El «Himno a la alegría». Todos los hombres volverán a ser hermanos. La bolsa mágica y el sombrero de los deseos, pensó. Romanticismo. Romanticismo puberal. Conocía esa palabra de los ejercicios de lexicografía. En sentido negativo significaba «lirismo desmesurado».

El chaval esbozó una sonrisa burlona y se concentró en la música para determinar si de verdad le gustaba. No, no me gusta, concluyó. Pero, obviamente, nunca lo admitiré. Es una pieza conmovedora, le diré a todo el mundo en actitud soñadora. Mentiré de forma consciente, pero guardaré las apariencias. En la vitrina hay un librito sobre la pubertad, un manual para padres sin imaginación. Los jóvenes son así o asá, dicen sus páginas, y los síntomas son estos, aquellos o los de más allá, pero todos tienen la cara llena de espinillas. Yo no tengo espinillas, y lo demás no lo puede verificar nadie, pensó con satisfacción y vergüenza a partes iguales. Se volvió lentamente hacia el interior de la sala. Su madre, que estaba cosiendo sentada a la mesa, alzó la mirada y señaló la tetera sin decir nada.

—Sí, gracias —dijo él.

—Sírvete tú mismo, si no te importa —contestó ella.

—¿Quieres una taza tú también?

Su madre asintió. Esto marcha, pensó el chaval mientras llenaba las tazas con mucho tiento. Ya no protesta cuando la tuteo.

—¿No deberías ponerte a hacer los deberes? —preguntó su madre.

—No tengo casi nada de tarea —dijo él—. Mañana por la tarde empiezan las vacaciones.

—Eso no es excusa para escurrir el bulto. Además, ya sabes que esta noche vienen a cenar el tío Robert y la tía Lisa, y con ellos siempre se hace tarde.

Él no contestó. Se tomaron el té en silencio. El chaval se levantó y observó su reflejo en las puertas de la vitrina. Mientras fingía escuchar atentamente la radio, deslizó la mirada por los lomos de los libros. de Stijn Streuvels. Primera Guerra Mundial. Agosto de 1914, un sol de justicia. El ejército alemán se adentra en Flandes. Ulanos —la caballería ligera alemana— enarbolando gallardetes ensartados en lo alto de sus lanzas. Cascos de acero con protección especial en la nuca. También estaban allí de Henri Barbusse y de Erich Maria Remarque.

Europa estaba ahora otra vez en guerra, pero apenas había combates. El profesor de historia, sin embargo, decía que ya los habría, y que esta vez Holanda no se salvaría de la quema. A veces, el buen hombre se enzarzaba en extensos debates con una alumna alemana, una de las inmigrantes judías que iban a su colegio. Lieselotte Stengel, una chica muy simpática, con su vestidito tirolés y su rebequita a juego. Alemania, por supuesto, volvería a perder la guerra. Y, una vez más, habría infinidad de muertos. La guerra es algo abominable, pensó. Y no digamos ya la muerte. ¡Aquella joven que vio recién atropellada! El chaval acababa de salir del colegio. Había un corro enorme de gente en torno a un cuerpo tirado en el asfalto. Un cuerpo sin cabeza. Encima de sus hombros no había más que una masa pringosa de color rojo. Ni rastro de su pelo. La había atropellado un camión. Las ruedas dobles le habían aplastado la cabeza. El conductor del camión estaba llorando sentado en el bordillo de la acera, pero nadie le prestaba atención. Un señor gritaba una y otra vez: «¡Hagan hueco, hagan hueco! ¿Alguien tiene una manta?». Y otro preguntaba: «¿Hay algún médico presente?». Como si aún pudiera servir de algo un médico. Y, mientras tanto, nadie se ocupaba del conductor del camión. Todo el mundo miraba a la chica muerta, tendida bocarriba en el asfalto con los pies modosamente juntos, zapatos de tacón, un jerseicito verde y pechitos puntiagudos. Decapitada. ¿Era rubia o morena? Nadie lo sabía, pero la cuestión era que estaba muerta. Eso era la muerte. El chaval lo vio y se fue a casa. Hasta varios días después, sin embargo, no se puso malo de verdad y empezó a tener pesadillas, como cuando vio aquella película de la jungla en la que un cocodrilo se tragaba a un hombre de un bocado, sorbiendo ruidosamente. Lo único que quedó de la víctima fue su sombrero flotando en medio de una mancha oscura en la superficie del agua. Era una película para mayores de dieciocho años.

¿Y si les pasara algo a mis padres? ¿Lloraría su muerte?, se preguntó. ¿Me preocupa que pudiera llegar aquí la guerra? El chaval negó con la cabeza. Al contrario, me encantaría que aquí también hubiera guerra, pensó. Ojalá la haya. Ya sé que no está bien desear que haya una guerra, pero me encantaría que la hubiera. Sería emocionante. Lirismo desmesurado, pensó. Peor aún. Qué asco doy, murmuró de forma casi audible. Desolado, se frotó las manos y una sacudida de calor recorrió su cuerpo.

O a lo mejor no es eso lo que quiero, pensó entonces. A lo mejor no sé lo que quiero de verdad. No sé lo que me gustaría. Tengo miles de pensamientos distintos. A lo mejor soy un poco raro. ¿Qué pasaría si hubiera un bombardeo? ¿Qué pasaría si en este mismo momento aparecieran aviones alemanes en el cielo? ¿No sería fantástico que cayera una bomba en esta bendita calle donde nunca ocurre nada? Una hilera de doce casas en llamas. La calle entera en llamas, incluida nuestra casa. ¿Qué pasaría si lo perdiéramos todo? Hace ya tiempo que hay refugios antiaéreos con todo dispuesto. Y según el profesor de historia, esta vez no nos salvamos de la quema. Esta vez no quedan sin usar los refugios antiaéreos, que hasta ahora solo han servido para mear y darse el lote. Refugios antiaéreos para treinta y cinco personas. Fosas comunes. Bombas en plena noche, cuando todo el mundo está durmiendo. Mujeres medio desnudas saliendo aterrorizadas de sus casas. Profanación de cadáveres. De pronto le vino a la memoria una foto de la guerra civil española, una imagen escalofriante de una mujer ajusticiada por los fascistas, un cadáver desnudo colgado del campanario de una iglesia, con la cabeza rapada, cubierto de moscas y empapado de sangre.

El chaval sacudió la cabeza, se acercó de nuevo a la ventana y volvió a apoyar la cabeza en el cristal.

—Ponte a hacer la tarea de una vez, muchacho —dijo la madre en tono amable pero imperativo.

El hijo se limitó a contestar con un ruido gutural. Tiene razón, pensó. Tengo que hacer los deberes. Soy un ser despreciable con ideas perversas. Deseo cosas terribles. ¿Es normal tener esos pensamientos? ¿Y si se cumplieran mis deseos? A lo mejor soy un ser todopoderoso de verdad, pero todavía no sé bien lo que quiero. El alma existe. ¿Qué pasaría si se cumplieran de verdad todos mis deseos? Y los deberes, los deberes... Sí, mamá, tienes razón. Tiene usted razón, madre. ¡Pero ojalá ocurriera algo! ¡Ojalá cayera una bomba! Si al menos me atreviera a decir que la música de Beethoven es una mierda... Ojalá interrumpieran la sinfonía: «Damas y caballeros, interrumpimos la emisión para dar una triste noticia. Ha estallado la guerra». ¡Hurra! ¡Viva! Total, qué más da, si nunca se me han dado bien los estudios. Señora, su hijo sería uno de los mejores alumnos del colegio si se esforzara un poco más. Es un poco frívolo, siempre anda pensando en bombas... ¡Sí, cómo me gustaría que cayera una bomba!

—¡Karel! —lo llamó su...



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