E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: Ensayo
Kiedis Scar Tissue
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120426-9-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-120426-9-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Anthony Kiedis. Grand Rapids (EE.UU.), 1962.- El músico estadounidense es conocido internacionalmente por ser vocalista y miembro fundador de la popular banda de funk-rock Red Hot Chili Peppers. Con más de cien millones de álbumes vendidos en todo el mundo, es considerada una de las formaciones más influyentes en la actualidad. Kiedis estudió en Fairfax High School, donde conoció a los que serían sus compañeros de banda, Hillel Slovak, Flea y Jack Irons. En una ocasión Kiedis contó que antes de ser amigo de Flea tuvieron un enfrentamiento, pero finalmente 'nos unieron las fuerzas del dolor y el amor, nos hicimos virtualmente inseparables. Ambos éramos parias sociales, nos encontramos uno al otro y esto se convirtió en la amistad más duradera de toda mi vida'. Aunque participó en varias bandas que no tuvieron relevancia, no fue hasta principios de 1982 cuando fundó el grupo, llamado por aquel entonces 'Tony Flow & the Miraculously Majestic Masters of Mayhem'. Sus compañeros eran Michael 'Flea' Balzary en el bajo, quien aún pertenece al grupo, el batería Jack Irons y su excompañero Hillel Slovak, fallecido por sobredosis de heroína el 25 de junio de 1988. En 1983 cambiaron su nombre por el actual. El estilo vocal de Kiedis fue cambiando drásticamente según pasaban los años, y fue aprendiendo a controlar mejor su voz en cada álbum.
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01
«¿Yo? Yo soy de Michigan»[2]
Llevaba tres días seguidos chutándome coca con Mario, mi camello mexicano, cuando me acordé del concierto de Arizona. Para entonces, mi grupo, los Red Hot Chili Peppers, tenía un álbum en la calle y estábamos a punto de ir a Michigan para grabar nuestro segundo disco, aunque antes de eso Lindy, nuestro manager, nos había cerrado un bolo en la discoteca de un asador de Arizona. El promotor era fan del grupo y nos iba a pagar más de lo que valíamos, y todos necesitábamos el dinero, así que aceptamos tocar.
Solo que yo era un despojo. Solía ocurrirme siempre que bajaba al centro y me veía con Mario. Mario era un personaje increíble, un mexicano delgado, enjuto y astuto, como una versión algo mayor y más fuerte de Gandhi. Llevaba unas gafas grandes, así que no parecía violento ni imponente, aunque siempre que nos chutábamos coca o heroína se confesaba: «He tenido que hacerle daño a alguien. Soy sicario de la mafia mexicana. Cuando me llaman no quiero ni saber los detalles, hago mi trabajo y punto, pongo a quien sea fuera de circulación y me pagan». Imposible saber si lo que decía era verdad.
Mario vivía en el centro, en un viejo edificio de apartamentos de ladrillo, con ocho plantas, en un piso escuálido que compartía con su anciana madre, sentada siempre en la esquina del salón diminuto, viendo en silencio telenovelas mexicanas. A cada tanto estallaba una discusión en español y yo le preguntaba a Mario si no era mejor irnos a otro sitio a drogarnos (tenía un montón gigante de drogas y jeringas, cucharas y torniquetes en la misma mesa de la cocina). «No te apures. Está ciega y sorda, no sabe lo que estamos haciendo», me aseguraba. Y así era como me chutaba los revueltos con la abuelita en la habitación de al lado.
En realidad, Mario no era un camello al por menor, sino una vía de enlace con los mayoristas, así que la pasta con él te cundía muchísimo, aunque luego tenías que compartir la droga. Precisamente eso estábamos haciendo aquel día en la cocina diminuta. El hermano de Mario acababa de salir de la cárcel y estaba allí con nosotros, sentado en el suelo y gritando cada vez que intentaba encontrarse sin éxito una vena útil en la pierna. Era la primera vez que veía a alguien sin territorio practicable en los brazos, obligado a ir pinchándose en la pierna para chutarse.
Pasamos días así, e incluso en un momento dado llegamos a mendigar para conseguir algo más de dinero para coca. Pero aquel día, a las cuatro y media de la mañana, me di cuenta de que a la noche siguiente teníamos que tocar. «Bueno, hora de pillar algo de mercancía. Tengo que llegar a Arizona hoy y no me encuentro muy bien», decidí.
Así que Mario y yo nos montamos en mi Studebaker Lark verde, una chatarra cutre y pequeña, y fuimos hasta una parte menos amable, más siniestra, más profunda y oscura del gueto del centro en el que ya nos encontrábamos, a una calle en la que nadie querría estar, convencidos de que allí iban a tener los mejores precios. Aparcamos y caminamos unas manzanas hasta llegar a un edificio viejo casi en ruinas.
«Créeme, no quieres entrar —me dijo Mario—. Ahí dentro puede pasar de todo, y nada bueno. Dame el dinero y yo pillo».
Parte de mí estaba en modo «Dios mío, no quiero que me tanguen justo ahora. Mario nunca me lo ha hecho, pero no apostaría nada a que no lo fuese a hacer». Sin embargo, la otra parte, la de más peso, solo quería heroína, así que saqué los últimos cuarenta pavos que había reservado y se los di, y Mario desapareció dentro del edificio.
Llevaba tantos días seguidos chutándome coca que estaba alucinando, en un limbo extraño entre un estado de consciencia y el letargo. Solo podía pensar en que necesitaba que Mario saliera de aquel edificio con mis drogas. Me quité mi posesión más preciada, mi chaqueta vintage de cuero. Años antes, Flea y yo nos habíamos gastado todo el dinero que teníamos en dos chaquetas de cuero iguales, y esa prenda se había convertido para mí en un hogar. Era donde guardaba el dinero y las llaves y, en un bolsillito secreto chulísimo, las jeringas.
En aquel momento estaba tan reventado y tenía tanto frío que me senté en el bordillo y me eché la chaqueta sobre el pecho y los hombros, a modo de manta.
Y entonces entoné mi mantra: «Vamos, Mario, vamos. Baja ya». Me lo imaginé saliendo del edificio, con un vigor radicalmente distinto en los andares, después de haber mutado la bajona y el hundimiento en unos saltitos y silbidos en plan «venga, vamos a pincharnos».
Acababa de cerrar los ojos un instante cuando noté que una sombra se cernía sobre mí. Miré por encima del hombro y vi a un indio mexicano enorme, grande, sucio, con ojos de loco, que venía hacia mí con un par de tijeras gigantescas de cortar cabezas, grandísimas, tamaño industrial. Estaba a media puñalada de mí, así que arqueé la espalda hacia delante todo lo que pude para alejarme de su impulso. Pero de repente, un capullo mexicano canijo, pequeño, con expresión de calabaza de Halloween, saltó delante de mí con una navaja automática amenazante en la mano.
Tomé la decisión instantánea de que no iba a dejar que el grandullón me la metiera por detrás; era mejor probar suerte con el espantajo de asesino que tenía delante. Todo estaba ocurriendo muy rápido, pero cuando te enfrentas a la muerte cara a cara entras en modo cámara lenta y disfrutas de la cortesía del universo que expande el tiempo para ti. Así pues, me levanté de un salto y, con la chaqueta de cuero por delante, cargué contra el canijo. Lo empujé con la chaqueta y amortigüé la puñalada, solté la chaqueta y salí disparado de allí como un cohete.
Seguí corriendo sin parar y no me detuve hasta que llegué donde estaba aparcado el coche, pero entonces me di cuenta de que no tenía las llaves. No tenía llaves, ni chaqueta, ni dinero, ni jeringas y, lo peor de todo, no tenía drogas. Y Mario no era el tipo de tío que fuera a aparecer buscándome. Así que volví andando a su casa, pero nada. El sol ya había salido y se suponía que teníamos que irnos para Arizona una hora después. Fui a una cabina telefónica, busqué algo de suelto y llamé a Lindy.
«Lindy, estoy en la esquina de Seventh Avenue con Alvarado Street. Llevo un tiempecillo sin dormir y tengo aquí el coche, pero no las llaves. ¿Podéis recogerme de camino a Arizona?».
Lindy estaba acostumbrado a esas llamadas de auxilio marca Anthony, así que una hora después nuestra furgoneta azul estaba parando en la esquina, cargada con nuestro equipo y el resto del grupo. Y un pasajero trastornado, triste, hecho polvo y sucio se subió a bordo. De inmediato, el resto del grupo me hizo el vacío, así que me limité a tumbarme bajo los asientos todo lo largo que era, apoyé la cabeza en la columna central entre los dos asientos delanteros y me quedé inconsciente. Horas después, me desperté empapado en sudor porque estaba tumbado encima del motor y fuera había por lo menos cuarenta y seis grados. Pero me sentía de maravilla. Y Flea y yo partimos una pastilla de LSD para los dos y reventamos aquel asador.
Es probable que la mayoría de la gente considere el acto de la concepción una función biológica sin más. Sin embargo, para mí está claro que hasta cierto punto los espíritus eligen a sus padres, porque esos padres en potencia poseen ciertos atributos y valores que su hijo o hija en ciernes necesita asimilar a lo largo de la vida. Así pues, veintitrés años antes de acabar en la esquina de Seventh Avenue con Alvarado Street, yo ya había reconocido a John Michael Kiedis y a Peggy Nobel como dos personas hermosas aunque atribuladas que serían los padres perfectos para mí. La excentricidad y la creatividad de mi padre y su actitud contraria al establishment, combinadas con el amor plenamente abarcador de mi madre, su calidez y su diligente coherencia, eran el equilibrio óptimo de atributos para mí. Por tanto, ya fuese por mi propia voluntad o no, fui concebido el 3 de febrero de 1962, en una noche terriblemente fría y nevosa, en una casita sobre una colina de Grand Rapids, Michigan.
En realidad, mis dos padres eran unos rebeldes, cada uno a su manera. La familia de mi padre había migrado a Michigan desde Lituania a principios del siglo XX. Anton Kiedis, mi bisabuelo, era un tipo bajo, fornido y huraño que gobernaba su casa con mano de hierro. En 1914, nació mi abuelo John Alden Kiedis, el último de cinco hermanos. La familia se mudó entonces a Grand Rapids, donde John asistió al instituto y destacó en las carreras. De adolescente fue un aspirante a cantante melódico tipo Bing Crosby y un excelente escritor de relatos amateur. Criarse en la familia Kiedis significaba que mi abuelo no podía beber, fumar ni decir palabrotas. Nunca tuvo ningún problema en ajustarse a ese estilo de vida estricto.
Al final, terminó conociendo a una mujer hermosa llamada Molly Vandenveen, cuya herencia era un pastiche de ingleses, irlandeses, franceses y holandeses (y, según hemos descubierto recientemente, algo de sangre mohicana, lo que explica mi interés por la cultura de los nativos americanos y mi identificación con la Madre Tierra). Mi padre, John Michael Kiedis, nació en Grand Rapids en 1939. Cuatro años después, mis abuelos se...




