Keith | El mito vegetariano | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 408 Seiten

Reihe: ENSAYO

Keith El mito vegetariano


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120906-3-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 408 Seiten

Reihe: ENSAYO

ISBN: 978-84-120906-3-5
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
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Nos han dicho que una dieta vegetariana puede alimentar a los hambrientos, honrar a los animales y salvar el planeta. Lierre Keith creía en esa dieta basada en plantas y pasó veinte años como vegana. Pero en El Mito Vegetariano explica que hemos sido engañados, no por nuestros anhelos de un mundo justo y sostenible, sino por nuestra ignorancia. La verdad es que la agricultura es un asalto implacable contra el planeta, y más de lo mismo no nos salvará. Keith argumenta que si queremos salvar este planeta, nuestra comida debe ser un acto de reparación profunda y duradera: debe provenir de las comunidades internas y activas, no debe imponerse a través de ellas.

Lierre Keith es una escritora estadounidense, feminista, activista alimentaria y ecologista. Comenzó su participación pública en el movimiento feminista como editora y fundadora de 'Vanessa and Iris: A Journal for Young Feminists (1983-85)'. Fue voluntaria en el grupo Women Against Violence Against Women en Cambridge, donde participó en eventos educativos y campañas de protesta. En 1984 fue miembro fundador de Minor Disturbance, un grupo feminista de protesta contra el militarismo. En 1986 fue miembro fundador de Feminists Against Pornography y de la revista Rain and Thunder en Northampton.
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02


Vegetarianos

por razones morales

Empecemos con una manzana, un alimento tan pacífico que quiere ser comido, dicen los frugívoros, las personas que intentan vivir comiendo solo fruta, o morir en el intento. Algunas plantas rodean sus semillas con una pulpa dulce envuelta en colores llamativos para tentar a los animales para que se las coman y para que, al comérselas, se lleven las semillas a un nuevo suelo, potencialmente fértil. Los animales hacen lo que las plantas no pueden hacer por sí mismas, ya que están arraigadas en un único lugar: encontrar un lugar nuevo para que crezca su descendencia.

De modo que comerse una manzana está bien, según estos vegetarianos de altísimos principios morales, ya que nadie muere en este proceso. O eso es lo que parece.

El primer problema que surge aquí es que los seres humanos no plantan las semillas de la manzana. Las tiramos. Cortamos deliberadamente el corazón de la manzana para no comernos las semillas y las tiramos a la basura —lo que en los países industriales se traduce en que las sellamos dentro de una bolsa de plástico que acaba sepultada en un vertedero—. O una fábrica exprime o corta la fruta para que nosotros la disfrutemos después, convertida en zumo o en tartas de manzana de McDonald’s, y tira la piel, la pulpa y las semillas bien lejos de un claro del bosque con un buen montón de estiércol.[10]

O, si somos personas con una extraordinaria conciencia ecológica, tiramos las semillas en el montón del compost, donde el tiempo, el calor y las bacterias acabarán matándolas. Al fin y al cabo, uno de los objetivos de cualquier sistema de compostaje que se precie es precisamente matar todas las semillas supervivientes.

Y ninguno de estos destinos corresponde a lo que el árbol tenía previsto para sus semillas.

El árbol no nos regala esa pulpa dulce por la bondad de su corazón de madera. El árbol ha llegado a un acuerdo con nosotros, pero, aunque le hemos dado la mano y hemos recogido su fruta, no cumplimos con nuestra parte del trato.

Hay un flagrante antropocentrismo en este argumento, que resulta extraño por venir de personas que se han adherido a una idea política de liberación animal. «El árbol frutal me da alimento y yo devuelvo las semillas a la naturaleza para que puedan crecer más árboles», escribió un vegetariano.[11] Sí, de acuerdo, pero no es cierto que devolvamos las semillas a la naturaleza. ¿Por qué se nos permite a los seres humanos coger sin dar nada a cambio? ¿Eso no es explotación? ¿O, como mínimo, robar? La fruta no es, como afirman, «el único alimento que se nos entrega libremente».[12] El propósito de esa fruta no es servir a los seres humanos. Su propósito es servir a las semillas. La razón por la que el árbol dedica tantísimos recursos para acumular fibras y azúcares es garantizar el mejor futuro posible para su descendencia. Nosotros cogemos esa descendencia, en su dulce envoltorio, y la matamos.

Esto no es algo que los vegetarianos quieran oír, al menos aquellos que yo llamo vegetarianos por razones morales. Hay otras ramas en el árbol del vegetarianismo —los vegetarianos por razones políticas, que creen que una dieta basada en plantas es más justa y sostenible, y los vegetarianos por razones nutricionales, que creen que los productos animales son la causa de todos los males provocados por la dieta— y abordaré esos argumentos en sucesivos capítulos. Sin embargo, el argumento moral es el toque de trompeta que atrae a la mayoría de los vegetarianos a la causa. En mi caso, eso era lo que me impedía analizar o siquiera cuestionarme la dieta vegana, pese a todas las pruebas de que mi salud se estaba viendo negativamente afectada por ella. Quería creer que mi vida —mi existencia física— era posible sin matar, sin muerte. Pero no es posible. No puede haber vida sin muerte. Y puesto que en los cuentos de hadas siempre hay manzanas, sigamos sus migas a través del bosque de frutales.

Siguiendo estas migas llegamos directamente al segundo problema: en la naturaleza no hay manzanas. Las manzanas están domesticadas. Las manzanas empezaron su historia como Malus sieversii, en las montañas de Kazajistán y, en el principio de los tiempos, eran amargas.

«Es como hincar los dientes en una patata agria o una nuez de Brasil algo blanda y cubierta de cuero —describe Michael Pollan tras probar auténticas manzanas silvestres—. Al primer bocado, algunas de estas manzanas producían una sensación muy prometedora en la lengua (¡por fin me comeré una manzana de verdad!), pero, de repente, esa sensación se transformaba en una acidez tan intensa que se me revuelve el estómago solo con recordarlo».[13]

Y lo mismo puede decirse de casi todas las frutas domesticadas. Sus progenitores son prácticamente incomibles para los seres humanos.

«El árbol frutal me da alimento y yo devuelvo las semillas a la naturaleza para que puedan crecer más árboles».[14] ¿De verdad? Inténtalo si quieres. Porque la mayoría de los árboles que producen fruta comestible —y en particular los que dan manzanas— no nacen de semillas. Si plantáramos realmente las semillas de una manzana, la mayoría de las plantas silvestres que germinarían serían difíciles de comer para los seres humanos. Los árboles frutales son árboles con injertos, no germinan de una semilla.[15]

El alimento «natural» de los seres humanos no existe en la naturaleza. Si un día nos encontramos perdidos (y muriéndonos de hambre) en un bosque incomestible, quizá sea porque nuestro mapa moral estaba equivocado.

Decir que existe un «alimento que se nos entrega libremente» implica que hay alguien que da —el árbol, la caña de azúcar, el trigo—. Creer que existen alimentos que no suponen «ningún asesinato ni ningún robo de animales ni plantas»[16] implica reconocer que las plantas y los animales aman sus vidas y las partes de sus cuerpos, independientemente de que sean fibrosas o musculares, pero ¿no quieren a su descendencia? El argumento falla justo aquí. Si creemos que son sentientes, ¿por qué no creemos que sus bebés también lo son? Si está mal robar de una planta, ¿por qué no está mal matar una semilla? No se pueden admitir las dos cosas. O hay alguien que da, un ser que merece nuestra reciprocidad, o no lo hay. Si matar es el problema, la vida de una vaca alimentada con hierba me dará de comer durante todo un año, mientras que una única comida vegana de bebés vegetales —granos de arroz, almendras, brotes de soja— molidos o hervidos vivos supondrá cientos de muertes. ¿Por qué no importan esas vidas?

«No comeré nada que tenga madre o que tenga cara» era una de mis declaraciones de principios más recurrentes. Pero todos los seres vivos tienen madre. Y algunos tienen también padre. ¿Por qué no sabía yo eso? Lo que realmente quería decir era: no comeré nada que haya sido criado por su madre, lo que se refería, esencialmente, a las aves y los mamíferos, aunque tampoco comía pescado ni marisco. Algunos seres vivos dan sus vidas al engendrar a sus crías. Eso significa que no pueden seguir viviendo para criarlas, pero ¿significa eso que aman a sus crías menos que otros? La maternidad —y a veces la paternidad— como sacrificio definitivo. ¿No implicaría esa acción que son los que más aman a sus crías? Y si tu madre no te ama, ¿significa eso que tu vida vale intrínsecamente menos por eso?

Luego está la parte de la cara. ¿Por qué el hecho de poseer cara es lo que determina quién cuenta y quién no? Lo que realmente se define con esto es quién se parece más a los seres humanos y quién menos: ¿se parecen a nosotros? Ahí tenemos de nuevo el antropocentrismo, un sistema ético basado en lo que se parece un ser vivo a un ser humano. ¿Por qué es eso lo que importa? ¿Por qué son los seres humanos el estándar que decidirá quién vive y quién muere?

Del manzano cae una manzana. Nos comemos su dulce pulpa y, a pesar de nuestras hipócritas afirmaciones en sentido contrario, matamos las semillas. Quizá alguien pueda decir que, en otros tiempos, los seres humanos actuaban como agricultores involuntarios, portadores de semillas, que escupían o excretaban las semillas amargas, y que algunas de ellas germinaban. Que no siempre hemos robado y matado a los retoños del manzano. Quizá, si se retirara el asfalto y se restaurara la tierra, la reciprocidad subyacente en la relación entre los seres humanos y los manzanos podría restablecerse de forma natural.

Sin embargo, lo cierto es que los seres humanos no pueden sobrevivir únicamente a base de manzanas. Y en el universo de los vegetarianos por razones morales se considera que todas las semillas —los frutos secos, los cereales— se nos entregan libremente. En el caso de estas últimas semillas, no hay ni siquiera una sabrosa pulpa a cambio del transporte de bebés. Los seres humanos nos comemos las propias semillas. Recuerdo cómo me justificaba yo esto: las gramíneas anuales morirían de todos modos en la época de la cosecha, de modo que, en realidad, yo no mataba a nadie. El problema, evidentemente, es que yo no me comía la parte que moría: el tallo. Los seres humanos no podemos digerir la celulosa. Yo me comía precisamente la parte que más ganas tiene de vivir: la semilla. De hecho, tienen tantas ganas de vivir que incluso después de miles de años en estado...



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