E-Book, Spanisch, 480 Seiten
Reihe: TBR
Joyce Pacto entre ex
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19621-94-8
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 480 Seiten
Reihe: TBR
ISBN: 978-84-19621-94-8
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Un viñedo en Napa. Nueve días. Un reencuentro. Un pacto. Mi mejor amigo está convencido de que su boda está gafada, y yo estoy dispuesta a hacer todo lo posible para que salga bien. Pero claro, también va a estar él, Eli Mora, mi ex, ese que destrozó mi corazón y en quien no puedo dejar de pensar después de cinco años. Sobrevivir a esta boda va a ser un reto, pero tengo que hacerlo como sea.
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Prólogo
No me gusta pensar en cómo terminaron las cosas, pero a veces pienso en cómo empezaron: conmigo entrando en casa de otra persona sin llamar. Algo muy típico de mí, porque de pequeña nunca quería volver a mi casa después del cole para no estar sola, ya que mi padre estaba siempre trabajando. Pero, aparte de eso, el comienzo fue un día atípico.
Cuando me permito pensar en ello, veo todo en mi mente como si fuera una película. Lo siento igual que si estuviera sucediendo ahora y no hace trece años, cuando en realidad ocurrió. Mi yo de quince girando el pomo de una casa en la que he estado cientos de veces. Entro sin problema porque, cuando tiene lugar la escena, ya estoy en segundo curso del instituto y entro y salgo de la casa de los Cooper-Kim como si fuera la mía.
Mi mejor amigo, Adam Kim, está en alguna parte, seguramente apestando a sudor después de correr en clase de educación física. Yo me he preocupado de ducharme antes de venir, al menos.
Saludo a Gravy, Pop-Tart y Dave, los tres perros adoptados de Adam, y aguzo el oído al percibir la musiquilla de un videojuego a todo volumen y, por debajo, la voz de dos personas. Los perros me siguen hasta la salita donde Adam tiene la consola. El tintineo de las chapas que cuelgan de sus collares es un sonido tan familiar para mí como el latido de mi corazón.
La casa de Adam es cálida y soleada, ruidosa la mayor parte del tiempo, y siempre huele ligeramente a limón. La primera vez que entré, sentí que algo me golpeaba por dentro. Comprendí lo que era un hogar: algo más que un lugar habitado por dos personas cuyas vidas se cruzan de vez en cuando. Mi casa es silenciosa y no suele haber nadie. No ha cambiado nada desde el día que mi madre se fue, cuando yo tenía tres años, y ahora.
Cuando mi padre y yo logramos coincidir es genial. Me pregunta un montón de cosas y me dice lo buena hija que soy, lo fácil que ha sido todo conmigo, lo orgulloso que está de mis notas y de las extraescolares que hago. Escucha todo lo que digo, sin levantar el móvil que reposa bocabajo en la mesa del comedor y que no deja de vibrar por las notificaciones. Pero, al final, gana el teléfono y me quedo otra vez sola, deseando poder disfrutar de más tiempo con él.
Por eso me he acostumbrado a hacer de la casa de los demás mi hogar, y mi favorita es la de los Cooper-Kim.
Vuelvo al recuerdo. Casi he llegado a la salita de juegos, pero aún no sé quién está con Adam. Espero sinceramente que no sea Jared. Le he dicho mil veces a Adam que ese tío es gilipollas.
Con la intensidad que da ver las cosas en retrospectiva, sé lo que va a ocurrir segundos antes de que pase, de modo que siempre contengo el aliento cuando llego a esta parte... La parte en que doblo la esquina y me doy de morros con un torso ancho. No lleva capas de ropa suficientes que suavicen el golpe.
–Cuidado –susurra alguien por encima de mí. Unas manos cálidas y fuertes me sujetan por los brazos para que no me caiga.
Levanto la cabeza (bastante) hasta llegar al rostro de un chico que mi yo de quince años no conoce de nada.
Y es guapísimo. Alto (obvio) y ancho de hombros, aunque aún no ha desarrollado del todo los músculos de las extremidades. En ese momento no soy consciente del cuerpazo que va a echar, ni de que su fuerte pecho será la almohada perfecta para mí. Se le ensancharán los muslos, marcándosele de tal forma que se me caerá la baba al verlos, y convirtiéndose la base perfecta para sentarme encima.
Pero sus ojos no cambiarán. Seguirán teniendo esa mezcla hipnótica de caramelo y oro rodeado de café intenso, enmarcados por unas pestañas y unas cejas negras a juego con su pelo. Y seguirán cruzándose con los míos igual que en este momento de película: como si saltara un resorte que nos deja enganchados.
–¡Hola! –digo alegremente.
Las comisuras de sus labios tiran hacia arriba y exhiben una boca grande, ideal para albergar las sonrisas de oreja a oreja que no concede así porque sí, como más adelante descubriré. Es propenso a las sonrisas enigmáticas o tímidas y suaves, como la de ahora.
–Ey.
Retrocedo un paso con el corazón acelerado tras el encontronazo, notando el calor que sus manos me han dejado en la piel.
–Perdona, no sabía que Adam tuviera visita –digo.
–¡Eso nunca ha sido un problema para ti, Woodward! –grita Adam sin despegar los ojos de la pantalla.
Pongo los míos en blanco y me giro hacia el desconocido.
–Soy Georgia, la mejor amiga de este imbécil.
–Anda, Georgia, como el estado famoso por sus melocotones –contesta él, levantando un poco el tono al final de la frase.
No es una pregunta, sino una especie de chiste. Me han hecho el mismo comentario un millón de veces y lo odio; pero me gusta la forma en que lo dice él, como si supiera que es una chorrada y quisiera indicarme que no lo dice en serio.
Sonrío. Cuando revivo ese momento, pienso en lo franca, esperanzada y radiante que es la expresión de mi cara.
–Muy bueno. Es la primera vez que me lo dicen.
Entorna los ojos como intentando saber de qué voy. Luego se echa a reír, y tomo nota de lo poco que tarda en hacerlo. Es como si se hubiera creado una especie de complicidad entre los dos.
–No lo dices en serio.
–No –contesto, y me río yo también.
–Entonces, ¿no he sido el primero? –pregunta, fingiendo que está decepcionado.
–Ha habido noventa y ocho antes que tú... Pero tranquilo, que el noventa y nueve es el número de la buena suerte –respondo sin dudar, y él sonríe de oreja a oreja–. ¿Quieres que te llame por el número, o tienes nombre?
–Se llama Eli... Cabronazo –grita Adam.
Aparto la vista del desconocido, que después descubriré que se llama Eli Joseph Mora, y miro a mi amigo, que me saca la lengua sin dejar de sobar el mando de la consola. A su lado hay otro mando y una bolsa de Doritos vacía.
Cuando vuelvo a mirar a Eli, nuestros ojos se encuentran. Lo noto en el pecho, tanto en el momento del recuerdo como ahora. Cada vez que me permito repasar aquel primer día, siento deseos de escapar de allí y de quedarme a vivir en él a partes iguales.
Mi yo de quince años sonríe al Eli de quince años.
–Eh, Eli, espero que no seas tú el cabronazo.
–No que yo sepa –dice él.
Una chispa de diversión y algo más le ilumina los ojos, me traspasa y se cuela en mi interior. Permanecerá allí dentro durante años, mientras superamos la fase de «conocidos» para atravesar las de «amigos» y «mejores amigos», y no prenderá hasta nuestro primer año en la Universidad Politécnica Estatal de California, después de dos años en otro centro preparando el acceso.
–¿Y quién eres? Aparte de un desconocido hasta... –miro el reloj, uno de la marca Fossil que me he comprado con el dinero que me dio mi padre en Navidad porque no quería equivocarse de modelo– hace tres minutos.
–Supongo que soy el chico nuevo. –Frunce la nariz y me doy cuenta de que se le ha quemado con el sol–. Acabo de llegar desde Denver. Empecé en Glenlake hace dos días.
No me lo dice en ese momento, pero después me contará que sus padres lo mandaron junto a sus dos hermanas pequeñas a casa de su tía en Glenlake, una ciudad pequeña del condado de Marin, al norte de San Francisco. Su padre, agente hipotecario, se quedó en paro cuando estalló la crisis, y su situación económica se deterioró tanto que perdieron su casa. Así que, a los quince, Eli dormía en un sofá cama en la sala de estar de su tía. Años después, cuando nos compramos nuestra primera cama, insistí hasta convencerle de que eligiera una digna de un rey.
Por primera vez, me fijo en la forma en que levanta los hombros, como si esperase que yo le pregunte algo. Ese día no me revela ninguno de sus secretos más íntimos, pero terminará confiándome muchos de ellos antes de que empecemos a ocultarnos el uno del otro.
–¿Y ya has caído ya en las garras de Adam? –pregunto–. No veas si te das prisa, Kim.
Adam sonríe, pero no nos mira siquiera.
Eli se gira para mirar por encima del hombro a su nuevo amigo y luego se vuelve hacia mí, frotándose la nuca.
–Sí, creo que me ha adoptado un poco.
–Así es Adam –contesto yo, recordando el día que nos conocimos Adam y yo, nada más empezar la secundaria.
Fue justo un mes después de que mis mejores amigas de los tres años anteriores, Heather Russo y Mya Brogan, pasaran de mí olímpicamente. A mitad de curso, las que creía que serían mis amigas para toda la vida decidieron de pronto que yo era demasiado dependiente. Se cansaron de oírme proponer todo el rato que fuéramos a casa de alguna de ellas y les dio por decir que los arrebatos emocionales que me daban de vez en cuando eran un rollo.
Al final, Adam me salvó de la soledad. No me extraña nada que también haya salvado a Eli, aunque todavía no soy consciente de lo solo que se siente él también, ni de que la casa de Adam se convertirá en un hogar para él, igual que lo es para mí.
–Muy bien, Eli –continúo mientras lo miro de arriba abajo. Lleva unas Nike gastadas, pantalones cortos de deporte y una camiseta rota por el cuello. Atisbo una pizca de la piel dorada que le recubre la clavícula, el brillo de una fina cadena de oro–. Entonces, yo también te adopto un poco.
Me recorre el rostro con la mirada.
–Me parece...




