E-Book, Spanisch, 446 Seiten
Reihe: TBR
Joyce De repente tú
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19621-53-5
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 446 Seiten
Reihe: TBR
ISBN: 978-84-19621-53-5
Verlag: TBR Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Creció como lectora voraz y, gracias a una familia llena de mujeres que adoraban la novela romántica, descubrió las historias de amor y nunca miró atrás. Cuando no está escribiendo, se la puede encontrar escuchando una de sus caóticas listas de reproducción, llorando con TikToks, comiendo por el Bay Area de San Francisco con su marido y su hijo o viendo la versión de 2005 de Orgullo y prejuicio.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
UNO
ME DESPIERTO CON DOS MILLONES DE VISITAS.
Al principio no me doy cuenta. Con los ojos cerrados, recorro con la mano la carrera de obstáculos formada por tazas, envoltorios de comida y barras de cacao para los labios de mi mesita de noche hasta encontrar el móvil. Lo único que quiero es saber la hora.
O quizás no. Por la luz del sol que me atraviesa los párpados cerrados a cal y canto, es vergonzosamente tarde.
Agarro el cable del cargador y arrastro el teléfono por la mesita de noche, tirando las barras de cacao como si fueran bolos.
No pasa nada. La Noelle del futuro puede ocuparse de ese desorden.
Al fin coloco una mano en mi premio e ilumino la pantalla. Pero en lugar de en la hora, mis ojos adormilados se quedan pillados en la avalancha de notificaciones de TikTok. Aunque parpadeo ante la astronómica cifra, sigue subiendo, aumentando de cinco en cinco, de diecisiete en diecisiete, de cuarenta y dos en cuarenta y dos.
–Qué coño... –grazno.
Entonces lo recuerdo: mi vídeo.
Mi agarre, ya débil por el sueño, me falla y el teléfono se me cae en la cara.
La puerta se abre de golpe al oír mi aullido de dolor. Con los ojos llorosos, veo la silueta de mi madre.
–Noelle, ¿qué narices pasa?
Si esto fuera una serie de comedia, aquí es donde se congelaría la imagen: en mí, con veintiocho años, rodando sobre mi cama de la infancia, cegada por un extraño accidente con un iPhone después de hacerme viral en una aplicación de una red social dirigida a adolescentes.
Lo único que no me da ganas de morirme por dentro es cuánta gente ha visto este vídeo. El corazón me da un vuelco. Puede que incluso lo haya visto la persona adecuada.
Me siento y aprieto los dedos contra el hueso orbital dolorido mientras busco a tientas el teléfono. Desde la puerta, mi madre me observa desconcertada, ataviada con ropa de spinning en lugar del traje que se pone para trabajar. Debe de ser sábado.
–¿Estás bien? –Unos ojos marrones iguales que los míos se deslizan hacia la bicicleta de la esquina de la habitación. En la pared, un letrero de neón proclama: «Sé increíble».
Sé que se muere por encenderlo. Ojalá pudiera destruirlo. No hay nada como despertarse con un positivismo agresivo cada mañana cuando eres una adulta que ha tenido que volver a casa de sus padres después de que la hayan despedido de un trabajo que ni siquiera le gustaba.
–Sí, mamá, estoy bien. –Suspiro, con un incipiente dolor de cabeza–. Se me acaba de caer el móvil en la cara.
–Lo siento, cariño. ¡Eh! Ya que estás levantada, voy a hacer una sesión rápida.
Todo esto lo dice de un tirón, ya en la bici con sus zapatos especiales y extrarruidosos en la mano. Me faltan dedos para contar el número de veces que me ha despertado haciendo ruido metálico sobre la madera dura en los últimos cuatro meses. Aunque no es culpa suya haber convertido el dormitorio de mi infancia en un santuario para su bicicleta de casi dos mil pavos. He de decir que ninguna de las dos previó que yo volvería a estar aquí.
–Tú a lo tuyo. –Vuelvo a esconderme debajo del edredón y abro mi cuenta de TikTok, con el corazón palpitante.
Justo ahí, en mi último vídeo, publicado hace poco más de una semana, está el número de visitas: 2,3 millones. Hay más de cuatrocientos mil «me gusta» y mil seiscientos comentarios.
Madre mía.
¿Qué narices ha pasado? Anoche, cuando me dormí a las nueve, solo tenía ochenta «me gusta». Y, lo más aplastante, ningún comentario.
Mis expectativas eran bajas, pero deberían haber sido más bajas aún. Creé la cuenta en septiembre porque estaba aburrida, y luego comencé a publicar mis fotografías al ver que otras cuentas de fotografía despegaban, aunque a nadie le importaba una mierda la mía.
Pero la esperanza empieza con una chispa, ¿no? Al menos, eso es lo que mi abuela solía decirme con un guiño.
Atesoro todos los consejos que me dio para cuando los necesito, que era algo frecuente antes de su muerte y casi constante ahora que ya no está. Fue un elemento fijo en mi vida desde el principio, la persona a la que recurría cuando pasaba algo, bueno o malo. Es poco convencional llamar a una abuela tu mejor amiga, pero la mía lo fue desde que entendí el concepto de «mejores amigos».
Pasaron dos meses después de su muerte antes de que pudiera ver fotos de ella sin llorar al instante. Tengo un mensaje de voz de ella cantando Cumpleaños feliz que no puedo escuchar, ni siquiera seis meses después.
Pero este vídeo –el que ahora tiene millones de visitas– es tanto una carta de amor a ella como una pregunta al universo. O una plegaria.
Cuando descubres que tu abuela tuvo un novio secreto a los veinte años, quieres saber más. ¿Y cuando ella no está para responder a la avalancha de preguntas que surgen en cuanto sacas esas fotos de un sobre desgastado por el tiempo y metido en una caja de un rincón polvoriento de su garaje? Pues tienes que buscar medios alternativos.
Mi padre fue mi primera parada. Le pregunté si sabía algo del historial amoroso de la abuela, pero no le di muchos detalles. Tenía que andarme con pies de plomo: si no sabía nada de la relación, podría disgustarlo. Su dolor seguía tan vivo como el mío.
–Para ella solo existía mi padre, y para él, mi madre. Ella siempre hablaba de que él era su gran amor –me dijo.
La relación de sus padres siempre ha sido un motivo de orgullo. Su historia de amor puso sus propias expectativas por las nubes, convirtiéndolo en un romántico empedernido, y esas expectativas fueron calando. Era un chiste muy antiguo en nuestra familia: «Si no es como la abuela y el abuelo Joe, no lo queremos».
Mi padre había entrecerrado los ojos con curiosidad, tal vez sospecha, ante mi silencio subsiguiente.
–¿A qué viene esa pregunta?
–Ah, por nada –respondí mientras una foto de ella y de otro hombre me quemaba en el bolsillo trasero de los vaqueros.
Así que mi padre quedaba descartado. Y si él estaba descartado, todos los demás de la familia también. Podrían ir corriendo a decírselo.
Había pasado suficiente tiempo en TikTok para saber que era inútil y transformador a partes iguales: rutinas de baile sosísimas mezcladas con vídeos de reencuentros que me hacían sollozar sobre la almohada a las dos de la madrugada. Si publicaba la información que había encontrado y lo hacía de una forma lo bastante atractiva, existía la posibilidad de que alguien la viera. Existía la posibilidad de que alguien tuviera algo de información.
Quizás supiera algo de la colección de fotos y de la carta que la abuela había guardado durante más de sesenta años. Tal vez supiera que el hombre guapo de las fotos, con el pelo oscuro ondulado y un hoyuelo profundo, se llamaba Paul. Sé su nombre porque estaba escrito en el reverso de las fotos con una versión más firme de la alegre letra de la abuela, junto con los años: 1956 y 1957.
Se casó con el abuelo Joe en 1959 tras un romance relámpago. Me sé su historia de memoria; a la abuela le encantaba contármela. Pero nunca pronunció el nombre de Paul, ni una sola vez, y eso es extraño. Jugábamos constantemente a un juego que llamábamos con cariño «cuéntame un secreto». Yo siempre le contaba el mío, y ella a mí el suyo.
O eso creía.
Antes de armarme de valor para mirar los comentarios y confirmar si mi respuesta está ahí, decido volver a ver el vídeo.
Presiono la pantalla con el pulgar y se pone en marcha, reproduciendo la canción de Lord Huron que elegí para llegar a la gente. El texto que he añadido se superpone a cada foto que sostengo en el fotograma; el esmalte de uñas desconchado de color menta que llevo en el pulgar contrasta con las impresiones en blanco y negro.
Hay un atisbo de pena al mirar su cara, que en su juventud se parecía mucho a la mía. La arquitectura de nuestros rasgos es la misma; la gente siempre nos lo ha dicho. Gemelas separadas por unos cincuenta años. Almas gemelas nacidas en décadas distintas.
En la primera imagen aparecen la abuela y Paul delante de una casa que no reconozco. El texto en la pantalla dice: «Mi abuela falleció hace poco. Encontré estas fotos de ella y de un hombre que nunca conocí».
Luego están en la playa, ella mirando a Paul con una sonrisa coqueta en la cara: «La única información que tengo es que su nombre es Paul y que se conocieron en Glenlake, California, alrededor de 1956».
A continuación, hay una foto de ellos abrazados, con la mejilla de ella apoyada en el pecho de él y los ojos cerrados: «Mi abuela se llama Kathleen, y creo que tenía veinte años en estas fotos».
La última es de Paul sentado en una mesa de pícnic, con la barbilla apoyada en la mano, mirando...




