E-Book, Spanisch, Band 333, 152 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
Jodra Davó La prueba de los reyes
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-26-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 333, 152 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
ISBN: 978-84-10183-26-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Carmen Jodra Davó (Madrid, 1980-2019). Licenciada en Filología Clásica por la Universidad Autónoma de Madrid, publicó los poemarios Las moras agraces (XIV Premio de Poesía Hiperión) y Rincones sucios (accésit del XIX Premio «Joaquín Benito de Lucas»). La prueba de los reyes es una de las varias obras que dejó inéditas.
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El libro de Raik
I
Raik acababa de cumplir once años y ya hacía uno que esperaba poder someterse a su iniciación. Se sentía fuerte y preparado, mucho más preparado, en verdad, que ninguno de los jóvenes de su edad, el último de los cuales había regresado hacía apenas un mes, delgado como un junco seco y azul de fiebre, pero con las plumas doradas de un tiarin que le habían valido su admisión en el círculo de adultos. ¿Y él? Él tenía buenas razones para la paciencia.
—Paciencia —le había dicho el druida una noche, cuando se acercaba el plenilunio de diciembre y una exaltación dolorosa se había apoderado de todos los de su año—. Esto será lo que aprendas, y que muchos no aprenden; esto, ya que no otra cosa.
—¿Qué quieres decir? —había preguntado Raik, con un estremecimiento
—No podrás salir a tu iniciación este invierno. Deberás cuidar de tu madre.
Raik inclinó la cabeza. No lloraré, se prometió. No delante del druida. Hacía tiempo que temía esto: desde que su madre cayó enferma. No había nadie más en su pequeña familia. Ellos dos habían cuidado de sí mismos, y ahora le tocaba a él cuidarla a ella.
Y sin embargo llevaba toda su vida preparándose para la iniciación. Había enfrentado su cuerpo delgado y moreno al frío, a la lluvia, a los bosques hostiles; había trabajado y luchado por hacerse más sabio y más resuelto, más resistente y más hábil que nadie; un día él habría de ser el primero de entre los hombres de su pueblo. Nunca había tenido dudas.
—¿No hay ninguna otra cosa…? ¿No puede ser de otra manera? —preguntó.
—No.
Bajo la mirada del druida, Raik luchó consigo mismo largos momentos, mientras el creciente de la luna avanzaba imperceptiblemente. Cuando volvió a alzarse la hirsuta cabeza, ceñida por una banda de cuero rojo, tenía la mirada brillante de lágrimas, y la voz le temblaba; pero no lloró.
—Muy bien. Yo mismo soy la víctima en el sacrificio. Pero he tomado mi decisión: no dudaré más. A mi madre no le faltará quien la cuide mientras yo viva.
Y no dudó más. De aquello hacía un año; volvía a acercarse el plenilunio de diciembre. Raik cubrió a su madre con una gran manta de parda piel de oso, y avivó el fuego.
—Abrígate bien, madre —le dijo—. El druida anuncia tormenta. Si llueve, hará menos frío.
Se sentó a su lado. Ella, que tenía el largo y lacio cabello negro de su hijo y los mismos ojos vivos y fieros, le acarició la cabeza y preguntó con la suavidad de los enfermos:
—¿Es cierto que se ha helado el río?
—Lo encontramos helado esta mañana. Rompimos el hielo y lo retiramos, y también en los arroyos. Mira.
Una línea enrojecida, reciente, en el dorso de la mano.
—Grandes placas de hielo —explicó. Estaba orgulloso porque había sufrido. Había levantado en vilo láminas cortantes con sus manos desnudas y sumergido los brazos hasta el codo en el agua helada. Al poco de comenzar el trabajo ya no sentía sus propias manos, sino sólo un dolor que palpitaba en las puntas de sus dedos y se extendía a todo su cuerpo, tensándolo; una sensación tan aguda que ni siquiera se percibía ya como frío. No había sentido el corte hasta más tarde, cuando recuperó el calor.
Pero la madre movió la cabeza, sonriendo:
—Ten cuidado. Ya tienes suficientes cicatrices.
Aquella misma noche estalló la tormenta. Truenos largos y próximos fueron sus embajadores durante un tiempo; después la bóveda se despojó de su carga, y hubo una lluvia gruesa y apretada que caía con ruido, y un retumbar sordo que estremecía la tierra, y relámpagos. Pero lo más pavoroso era el viento. Raik, asomado por un resquicio entre los tapices de lana basta que cubrían la puerta, mirándolo azotar los árboles, desviar la lluvia, y hacer restallar las cuerdas sueltas de los caballos, tuvo la clara impresión de que este viento salvaje lo estaba desafiando a él.
—Apártate de ahí, Raik —ordenó su madre, con una nota de inquietud.
—No —replicó, volviéndose. No podía explicar por qué; quería salir. Habría que recoger los animales, ponerlos a cubierto; alguien debería haber pensado en tapar las jarras de grano.
—Deja que salga —dijo, casi sin darse cuenta.
—No —replicó ella levantando extrañamente la voz.
Se quedó donde estaba, observando y escuchando. El viento era gris e imprevisible, gris y poderoso, como una bestia del bosque, como un lobo cuando se enfurece y nadie está seguro de su vida ante él. Este viento daba más miedo. Una ráfaga golpeó de frente la puerta del cercado de los caballos y se la llevó por delante. Uno de los animales gritó al recibir el impacto, y los otros se dispersaron en todas direcciones.
Raik se puso en pie de un salto y corrió hacia el exterior. Detrás de él, su madre le ordenó que regresara. No hizo caso. Su voz apenas le alcanzaba.
—Los caballos —se dijo en voz alta, y no se oyó. El viento le bramaba en los oídos, y el remolino arrastraba sus palabras.
Tenía que acercarse a los caballos, y luchó desesperadamente, pero el viento se burlaba de él, le soplaba a los ojos descargas de agua que lo cegaban, y se le enredaba entre las piernas. Su madre volvió a llamar, desde muy lejos, y él quiso gritar: «¿Lo ves, madre? ¡Soy fuerte! ¡No puede conmigo!». Entonces, el viento acometió con redoblada furia, y él quiso afianzarse sobre sus pies, pero no pudo, y entre violentos embates y bramidos fue arrebatado como una hoja, y se estrelló de costado contra una dura pared de adobe. Enseguida se abrió la puerta de la casa y alguien extendió los brazos, lo tomó y lo metió dentro. Estaba herido y ya no pudo seguir luchando, y la tormenta se alejó después de muchas horas, habiendo revuelto el cielo y la tierra y todo el frágil poblado de barro.
Raik fue azotado por haber desobedecido a su madre. Él mismo se presentó ante el druida para recibir el castigo; porque el pueblo de los jinetes cazadores no se dejaba guiar sino por los hombres que hubieran alcanzado la supremacía en todo, y el mejor de entre los mejores era el rey-druida. Recompensas y castigos eran administrados por los druidas, pues sólo de ellos se podía esperar que se los respetara sin temerlos, o que se los temiera sin dejar de amarlos; y eran severos, porque los cazadores vivían dispersos en una tierra boscosa y abrupta, y necesitaban que sus hombres fueran fuertes y disciplinados si querían seguir existiendo como pueblo. Y también por esto sólo a los que superaban la iniciación se les permitía seguir viviendo entre ellos.
Raik se presentó, pues, ante el druida y dijo:
—Sé lo que he hecho, y sabía a lo que me exponía cuando lo hice, y sé lo que merezco ahora. Pero no hubiera podido dejar de hacerlo, y no estoy arrepentido.
El druida asintió, mirándolo gravemente, y respondió:
—Tú crees tener el poder de tomar en tus manos las cosas que son más grandes que tú. Y las cosas más grandes que tú pueden destruirte.
—Pero yo quiero ese poder —dijo Raik. El druida no dijo nada más.
Raik quería unirse a la partida de jóvenes que salieron a reunir los caballos dispersos por el páramo y los bosques, pero tuvo que quedarse en casa. La herida que se había hecho al golpear la pared le corría a lo largo del brazo; su madre ayudó al druida a frotársela con una mezcla de hierbas y a vendarle. Movía las manos muy despacio, como pájaros agotados, y terminada la cura besó a su hijo en la mejilla, suspirando, y se quedó a su lado. Cuando volvió la partida, Raik salió para saludar a su caballo castaño y se ocupó del heno y del agua limpia, a pesar de la molestia del vendaje.
—Perdóname —le dijo al caballo, que no tenía nombre. Era el caballo de Raik y eso bastaba—. No pude ir a buscarte.
La herida era grande pero superficial, y después de curarla cicatrizó bien. Mas Raik no miraba esta marca con orgullo, como solía. Era la marca de un oscuro fracaso que no habría podido poner en palabras.
A medida que pasaban las noches, el tiempo recrudeció. La víspera del día de la iniciación el frío parecía más intenso que nunca, e incluso Raik compadecía a los jóvenes que habrían de partir a la noche siguiente. Sin embargo, se decía: «¡Ojalá fuera yo uno de ellos!».
Aquella noche volvió a abrigar a su madre con la manta de piel de oso y, peinando su cabello en dos crenchas, se lo arregló en largas trenzas oscuras.
—Te estoy muy agradecida —dijo su madre, tan bajo que su susurro apenas se distinguió del crepitar de las llamas.
—No digas que estás agradecida —suplicó Raik—. Dime que estás orgullosa.
—Estoy muy orgullosa de ti, Raik.
Él se arrodilló a su lado y recibió su caricia, como una bendición.
En la misma noche se apagó suavemente. Raik la veló hasta el amanecer, besó su frente, que se había vuelto muy blanca, y su cara plácida, y susurró:
—Gracias, madre. Ahora soy libre.
Al siguiente crepúsculo se presentó en el campo junto a las puertas del poblado. Once jóvenes aguardaban en pie la salida de la luna llena. El druida entonaba salmodias, el cántico subía y bajaba como los sonidos de la noche. Los jóvenes temblaban: hacía mucho frío. Raik avanzó hasta el centro del campo.
—Mientras estos jóvenes —dijo— eran ungidos de aceite y encomendados a los dioses protectores, durante la mañana y todo el día de hoy, yo cargaba a mi madre a...