E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Literatura
Jiménez Lozano El azul sobrante
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-539-7
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Literatura
ISBN: 978-84-9920-539-7
Verlag: Ediciones Encuentro
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El azul sobrante es la nueva colección de cuentos de José Jiménez Lozano, Premio Cervantes de Literatura. 'Jiménez Lozano crea aventuras que viajan hasta los territorios de la pasión humana o se detienen en las heridas abiertas por una ternura superior. El abulense nos descubre lo escondido en los pliegues del corazón humano y el secreto cosido en el último resquicio de las entretelas de la historia' (Guadalupe Arbona)
José Jiménez Lozano nació en Langa (Ávila) en 1930. Se licenció en Derecho en Valladolid, en Filosofía y Letras en Salamanca y en Periodismo en Madrid. Ha colaborado con el periódico decano de la prensa española El Norte de Castilla desde 1958 hasta su jubilación en 1995, tres años después de ser nombrado director. Es autor de más de cuarenta títulos entre novelas, cuentos, ensayos y poesías. Ha obtenido numerosos galardones por su obra literaria y periodística, entre ellos el Premio Cervantes de las Letras en 2002. Entre sus últimas obras destacan La piel de los tomates (2007), Libro de visitantes (2007), El azul sobrante (2009) o Un pintor de Alejandría (2010), todos ellos publicados por esta misma editorial.
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La picota
El rollo o picota, que era una columna gótica con cuatro brazos, rematada por una especie de pequeña torre como los pináculos de las catedrales, había servido para ahorcar allí a criminales y también a quienes se revolvían o rebelaban contra el señor de aquel señorío, un señor de horca y cuchillo como decían las gentes. Pero igualmente se ataba allí a alguien para exponerle a la vergüenza pública por delitos menores, o por comportamientos como la chismorrería de una lengua pública, larga e insultante, y por desvergüenza en las costumbres. Aunque, en este último caso, esta amenaza penal era poco eficaz; y tanto así que las prostitutas de la ciudad venían hasta allí a buscar clientela. Y luego ya, pasado el tiempo, y, desde luego, hacía más de cien años, la picota era uno de los lugares más atractivos para que las mujeres se llevaran allí la labor de costura, al solillo, o si el sol era ardiente, a la sombra de la pared de la iglesia, ante la que la picota se alzaba, y a la que el edificio de la iglesia cubría con esa sombra desde media tarde. No habría lugar más a propósito en el pueblo porque, además, a dos pasos de allí se había construido, también en los tiempos antiguos, una fuente de un agua fresca y de una notable finura. La picota o rollo era, por otra parte, obra tan artística que venía en las guías de turismo, y no pasaba un mes, en el buen tiempo, en el que faltaran forasteros, y extranjeros muchos de ellos. Y quién sabe lo que dirían las guías, o lo que pasaría en las cabezas de quienes venían que, después de leer en sus libros, y de mirar y remirar la picota, si las mujeres estaban cosiendo por allí, las preguntaban; y, por lo menos en los últimos años, ya tenían estas mujeres organizado una especie de servicio de información: la señora Margarita, si eran españoles, y la señora Josefa si eran extranjeros. Y no porque ésta supiera lenguas, pero tenía el don de entender lo que decían y de contestar en un castellano muy conciso, y también por señas. Y la mayor parte de las veces con éxito, de manera que, aunque los extranjeros hablasen un español algo aproximado y muy confuso, ella les interpretaba y corregía con un tal acierto que les ponía muy contentos, porque aquello que decía la señora Josefa explicaban ellos que eso era precisamente por lo que preguntaban. —¿Y hace mucho que no se utiliza esta maravillosa horca? El libro dice que sólo en los tiempos antiguos —preguntó aquella tarde de junio una pareja de turistas extranjeros, a los que esta vez todas ellas entendían muy bien. —¡Pues dice mal! —contestó la señora Josefa—. Porque no es cierto, porque mi abuela me llevó a mí con ella a ver cómo ajusticiaban a unos amantes, y, cuando les terminaron de dar garrote, porque a ésos ya no los colgaron en la picota, mi abuela me dio un bofetón para que me acordase toda mi vida de que los amoríos terminan mal. Y entonces miró a los turistas a la cara, y añadió: —Pero ya sabemos que eso era antes, y que hoy los amantes no hubieran podido envenenar al marido de ella, porque su marido, mucho antes de que lo pensara, ya la hubiera matado a ella, como es ahora costumbre. —¿Cómo? ¿Cómo? —preguntaron ellos—. ¿Cómo que es costumbre? —Pues sí señora —contestó la señora Josefa, dirigiéndose a la mujer—. No era costumbre, pero ahora lo es, y se llama «violencia del género», que es como una peste que ha entrado en los hombres, que, en cuanto ven la mínima en su mujer, la matan, y ya está. —A veces, se intenta suicidar luego el marido —terció la señora Tecla desde el grupo de las mujeres que seguían cosiendo. —Pero eso lo hacen para disimular y quedar bien —contestó la señora Josefa—. No hay que hacer cuenta de ello. Y volvió a terciar la señora Tecla: —¡No la hagan ustedes caso! Porque es que, como a ella la dio su madre un buen bofetón, cuando la llevó a ver el ahorcamiento de los amantes, la abrió los ojos, y se toma lo del amor y todo lo demás a chufla. Y, si a todas las mujeres nos hubieran desengañado así, otro gallo nos cantaría, y no habría el género ese que va a acabar con casi todas nosotras. Y añadió: —Algunas mujeres también han echado cristal molido en las lentejas de su marido. Hay que decir toda la verdad. —Excepciones —dijo la señora Josefa—. Y no es lo mismo. ¡Cómo tiene que estar una mujer para ponerse a moler cristales en vez de moler café! Todas rieron, y también rio la pareja de turistas. Y otra de las mujeres interrumpió para decir que a esos hombres de la peste del género lo que ella les haría, nada más levantaran la mano contra su mujer, era atarlos a una picota de éstas y que pasaran un par de noches de diciembre, o un par de tardes de agosto, todos los años una vez. Nada más. Ya verían si se les curaba el género. Pero con los que mataban ella no era juez, y no sabía lo que había que hacer, pero también habría remedios, eso era seguro. Los turistas la animaron a continuar, pero la señora Josefa dijo entonces que ella iba a preguntar, a esos señores, si también en su tierra sucedían estas cosas, aunque no podía ser menos porque todos estaban ya en un mercado común, aunque en este pueblo todavía no habían entrado muchas cosas, y la gente iba a misa y no había peste de género. Estaba muy atrasado, gracias a Dios. —No, no. Es un pueblo bien limpio, y tiene un buen consultorio y unas buenas escuelas, y una iglesia fantástica, y este rollo o picota que es una obra de arte —dijeron los turistas. —Y coches que no la dejan a una dormir: y hasta ha habido en el pueblo un mozo, ya hecho y derecho, que se quería casar con otro mocito más joven que él. Pero sólo hasta que conoció a mi sobrina —dijo todavía otra de las mujeres, la señora Ignacia. —¡Interesante! ¡Interesante! —dijeron los turistas—. ¡Cuente, cuente! Pero entonces la señora Josefa hizo observar que si se sacaban todas las historias del pueblo estaría bien, pero lo primero era saber cuántos días iban a estar los señores en él, porque, por poderse quedar, era claro que se podían quedar en casa del señor Juan, que tenía una fonda con cuatro habitaciones limpias como una patena y daba muy bien de comer, y se llamaba «La Consolación», en honor de la patrona del pueblo, Nuestra Señora del Consuelo o de la Consolación. —¿Qué es consolación o consuelo? —preguntó la mujer, esposa del turista que había dicho que ella se llamaba Nancy. —Pues aquí hay dos Nancys, una Giovana, y un Bill —informó la señora Josefa, y rápidamente contestó luego a lo de la consolación y el consuelo. Y que ya conocerían todo al detalle, si se quedaban, pero a lo que estaban era a lo de la picota y los amantes, y, si no había un orden y concierto en el hablar, se mezclaría todo, y los señores no se iban a enterar bien, después de haber hecho el viaje. Y la historia de los amantes era bien bonita, y tenía muchos intríngulis. En sustancia, el caso era que la mujer, que se llamaba Clara y llevaba casada con su marido cinco años, un buen día conoció a otro hombre y, fuera por lo que fuera, se metió en amoríos con él, y se les obnubiló el entendimiento a los dos. Aunque nunca se les había ocurrido deshacerse del marido y, como dijeron en el juicio, no querían su muerte, sino que les dejase en paz, o por lo menos les diera facilidades, como en las películas que ya ponían entonces, pero no se las dio. Y lo que pasó fue que, como el marido estaba en tratamiento y tenía que tomar unas gotas, si había que echarle veinte, ella le echaba diez, y luego, a otra hora u otro día, le daba otro medicamento que estaba contraindicado para su enfermedad, y que se lo había procurado su amante, pero tampoco con ánimo de matarle, sino de que continuara enfermo solamente y así tuvieran la oportunidad de verse. Y con este régimen habían ido tirando casi dos años, y ya iban a dejar los amoríos, porque ya no tenían tanta pasión, y además tenían mucho engorro para encontrarse, cuando el médico vio un día por un descuido el otro medicamento en la mesilla de noche del marido, precisamente el día en que se puso muy grave, y murió; y se había descubierto todo. —Y cuando se descubrió fue cuando sintieron más amor, y también se supo que ella había hecho una peregrinación, a pie y descalza, para pedir, a una Virgen muy milagrosa de un santuario a diez kilómetros por lo menos del pueblo, que su marido no muriese. Y que lo hacía de corazón y de verdad. —Mi madre decía luego que ella, la señorita Clara, lo había hecho todo, obnubilada y con buenas intenciones. —¿Y él? —preguntaron los turistas. —Pues él también estaría obcecado, y como se dice: «los amantes de Teruel, tonta ella, tonto él». Ya me lo advirtió a mí mi madre con el bofetón —dijo la señora Josefa. Y entonces fue cuando los turistas dijeron que si tenían algún inconveniente en sentarse todas en las gradas de la picota, para hacer dos fotos, una con cada uno de ellos. Pero pasó precisamente por allí una de las Nancys, la preguntaron si sabía manejar aquella máquina, dijo que sí, y se hicieron varias fotos de ellas...