Jiménez | El plagio | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 62, 144 Seiten

Reihe: No ficción

Jiménez El plagio


2. Auflage 2024
ISBN: 978-84-18998-54-6
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 62, 144 Seiten

Reihe: No ficción

ISBN: 978-84-18998-54-6
Verlag: Pepitas ed.
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Este libro narra una injusticia que merece ser contada, escuchada y reparada, la historia de un robo y de una traición que no solo pone de manifiesto las contradicciones de un país tan rico como arruinado donde reinan la corrupción y el fraude, sino que también revela las trampas de un sistema que desprotege a los trabajadores mientras fomenta la impunidad de los poderosos. Sin artificios, las páginas de El plagio transitan en armonía de la memoria familiar a la escritura de denuncia para construir una crónica minuciosa que adopta la forma de una investigación literaria y existencial. Con honestidad y sencillez, Daniel Jiménez logra iluminar una historia llena de opacidades sobre el verdadero valor de la experiencia y el significado más profundo de la palabra «resistir».

Daniel Jiménez (Madrid, 1981) es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha escrito reportajes y entrevistas en la revista Tiempo, críticas literarias en Zenda Libros y artículos para VICE España, El País de las Tentaciones y la Esfera de Papel. Es autor de las novelas Cocaína (Galaxia Gutenberg, 2016, II Premio Dos Passos a la primera novela) y Las dos muertes de Ray Loriga (Galaxia Gutenberg, 2019), así como del libro de relatos La vida privada de los héroes (Galaxia Gutenberg, 2020). A mitad de camino entre la burla y la seriedad, fundó junto con Félix Blanco el Movimiento Plagiarista, cuyas ideas, motivaciones y referentes se pueden rastrear en los dos libros que han escrito hasta el momento: Doce cuentos del sur de Asia (El hombre bombilla, 2016) y la antología Los escritores plagiaristas (Bandaàparte, 2017). Con El plagio, Daniel Jiménez ha obtenido el XXVII Premio Literario Café Bretón & Bodegas Olarra.

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El año que fuimos ricos
LA FOTOGRAFÍA NO TIENE fecha, pero me atrevo a decir que tengo dieciséis años, así que estamos en 1997. Seguramente me la hice en el único fotomatón que había en Majadahonda, al lado de la parada de taxis y de la parada del autobús que me llevaba de regreso a Villanueva de la Cañada, donde vivía. Nos mudamos de Majadahonda a La Cañada en el año 1995, cuando tenía catorce años. Fue en verano. Mis padres habían caído en bancarrota y tuvieron que vender el piso casi de un día para otro. Se me quedó grabada la cantidad por la que lo vendieron: 21 millones de pesetas. Mis padres llegaron a Majadahonda en las Navidades de 1974 y compraron esa casa por algo más de 4 millones de pesetas. Lo sé porque ellos me lo dijeron varias veces, supongo que para hacerme ver cómo cambiaba el valor de las cosas a lo largo del tiempo, cómo se encarecía la vida, lo que costaba sacar adelante a una familia con cinco hijos en un pueblo brutalmente enriquecido por la especulación inmobiliaria. Cuando a mi padre le robaron y se quedó en la ruina, el dinero se convirtió en el mayor problema de mi familia. Solo durante el tiempo que mis padres tenían trabajo fijo, ella en una tienda de ropa y él como promotor de espectáculos, pudimos vivir con cierta holgura. Fue en 1989. En las Navidades de ese año hicimos un viaje a Sierra Nevada para ir a esquiar. Esquiar era de ricos, y mi padre tenía dinero y siempre ha tenido mentalidad de rico, así que nos compramos la ropa necesaria para practicar esquí. Pantalones y abrigos impermeables, camisetas interiores de felpa, guantes y gorros. Todo de color muy chillón, fosforito, para que se nos viera en la nieve. Unos años después, cuando estábamos a punto de caer en esa primera bancarrota, un día que estábamos paseando por el parque París de Las Rozas y yo quería un helado, mi padre me gritó que no tenía dinero para comprarlo. Comprendí, si no lo había hecho ya, que el dinero marcaba la distancia entre lo que quieres y lo que puedes hacer, que conseguir algo no era una cuestión de voluntad sino de medios. En adelante, mis padres tuvieron que negarme otras cosas que los demás niños mostraban orgullosos: ropa nueva, una bicicleta de montaña, balones de fútbol oficiales. La negación más frustrante, para ellos y para mí, fue la de costearme el viaje de fin de curso de la EGB. Durante toda esa semana traté de convencerme de que tampoco era para tanto, que había muchos niños que no me caían bien en clase, que tan poco se estaba tan mal solo en casa o jugando en la calle con un balón naranja del PRYCA, porque al fin y al cabo tampoco podía saber si habría sido mejor ir al viaje, no sabía lo que me depararía esa aventura, no sabía si me lo pasaría bien allí o, por el contrario, me querría volver a los pocos días como ya me había ocurrido un par de años antes, cuando estuve en mi primer campamento de verano. Desde ese momento, me propuse negar que lo que fuera que pasara en los lugares en los que no estaba era objetivamente mejor que lo que sea que me fuera a pasar a mí allá donde estuviese. El año que me hice esta fotografía hubo un viaje a mitad de curso a Andorra, también a esquiar. Ese año sí pude ir. Ese año, y gracias a que mi padre acababa de ganar bastante dinero tras la venta de dos composiciones suyas a una productora alemana que quería formar una banda pop en Rusia, mis padres pagaron con gusto las cuarenta mil pesetas que costaba el viaje porque siempre que entraba algo de dinero en casa se repartía y se gastaba, sin pensar en el mañana, aunque nunca estuviera claro cuándo y cómo lo volveríamos a tener. Así que ese año fui al viaje de fin de curso de cuarto de la ESO con la ropa de esquí heredada de mi hermano y de alguna forma me resarcí. Me sirvió para hacer más fuertes los vínculos con mis compañeros y también para enamorarme de una chica de otra clase. En ningún momento pensé qué habría pasado si yo no hubiera podido ir a ese viaje. Pensaba que me lo merecía. Desde que nos mudamos a La Cañada mi círculo de amigos se redujo al mínimo. Pasaba mucho tiempo solo. No me gustaba el pueblo ni me gustaba la soledad, pero tenía pocas alternativas. El mismo verano que llegamos, mi padre, en parte para que me distrajera y en parte para que aprendiera el valor del trabajo y ganara dinero, habló con los obreros que estaban construyendo un chalé enfrente de nuestra casa y les preguntó si me aceptaban como peón. Me negué a ir a la obra y me apunté a un curso gratuito de natación. Por las mañanas salía de casa en bicicleta para ir al polideportivo. Nadaba durante una hora y luego daba vueltas con la bici hasta que llegaba la hora de comer. Casi todos los días comíamos gazpacho, ensalada y filetes, sandía y melón. Luego me echaba una siesta. Me despertaba y oía la música que escuchaba mi hermano en la minicadena que se había comprado con su propio dinero después de un verano en el que había trabajado montando y desmontando los equipos de sonido e iluminación de los escenarios en los pueblos donde iba mi padre a tocar con Los Pekenikes. Mi hermano también se compró entonces una raqueta de marca, ropa de marca, una bicicleta de marca, calzoncillos y calcetines de marca. Durante ese verano ganó, lo recuerdo porque él también lo repetía en cuanto tenía ocasión, 300.000 pesetas. Mis padres no le pidieron ni un duro, a pesar de que ya habíamos empezado a pasar apuros económicos. Mis tres hermanas, en cambio, de cada peseta que ganaban le daban la mitad a mi madre para la compra, para los recibos de la luz y del gas. Recuerdo que, cuando llegaba la factura del teléfono desglosada por llamadas, cada uno de nosotros tenía que apuntar los números a los que había llamado y sumar el gasto de cada llamada y darle la cantidad total a mi madre. Más de un día mi padre no me pudo llevar de La Cañada a Majadahonda para ir a jugar un partido de fútbol porque no tenía dinero para gasolina. Sé que esta fotografía me la hice después del concierto de U2 en el Vicente Calderón al que me invitó mi hermano porque la camiseta que llevo es la que me compré a la salida en los puestos ilegales que se montaban en los alrededores del estadio. Costaba mil pesetas. La pagó mi hermano, pero le tuve que devolver el dinero en cuanto lo conseguí. Imagino que se lo pude devolver gracias a lo que ganaba repartiendo propaganda por los buzones de La Cañada, o bien gracias a mi amigo Francisco Javier, que me llevó con él a varios chalés donde pusimos rollos de brezo en las verjas que bordeaban los jardines. Cada vez que lo hacíamos ganaba 5 000 pesetas. Tampoco yo le di una parte de ese dinero a mi madre. Ella no me lo pidió. Mi madre nos consentía a mi hermano a mí lo que no les consentía a mis hermanas. Mi padre dejó de exigirnos cuentas porque entró en algo parecido a una depresión después de que le robaran la idea del programa concurso para la televisión pública. Ahí empezó la debacle de mi padre, y por extensión la de todos nosotros. Desde entonces dejé de recibir regalos por mi cumpleaños y por Reyes. No teníamos dinero para eso. Mi padre nos daba una hoja en la que ponía: Vale por un regalo cuando me devuelvan el dinero del plagio. Mi padre estaba convencido de que la sentencia sería favorable y de que le entregarían una parte del dinero que había generado el programa. Pero eso no pasó. ¿Por qué no coges los 300 000 euros del abogado y te olvidas de todo este asunto?, le dijo mi madre, le dijimos todos. Quiero que se haga justicia, nos dijo, si ahora me dejo sobornar sería igual que ellos. Lo único que quiero es que paguen por haberme jodido la vida. No mentía. Mi padre no ha vuelto a ser el mismo desde que le robaron la idea. Muchas veces, en los días en los que no podía soportar más la desesperación, nos decía que si no ganaba el juicio estaba dispuesto a ir a por ellos, a por los directivos que le habían robado la idea, y pegarles un tiro, y luego, como él mismo decía, pegarse también un tiro e irse tranquilo al otro mundo. Mi madre no dudaba de que fuera capaz de hacerlo. Juan, le decía ella, te estás volviendo loco. ¿Qué pasará con nosotros si haces eso? Y mi padre decía que no le importaba morirse o pasar el resto de sus días en la cárcel siempre y cuando esos hijos de puta se llevaran su merecido. Yo mismo llegué a pensar que mi padre sería capaz de hacerlo. Con dieciséis años no tenía dinero, pasaba mucho tiempo solo, mi padre era un asesino en potencia, teníamos que pagarle a mi madre las llamadas que hacíamos, y mientras tanto había por ahí tres hijos de puta que se habían hecho millonarios plagiando el formato de programa que había ideado mi padre para la televisión. Muchos años después, la locura, el cinismo, la rabia o la estupidez me llevaron a fundar junto a otros escritores un movimiento literario que llamamos Plagiarista. Hemos escrito dos libros, pero nosotros no robamos a nadie, no plagiamos a nadie, no nos apropiamos del trabajo de otro y lo hacemos pasar por nuestro: simplemente emulamos, parodiamos o reinventamos la literatura que nos ha precedido. A mi padre le robaron una idea que podría haber cambiado nuestra vida para siempre, hundiéndole, hundiéndonos a todos, en el resentimiento y la depresión. Y por eso crecimos acumulando tanto odio. Y por eso, ahora, si el juicio contra el abogado tampoco nos es favorable, mi padre ha vuelto a afirmar que saldrá a la calle dispuesto a cargarse a los responsables de su ruina. Me ha pedido que lo cuente todo, cómo ideó el formato del programa, qué directivos de la televisión pública le robaron la idea y la presentaron en una cadena privada usando a un testaferro, las mentiras durante el juicio, la negligencia de su abogado, la incompetencia de la jueza, el soborno, la injusticia. Tiene decenas de documentos que...



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