Jerome | Tres ingleses en Alemania | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Reihe: Literatura universal

Jerome Tres ingleses en Alemania


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-7254-739-1
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Reihe: Literatura universal

ISBN: 978-84-7254-739-1
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Simpática novela en la que George, Harry y J., los tres jovenes amigos protagonistas de Tres hombres en una barca, emprenden una nueva aventura aún más arriesgada: conocer Alemania y a los alemanes en un delirante y disparatado viaje. En Tres ingleses en Alemania, Jerome K. Jerome rescata a este trío de personajes para enfrentarlos situaciones descabelladas en su periplo por tierras alemanas en busca de un cambio de vida. Con perfiles muy dispares, cada protagonista afronta esta nueva ocurrencia de maneras dispares.

(Jerome Klapka Jerome; Walsall, 1859 - Northampton, 1927) Novelista y dramaturgo inglés que destacó en el género humorístico. Todavía niño, sus padres se establecieron en Londres, donde el muchacho frecuentó el instituto de Marylebone hasta los catorce años. Luego intentó varias profesiones: empleado de ferrocarriles, maestro de escuela, actor y periodista. En 1889 alcanzó repentinamente la fama con la narración Pensamientos ociosos de un ocioso, seguida el mismo año por Tres hombres en un bote, sobre unos amigos que hacen una travesía por el Támesis en tiempos de la reina Victoria. Con ello revela plenamente su humorismo, justa mescolanza de comicidad, filosofía ligera y anotaciones realistas y descriptivas.

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CAPÍTULO II
Un asunto delicado — Lo que podía haber dicho Ethelbertha — Lo que dijo — Lo que dijo la señora Harris — Lo que dijo Harris —Lo que le dijimos a George — Saldremos el miércoles - George sugiere la posibilidad de aumentar nuestra cultura — Harris y yo lo dudamos — ¿Quién es el que trabaja más en un tándem? — De cómo Harris perdió a su mujer — La cuestión del equipaje — La sabiduría de mi difunto tío Podger — Principio de algo que le ocurrió a un hombre que tenía una maleta. Aquella misma noche abrí el fuego. Empecé mostrándome a propósito algo irritable; mi plan era que Ethelbertha lo observara, yo lo admitiría y le echaría la culpa a mi enorme tensión nerviosa. Esto, naturalmente, nos llevaría a hablar de mi salud en general y de la evidente necesidad de que tomara rápidas y radicales medidas. Pensé que con un poco de tacto lograría que la sugerencia partiese de ella misma. Me la imaginaba diciendo: «No, querido, lo que tú necesitas es un cambio, un cambio, un cambio completo de aires. Sigue mis consejos y vete a descansar un mes. No, no me pidas que vaya contigo, sé que te gustaría que lo hiciera, pero no quiero. Es la compañía de otros hombres lo que necesitas. Procura convencer a George y Harris de que vayan contigo. Créeme, un cerebro privilegiado como el tuyo necesita algún reposo de la continua tensión familiar. Olvida que en la vida existen cosas como cocineras y decoradoras, que los vecinos tienen perros y que el carnicero presenta la cuenta. Vete a algún fragante rincón de la tierra donde todo sea nuevo y extraño, y tu fatigado cerebro se sature de paz y nuevas ideas. Vete por algún tiempo y dame ocasión para echarte de menos y pensar en tu bondad y virtud, pues teniéndolas siempre a mi lado puedo llegar a olvidarlas de la misma manera que uno acaba siendo indiferente a la bendición de los rayos del sol y a la suave belleza de la luna. Vete y regresa con el cerebro curado, sano de alma y cuerpo, más bueno e inteligente, si cabe, que cuando te fuiste.» Pero, la vida es tan extraña, que, aun cuando conseguimos la realización de nuestros deseos, nunca sucede de la manera que deseamos. Para empezar, Ethelbertha pareció no advertir mi malhumor, y tuve que hacérselo notar. —Has de perdonarme, esta noche me siento algo extraño... —¿Sí...? —dijo ella—. No he observado nada raro en ti. ¿Qué te ocurre? —No te lo sabría decir, hace semanas que lo siento venir... —Es ese whisky. Solo bebes cuando vamos a casa de Harris. Ya sabes que no te sienta bien, no tienes la cabeza fuerte... —No es el whisky —contesté— es algo más profundo. Creo que es más espiritual que físico... —Has vuelto a leer esas críticas —dijo ella más amablemente— ¿Por qué no sigues mis consejos y las tiras al fuego? —¡Oh, no son las críticas! De un tiempo a esta parte son más bien halagadoras, por lo menos dos o tres... —Pues entonces, ¿qué es? Debe de haber algo... —No, no lo hay, y eso es lo más notable. Solo sé describir lo que siento como una extraña inquietud que parece haberse apoderado de mi ánimo... Ethelbertha me miró con una extraña expresión, pero no dijo nada, y yo seguí hablando. —Esta dolorosa monotonía de la vida, estos días de pacífica felicidad me aplanan. —Yo no me quejaría. Pueden venir otros peores y quizá nos gusten menos... —No estoy seguro —le contesté—. En una vida de continuo placer puedo imaginar el dolor como un cambio agradable. A veces me pregunto si a los santos del cielo no les pesa, de vez en cuando, la continua serenidad. Para mí, una vida de eterna felicidad, sin que la interrumpiera contraste alguno, sería una locura. Supongo —proseguí— que debo de ser un hombre muy extraño; no acabo de entenderme, y a veces hay instantes en que me odio a mí mismo. A menudo un discursito de esta categoría, dirigido a profundidades de indescriptible emoción, ha conmovido a Ethelbertha, pero esa noche estaba extrañamente poco amable. Con respecto al paraíso y sus posibles efectos sobre mí, se limitó a decirme que no me preocupara, haciéndome notar que era de tontos pensar en lo que no podía ocurrir; y por lo que se refería a ser muy extraño, eso, suponía ella, no debía de ser culpa mía, y si los demás estaban dispuestos a soportarme ya no había más que hablar. En cuanto a la monotonía de la vida, añadió, esa era una experiencia que también conocía; de ahí que comprendiera mi estado de ánimo. —No puedes imaginarte —exclamó Ethelbertha— cómo me gustaría dejarte solo, pero sé que no puede ser y no me preocupo más.. Nunca le había oído decir cosa semejante; sus palabras me sorprendieron y agraviaron de un modo indescriptible. —Francamente, no es una observación muy amable –le dije- ni corresponde a una mujer casada... —Ya lo sé —repuso—; por eso nunca lo había dicho. Vosotros, los hombres, no comprendéis que por mucho que una mujer quiera a su marido, hay momentos en que quisiera perderle de vista. Tú no sabes cuántas veces me gustaría ponerme el sombrero y salir, que nadie me preguntara adónde voy, qué voy a hacer, cuánto tiempo estaré fuera y cuándo regresaré. Tú no sabes cuántas veces me gustaría preparar una comida del gusto de los niños y mío, pero que te haría levantarte de la mesa, ponerte el sombrero y marcharte al club. Tú no sabes cuántas ganas tengo a veces de invitar a alguna amiga de mi infancia y que sé que tú no puedes soportar; y ver a la gente que quiero ver, acostarme cuando estoy cansada y levantarme cuando me dé la gana. Dos personas que comparten la vida en común se ven obligadas a sacrificarse continuamente una por otra. A veces es bueno aflojar un poco la tensión... Al meditar, más tarde, las palabras de Ethelbertha, comprendí su sabiduría; pero, en ese momento, debo confesarlo, estaba dolorido e indignado. —Si tu deseo es librarte de mí... —¡Vamos, vamos, no seas tonto! Solo quiero que me dejes sola por poco tiempo, el suficiente para olvidar que tienes dos o tres defectillos; justo el suficiente para recordar qué bueno eres en otros aspectos y esperar tu regreso, ilusionada como antes en los viejos tiempos, cuando no te veía tan a menudo y así no podía sentirme indiferente, de la misma manera que uno no sabe apreciar la gloria del sol porque cada día nos alumbra... No me gustaba el tono que adoptaba mi mujer; me parecía que en él latía cierta frivolidad que no se avenía con el tema a que nos habíamos lanzado. Que una mujer pensara alegremente en alejarse de su marido por dos o tres semanas no me parecía del todo bonito ni femenino; no era propio de Ethelbertha. Estaba francamente preocupado. Ya no tenía, en absoluto, deseos de hacer el viaje, y si no hubiera sido por Harris y George hubiera abandonado los planes; pero tal como estaban las cosas no encontraba la manera de excusarme dignamente. —Muy bien, Ethelbertha, será como deseas. Si quieres unas vacaciones para separarte de mí, las tendrás; sin embargo, ¿sería una impertinente curiosidad por parte de un marido saber más o menos qué te propones hacer durante mi ausencia? —Alquilaremos aquella casa en Folkestone e iré allí con Kate. Y si quieres hacerle un favor a Clara Harris, convence a su marido para que se vaya contigo y Clara nos acompañe a Folkestone. Las tres hemos pasado muy buenos ratos antes de conoceros, y será muy agradable repetirlos. ¿Crees —continuó Ethelbertha— que podrás persuadir al señor Harris? Repuse que lo intentaría. —Eso es ser una buena persona. Procura convencerle. Quizá también logres que George os acompañe. Le contesté que no veía gran ventaja en que George viniera, pues, siendo soltero, su ausencia no beneficiaría a nadie; pero las mujeres no comprenden la ironía y Ethelbertha se limitó a observar que le parecía poco amable dejarle, y tuve que prometerle que se lo diría. Por la tarde encontré a Harris en el club y le pregunté cómo le había ido. —¡Oh, muy bien! No hay inconveniente en que me vaya... —pero había algo en su voz que sugería una felicidad incompleta, de modo que pedí más detalles. —Estuvo suavísima; dijo que George había tenido una idea soberbia y que estaba segura de que el viaje me haría mucho bien. —Estupendo... ¿Qué hay de malo? —No hay nada malo, pero eso no ha sido todo: siguió hablando de otras cosas... —Comprendo... —Ya conoces aquella manía del cuarto de baño... —Sí, estoy enterado, se la ha contagiado Ethelbertha... —Pues bien, he tenido que acceder a que se empiecen las obras enseguida. No podía discutir, ¡había estado tan amable! Por lo menos me costará unas cien libras... —¿Tanto? —Ni un penique menos... el presupuesto ya asciende a sesenta libras. —Me desagradó mucho semejante noticia. —Luego está la cuestión de la cocina. Todo lo que ha ido mal en casa durante los dos últimos años ha sido por culpa de la dichosa cocina. —En casa también... Hemos vivido en siete casas desde que nos casamos, y en cada una la cocina ha sido peor que en la otra... La de ahora no solo es una inutilidad, sino que tiene instintos perversos; sabe cuándo tenemos invitados y, para fastidiarnos, se estropea a propósito... —Nosotros vamos a poner una nueva —anunció Harris, pero sin gran satisfacción—. Clara pensó que ahorraríamos mucho haciendo ambas cosas a la vez... Creo que si una mujer quisiera una...



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