E-Book, Spanisch, Band 295, 320 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Jergovic Ruta Tannenbaum
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16208-70-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 295, 320 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16208-70-8
Verlag: Siruela
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«Miljenko Jergovic confirma de nuevo su estatuto como el escritor más leído y traducido de los Balcanes.» Rue des Livres Esta novela, la más polémica y ambiciosa de Miljenko Jergovic, se inspira libremente en la historia de Lea Deutsch, la niña prodigio judía de Zagreb que en los años treinta del siglo pasado llegó a ser una gran estrella del Teatro Nacional, la «Shirley Temple croata», y rinde un sentido homenaje a la memoria de esta joven, deportada a Auschwitz a la edad de dieciséis años. Ruta Tannenbaum narra los destinos de dos familias de Zagreb, una católica y otra judía, que viven en el mismo edificio antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Al frente, la pequeña Ruta, álter ego de Lea Deutsch, sus padres Salamon e Ivka y su abuelo Abraham, y entre bambalinas, toda una variopinta multitud de personajes que se mueve al caprichoso compás de los vaivenes de la historia. Después de haber sido encumbrada e idolatrada por sus conciudadanos, la jovencísima actriz de voluble carácter que anunciaba su destino trágico, acabó siendo condenada por el régimen fascista de los ustachi, aliado del Tercer Reich.
Miljenko Jergovic nació en Sarajevo en 1966 y desde 1993 reside en Zagreb (Croacia). Es periodista y escribe en las revistas y diarios más importantes de su país, así como en Allgemeine Zeitung, Die Zeit o La Repubblica. Sus obras le han hecho merecedor de varios premios, entre los internacionales el Erich-Maria-Remarque, el Grinzane Cavour por Mamá Leone y el Premio Napoli 2005 por su libro Hauzmajstor Sulc; en Croacia el August Senoe 2002 por Buick Rivera así como el premio de la Asociación de Escritores de Bosnia y Hercegovina.
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I
Corre el año 1920, Salamon Tannenbaum llega al restaurante El Emperador Austriaco, que desde hace más de dos años ya no se llama así, pero al que nadie que lo frecuente, y por lo tanto tampoco Salamon Tannenbaum, llamará Tres ciervos, o sea, su nombre oficial según una ordenanza municipal. Salamon, al entrar, suele lanzar su sombrero de un extremo a otro de la sala, atina en el perchero y grita: Moni ha llegado a El Emperador Austriaco, y los borrachos presentes le contestan: ¡Que Dios bendito le dé larga vida! Y así empieza cada día una más de las largas juergas vespertinas que se suceden en este lugar desde que el ejército del rey Petar liberó Zagreb. No se bebe como celebración, sino porque no hay nada mejor que hacer. Como si se esperara algo sin que nadie sepa lo que es. Pero aquel día ninguno respondió a Salamon Tannenbaum cuando lanzó su sombrero y gritó «Moni ha llegado a El Emperador Austriaco», sino que callaron, cada uno mirando absorto su copita o su jarra, como si Salamon no existiera, como si no hubiese entrado en el restaurante, y como si no estuviera sentado a su mesa ni mordisqueara la raicita de rábano picante, ni bebiera el mastika macedonio ni los invitase, a ellos, sordos y ciegos, a sentarse a su mesa. –Pero, señores, ¿qué les pasa hoy? –clamó. Al instante se le acercaron dos hombres, el más alto y bigotudo le pidió el documento de identidad, y el pequeño, más gris y como pegado a su sombrero, le pegó un bofetón a Salamon Tannenbaum antes de que este consiguiera llevarse la mano al bolsillo. No preguntó por qué le pegaban, ni entonces ni más tarde, en los calabozos de la policía, mientras ellos dos le golpeaban con palos las plantas de los pies haciendo gala de gran destreza y pericia, y él chillaba y se lamentaba a voz en cuello. Sin embargo, con el rabillo de la mente pensaba que le venía muy bien que los muros fueran gruesos y nadie pudiera oírlo, para no tener que avergonzarse delante de gente conocida y poder chillar y lamentarse a su libre albedrío. Lo cierto es que nadie se creyó después que no supiera por qué lo habían zurrado. ¡Ay, Salamon, Salamon, Dios ni siquiera te dio tanta inteligencia como azafrán hay en las gachas de un pobre! Unos dicen que lo soltaron cinco días más tarde, otros que todo eso no son más que exageraciones y que Salamon Tannenbaum salió de los calabozos de la plaza de Zrinjevac ya al día siguiente, y era inútil preguntárselo a él porque no recordaba nada y porque después del suceso estuvo deambulando por Zagreb durante meses como un chiflado, fingiendo no conocer a nadie. Daba igual que lo hubieran zurrado cinco días o solo una noche, pues lo habían hecho con tanta destreza y pericia que se le había pelado toda la piel de las plantas de los pies. Al final sacó algún provecho de ello, ya que aprendió a caminar sobre las manos. De otra manera aquel día Salamon Tannenbaum no habría podido volver a su casa en la calle Gunduliceva. Y mientras yacía así, desgraciado, mísero y asustado para el resto de su vida y de tres vidas más, no pudo ver lo que estaba ocurriendo en la estación de ferrocarril y que definitivamente guardaba relación con su arresto. No pudo ver cómo, al compás de los tres himnos nacionales, entraba en la primera vía un tren con tres vagones que llevaba dentro a Alejandro, el heredero del trono de la joven monarquía, acompañado de ayudantes, oficiales adjuntos, almirantes y diferentes ordenanzas, jefes de tribu y puntales del joven Estado nacional, un equipo variopinto rigurosamente uniformado y engalanado al que esperaba el gobernador, el ban de Croacia Matko Laginja, para darle la bienvenida con los ojos llenos de lágrimas y el discurso preparado entre las manos sudorosas. Y mientras el joven príncipe bajaba del tren, el ban Laginja temblaba nervioso bajo el sol primaveral y horrizado se dio cuenta de que la tinta se había corrido, las letras se habían derretido en el papel, y de que la mano que iba a tender al glorioso príncipe estaba manchada y no era digna de un apretón. Al encontrarse ante Alejandro, Laginja no fue capaz de pronunciar una sola palabra. Miraba al futuro rey como se mira la muerte. Una situación desagradable, casi comparable con la paliza recibida por Salamon en la planta de los pies; la salvación llegó de mano de la esposa del ban, una mujer siempre decidida y emprendedora. Empujó a Laginja a un lado y se dirigió al príncipe de la siguiente manera: –¡Alteza, no le ofrecemos el pan y la sal porque ha llegado usted a su casa! Con estas palabras, ciertamente un poco adornadas para las necesidades del protocolo estatal y sin mencionar el percance sufrido por su marido, la mujer del ban entró en los manuales escolares de historia, y a lo largo de las siguientes décadas la frase sobre la casa de Alejandro sería la vara de medir el patriotismo yugoslavo de la estirpe y tribu croata y de su capital Zagreb. En lo que respecta a Salamon Tannenbaum, nunca más se le ocurrió mencionar al emperador austriaco, ni siquiera como nombre del restaurante, que de todos modos no tardó en cerrar para dejar paso en su lugar a una ferretería, porque los parroquianos no lograban acostumbrarse a los nuevos nombres, y cada vez que llegaba a Zagreb alguien importante, un ministro, un plenipotenciario del rey o un oficial de alta graduación, algún borracho recibía bastonazos en la planta de los pies por culpa del emperador austriaco. Desde entonces, Salamon Tannenbaum nunca más volvió a dárselas de valiente y, cuando lanzaba el sombrero al perchero, se esforzaba por fallar al menos uno de cada tres lanzamientos. Ocho años más tarde, era verano, una larga fila subía por la cuesta del cementerio de Mirogoj llevando el ataúd con el cuerpo del líder del Partido Popular Campesino Croata, Stjepan Radic. Los alrededores estaban atestados de gendarmes, agentes de paisano y todo tipo de soplones, que lo consideraban una buena ocasión para ascender en su carrera. Todos ellos vigilaban atentamente para evitar que algún revolucionario saltara de la fila gritando una consigna contra el rey o la reina, pero no sucedía nada y era aburrido, al menos desde la perspectiva de los policías. Solo se oía el sollozo y el rumor de los pasos lentos de miles de suelas de goma, de cuero o de madera. Para cualquiera que cerrase los ojos, este ruido podía sonar peor que cualquier ofensa al honor de la reina y que los llamamientos para derribar el Estado y el orden público, porque un hombre con los ojos cerrados o un ciego tendrían la impresión de que las personas que habían acudido al entierro eran millones y de que en cada uno de sus pasos se oían desesperación, amargura, odio y venganza. No queda claro qué asunto había llevado a Salamon Tannenbaum a encontrarse precisamente en aquel momento junto a las puertas de Mirogoj, pero mientras estaba ahí parado y observaba, ora a los polizontes y gendarmes, ora a la columna enlutada, en él se mezclaban diferentes sentimientos. Cuando miraba a la masa y percibía el estrépito de miles de suelas, se asustaba de lo que oía y su corazón empezaba a palpitar de emoción por los polizontes y gendarmes; pero, cuando se fijaba en los ojos de estos últimos, llenos de ese odio especial bajo el cual los huesos revientan y se congela la sangre en las venas, Salamon Tannenbaum se convertía en uno de los campesinos de Lika o de Eslavonia que lloraba la muerte del líder y con los puños cerrados intentaba armarse de valor. Este dilema lo perseguiría hasta el final de sus días y sería su mala conciencia. La sensación que tenía Salamon Tannenbaum era la de estar siempre en el lado equivocado. Unos pocos meses después del entierro del líder del Partido Popular, Salamon Tannenbaum decidió pedir la mano de Ivka Singer, hija del dueño de una tienda de coloniales de la calle Mesnicka. Ivka era la calderilla que queda de un gran comercio. Ya había cumplido los treinta años y se habría quedado soltera si no hubiera sido por Salamon. Y no podía decirse que careciera de atractivo. Así, menuda, de tez blanca y cabello negro como la noche más oscura, parecía una gota de sangre española sobre el asfalto de la calle Ilica. Tenía los ojos más grandes que jamás habían mirado Zagreb. De estos ojos suyos los hombres solían enamorarse, las mujeres burlarse, mientras que los niños, por alguna razón, se asustaban. Aparecían en sus sueños y poblaban sus pesadillas infantiles, de modo que para la generación nacida durante los años veinte en los alrededores de la calle Ilica los ojos de Ivka Singer serían para siempre jamás la medida del miedo y del horror. Sin embargo, estos miedos infantiles no eran la razón de que ella no se hubiera casado antes. No, al contrario, los ojos de Ivka atraían tanto a los varones casaderos que el viejo Abraham Singer dejó pasar el tiempo con la esperanza de encontrar el mejor pretendiente para su hija. La lista de todos los enamorados de Ivka Singer sería demasiado larga de citar, aunque a algunos se los recordó durante mucho tiempo, tanto como hubo Singer y Tannenbaum vivos, pero también tanto como duró el placer por los chismorreos de aquellos que los habían conocido. Apenas había cumplido Ivka los quince cuando vino a pedir su mano el comerciante de Dubrovnik Mošo Benhabib, con el que su padre tenía negocios hacía más de cuarenta años, por lo que podía decirse que mantenían cierta amistad. Mošo poseía casas en Dubrovnik y en Florencia, propiedades en Hungría, Eslavonia y en el Banato, y era tan rico como jamás lo sería ningún Singer. Una vez, hacía mucho tiempo, había estado casado, pero eso había...