Isaacs | María | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 544 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

Isaacs María

Biblioteca de Grandes Escritores
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-157-7
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Biblioteca de Grandes Escritores

E-Book, Spanisch, 544 Seiten

Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores

ISBN: 978-3-95928-157-7
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Ebook con un sumario dinámico y detallado: Jorge Ricardo Isaacs Ferrer, (Cali, República de la Nueva Granada, abril 1 de 1837 - Ibagué, abril 17 de 1895). Fue un novelista y poeta colombiano del género romántico. Jorge Isaacs vivió durante la consolidación de la República.

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XVI

En la tarde del mismo día se despidió de nosotros el doctor, después de dejar casi completamente restablecida a María y de haberle prescrito un régimen para evitar la repetición del acceso, y prometió visitar a la enferma con frecuencia. Yo sentía un alivio indecible al oírle asegurar que no había peligro alguno, y por él, doble cariño del que hasta entonces le había profesado, solamente porque tan pronta reposición pronosticaba a María. Entré a la habitación de ésta, luego que el médico y mi padre, que iba a acompañarlo en una legua de camino, se pusieron en marcha. Estaba acabando de trenzarse los cabellos, viéndose en un espejo que mi hermana sostenía sobre los almohadones. Apartando ruborizada el mueble, me dijo: —Éstas no son ocupaciones de enferma, ¿no es verdad? pero ya estoy buena. Espero no volver a ocasionarte un viaje tan peligroso como el de anoche. —En ese viaje no ha habido peligros —le respondí. —¡El río, sí, el río! yo pensé en eso y en tantas cosas que podían sucederte por causa mía. —¿Un viaje de tres leguas? ¿Esto llamas…? —Ese viaje en que has podido ahogarte, según refirió aquí el doctor, tan sorprendido, que aún no me había pulsado y ya hablaba de eso. Tú y él al regreso habéis tenido que aguardar dos horas para que bajase el río. —El doctor a caballo es una maula; y su mula pacienzuda no es lo mismo que un buen caballo. —El hombre que vive en la casita del paso —me interrumpió María—, al reconocer esta mañana tu caballo negro, se admiró no se hubiese ahogado el jinete que anoche se botó al río a tiempo que él le gritaba que no había vado. ¡Ay! no, no; yo no quiero volver a enfermarme. ¿No te ha dicho el doctor que no tendré ya novedad? —Sí —le respondí—; y me ha prometido no dejar pasar dos días seguidos en estos quince sin venir a verte. —Entonces no tendrás que hacer otro viaje de noche. ¿Qué habría hecho yo si… —Me habrías llorado mucho ¿no es verdad? —repliqué sonriéndome. Miróme por algunos momentos, y yo agregué: —¿Puedo acaso estar cierto de morir en cualquier tiempo convencido de… —¿De qué? Y adivinando lo demás en mi mirada: —¡Siempre, siempre! —añadió casi en secreto, aparentando examinar los hermosos encajes de los almohadones. —Y yo tengo cosas muy tristes que decirte —continuó después de unos momentos de silencio—; tan tristes, que son la causa de mi enfermedad. Tú estabas en la montaña… Mamá lo sabe todo; y yo oí que papá le decía a ella que mi madre había muerto de un mal cuyo nombre no alcancé a oír; que tú estabas destinado a hacer una bella carrera; y que yo… ¡ah! yo no sé si es cierto lo que oí… será que no merezco que seas como eres conmigo. De sus ojos velados rodaron a sus mejillas pálidas, lágrimas que se apresuró a enjugar. —No digas eso, María, no lo pienses —le dije—; no; yo te lo suplico. —Pero si yo lo he oído, y después fue cuando no supe de mí… ¿Por qué, entonces? —Mira, yo te ruego… yo… ¿Quieres permitirme te mande que no hables más de eso? Había dejado ella caer la frente sobre el brazo en que se apoyaba y cuya mano estrechaba yo entre las mías, cuando oí en la pieza inmediata el ruido de los ropajes de Emma, que se acercaba. Aquella noche a la hora de la cena estábamos en el comedor mis hermanas y yo esperando a mis padres, que tardaban más tiempo del acostumbrado. Por último se les oyó hablar en el salón como dando fin a una conversación importante. La noble fisonomía de mi padre mostraba, en la ligera contracción de las extremidades de sus labios y en la pequeña arruga que por en medio de las cejas le surcaba la frente, que acababa de sostener una lucha moral que lo había alterado. Mi madre estaba pálida, pero sin hacer el menor esfuerzo para mostrarse tranquila, me dijo al sentarse a la mesa: —No me había acordado de decirte que José estuvo esta mañana a vernos y a convidarte para una cacería; mas cuando supo la novedad ocurrida, prometió volver mañana muy temprano. ¿Sabes tú si es cierto que se casa una de sus hijas? —Tratará de consultarte su proyecto —observó distraídamente mi padre. —Se trata probablemente de una cacería de osos —le respondí. —¿De osos? ¡Qué! ¿cazas tú osos? —Sí, señor; es una cacería divertida que he hecho con él algunas veces. —En mi país —repuso mi padre— te tendrían por un bárbaro o por un héroe. —Y sin embargo, esa clase de partidas es menos peligrosa que la de venados, que se hace todos los días y en todas partes; pues aquélla en lugar de exigir de los cazadores el que tiren a derrumbarse desatentados por entre breñas y cascadas, necesita solamente un poco de agilidad y puntería certera. Mi padre, sin dejar ver ya en el semblante el ceño que antes tenía, habló de la manera cómo se cazan ciervos en Jamaica y de lo aficionados que habían sido sus parientes a esa clase de pasatiempo, distinguiéndose entre ellos, por su tenacidad, destreza y entusiasmo, Salomón, de quien nos refirió, riendo ya, algunas anécdotas. Al levantarnos de la mesa, se acercó a mí para decirme: —Tu madre y yo tenemos que hablar algo contigo; ven luego a mi cuarto. A tiempo que entraba a él, mi padre escribía dando la espalda a mi madre, que se hallaba en la parte menos alumbrada de la habitación, sentada en la butaca que ocupaba siempre que se detenía allí. —Siéntate —me dijo él, dejando por un momento de escribir y mirándome por encima de los espejuelos, que eran de vidrios blancos y fino engaste de oro. Pasados algunos minutos, habiendo colocado cuidadosamente en su lugar el libro de cuentas en que estaba escribiendo, acercó un asiento al que yo ocupaba, y en voz baja habló así: —He querido que tu madre presencie esta conversación, porque se trata de un asunto grave sobre el cual tiene ella la misma opinión que yo. Dirigióse a la puerta para entornarla y botar el cigarro que estaba fumando, y continuó de esta manera: —Hace ya tres meses que estás con nosotros, y solamente pasados dos más podrá el señor A*** emprender su viaje a Europa, y con él es con quien debes irte. Esa demora, hasta cierto punto, nada significa, tanto porque es muy grato para nosotros tenerte a nuestro lado después de seis años de ausencia a que han de seguir otros, como porque observo con placer que aun aquí, es el estudio uno de tus goces predilectos. No puedo ocultarte, ni debo hacerlo, que he concebido grandes esperanzas, por tu carácter y aptitudes, de que coronarás lucidamente la carrera que vas a seguir. No ignoras que pronto la familia necesitará de tu apoyo, con mayor razón después de la muerte de tu hermano. Luego, haciendo una pausa, prosiguió: —Hay algo en tu conducta que es preciso decirte no está bien: tú no tienes más que veinte años, y a esa edad un amor fomentado inconsideradamente podría hacer ilusorias todas las esperanzas de que acabo de hablarte. Tú amas a María, y hace muchos días que lo sé, como es natural. María es casi mi hija, y yo no tendría nada que observar, si tu edad y posición nos permitieran pensar en un matrimonio; pero no lo permiten, y María es muy joven. No son únicamente éstos los obstáculos que se presentan; hay uno quizá insuperable, y es de mi deber hablarte de él. María puede arrastrarte y arrastrarnos contigo a una desgracia lamentable de que está amenazada. El doctor Mayn se atreve casi a asegurar que ella morirá joven del mismo mal a que sucumbió su madre: lo que sufrió ayer es un síncope epiléptico, que tomando incremento en cada acceso, terminará por una epilepsia del peor carácter conocido: eso dice el doctor. Responde tú ahora, meditando mucho lo que vas a decir, a una sola pregunta; responde como hombre racional y caballero que eres; y que no sea lo que contestes dictado por una exaltación extraña a tu carácter, tratándose de tu porvenir y el de los tuyos. Sabes la opinión del médico, opinión que merece respeto por ser Mayn quien la da; te es conocida la suerte de la esposa de Salomón: ¿si nosotros consintiéramos en ello, te casarías hoy con María? —Sí, señor —le respondí. —¿Lo arrostrarías todo? —¡Todo, todo! —Creo que no solamente hablo con un hijo sino con el caballero que en ti he tratado de formar. Mi madre ocultó en ese momento el rostro en el pañuelo. Mi padre, enternecido tal vez por esas lágrimas y acaso también por la resolución que en mí encontraba, conociendo que la voz iba a faltarle, dejó por unos instantes de hablar. —Pues bien —continuó—; puesto que esa noble resolución te anima, sí convendrás conmigo en que antes de cinco años no podrás ser esposo de María. No soy yo quien debe decirte que ella, después de haberte amado desde niña, te ama hoy de tal manera, que emociones intensas, nuevas para...



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