E-Book, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: Concilium
Irarrazával / Lefebvre / Pilario Sufrimiento y Dios
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-9073-252-6
Verlag: Editorial Verbo Divino
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Concilium 366
E-Book, Spanisch, 160 Seiten
Reihe: Concilium
ISBN: 978-84-9073-252-6
Verlag: Editorial Verbo Divino
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Pensar en el sufrimiento es, ante todo, hacerse solidario con quien sufre y pensar en la cura y en la justicia. Pero el sufrimiento suscita cuestiones que aumentan el dolor y la urgencia del cuidado. Paul Ricoeur, consultando las reflexiones posteriores a las grandes guerras y los genocidios del siglo XX, concluye afirmando que el sufrimiento se ha convertido en el mayor y casi en el único gran desafío para la teología y la filosofía contemporáneas.
Autoren/Hrsg.
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Pamela R. McCarroll *
IRA Y LLANTO POR AMOR:
EL SUFRIMIENTO Y LA POSIBILIDAD DE LO SAGRADO1
El artículo se inicia con el relato de una mujer cuyo marido, José Eduardo López, fue dos veces secuestrado y torturado y finalmente entró a formar parte de los desaparecidos en Honduras. Se reflexiona, a continuación, en ese relato mediante la teoría del trauma, la teodicea y la obra de varios teólogos, para explorar el paisaje interior del sufrimiento y la posibilidad de lo sagrado tal como es conocido en la experiencia humana. Dedicado a Nora Melara-López, con humildad y gratitud Su relato2
Solían echarse a reír cuando él regresaba a casa con las manos vacías tras haber salido a comprar horas antes tomando el autobús. «Sencillamente no podía recordar qué tenía que comprar». Y se reían. «Me ha vuelto a pasar», decía él con su característica gesticulación melodramática, y volvían a reírse. Ahora, ella conoce el nombre clínico de este comportamiento: se trata de la disociación, es decir, de un proceso mental comúnmente asociado con un estrés postraumático que causa una falta de conexión entre los pensamientos, la memoria y el sentido de identidad de la persona. El olor a quemado, a heces y orina; el sonido de aquella música; la visión de alguien que se asemejaba a uno de ellos. Era todo lo que le llevaba a detenerse, mirando hacia abajo, paralizado, desconectado. Ella recuerda aquellas partes de la historia ahora, como cuando le decía que él se había desconectado de su cuerpo cuando le estaban torturando y el dolor era insoportable. En una escala del 1 al 10, se producía al llegar a la última cifra. «Supongo que su cuerpo no podía olvidar, incluso después de meses y de años». José Eduardo López era un periodista autónomo y activista de los derechos humanos en Honduras. Anhelaba derrotar la pobreza y aumentar la educación y la atención sanitaria del pueblo, especialmente la de los niños. Fue detenido y torturado en agosto de 1981. En 1982 huyó a los Estados Unidos tras recibir varias amenazas de muerte. Se le obligó a regresar a Honduras, después de que se le negara su petición de estatuto de refugiado en Canadá, «pues no estaba bien fundamentado el temor de persecución». El día de Noche Buena de 1984 fue secuestrado por unos hombres armados. Nunca más volvió a ser visto —«desapareció»—. En 1993, la Comisión de Honduras para los derechos humanos publicó el informe Los hechos hablan por sí mismos, donde se confirmaba que Eduardo había sido secuestrado por las fuerzas de seguridad del Gobierno hondureño, torturado, ejecutado y enterrado en un cementerio clandestino. Nunca se han encontrado sus restos3. Cuando ella logró armar el jaleo suficiente para que lo pusieran en libertad en 1981, recuerda que, de regreso a casa, él estaba en silencio. El dolor era visible. Le prepara una ducha. Él le pide que lo deje solo, «No querrás ver esto». Pero ella insiste de todos modos. Moratones por todas partes. Carne lacerada de color violeta intenso. Se estremece de dolor cuando ella le toca. «Pero ¿qué te han hecho?». Torturas. Puñetazos. Puntapiés. Descargas eléctricas. Meterle la cabeza en excrementos humanos. Música altísima para que no se oyeran sus gritos… «¡Quiero hacer estallar ese lugar con todos ellos dentro!». Grita ella, mientras la ira aumenta en su interior. Nada podía haberla preparado para la respuesta tranquila e inquebrantable que le dio: «No podemos odiar a mis torturadores. Son meros productos de esta sociedad. No debemos odiarlos». Aún se le saltan las lágrimas cuando ella recuerda aquellas palabras y el impacto que tuvieron en su vida. Día de Noche Buena de 1984. Han quedado en encontrarse a las 10:00 h y comprar los regalos para sus tres hijos pequeños. Cuando Eduardo no aparece a las 10:30 h, ella comienza a buscarle. Al medio día regresa aquel sentimiento: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡No!». Ha desaparecido. Las semanas posteriores al secuestro de Eduardo se llenan de esfuerzos por liberarlo, con abogados, cobertura mediática e intervenciones públicas contra lo que había ocurrido. Después, ella comienza a recibir amenazas. Los tornillos de las llantas aflojados le provocan un accidente. Recibe advertencias de personas desconocidas para que se calle. Es llevada en secreto a una base militar en la que se le interroga. «¿Quiénes son sus amigos? ¡Suéltalo!». Llamadas telefónicas durante la noche. La última colma el vaso. «Tienes una hija de 9 años y sabemos lo que haremos con ella». Recogiendo a sus hijos, huye a Costa Rica. Aceptados por el consulado como refugiados, llegan a Canadá meses después. Amnistía Internacional anuncia que José Eduardo López es un prisionero de conciencia4. Comienzan a hacerse urgentes llamamientos y a escribirse cartas. «He esperado durante años que nos encontrara», dice ella, «simplemente atravesando la puerta de nuestra casa o presentándose donde estuviéramos. Me he imaginado el encuentro una y otra vez, con Eduardo llegando a casa y cambiando todo». Ella recuerda los fragmentos de los sentimientos durante ese tiempo: furiosa con Dios por la injusticia de la vida, acosada por la idea de que todo fuera un castigo por algo, angustiada por sentirse en cierto modo culpable de todo, más culpable por pensar que Eduardo estaba muerto, más culpable por haber abandonado, angustiada por sus hijos, odiando a todos los que habían causado aquella tragedia, preguntándose sin cesar los ¿por qué? y los ¿y si en cambio?, y la necesidad de contar su historia indefinidamente. Y todo ello atravesado por el constante tintineo de la llamada de Eduardo a perdonar. Ella recuerda la comunidad eclesial que los acogió tan plenamente. Obligados por su historia, juntos crearon una organización para la reubicación de los refugiados, con ella como directora contratada para hacer lo que nadie había hecho por Eduardo. También recuerda un frío día de Noche Buena de 1987, dentro de la iglesia atestada de gente, en que se celebró un homenaje a Eduardo. «La celebración de su vida me dio un gran consuelo», afirma. «Me ayudó a descubrir que Dios estaba llorando conmigo». Varios años después se enteró de que uno de los torturadores de Eduardo había pedido asilo político en Canadá. Ella se reunió con él. Ella sabía que necesitaba hacerlo. «Es sencillamente un ser humano. Él es un resultado de su sociedad». El perdón era improbable, pero podría ser un comienzo. Al menos podría confirmarle si Eduardo había sido asesinado. En efecto, había sido asesinado. A principios de enero de 1985 Eduardo recibió un disparo tras haber sido torturado durante días. Ahora saben que fue el día 9 de enero5. A pesar de ciertas promesas del Gobierno hondureño para exhumar los restos de Eduardo y entregárselos a la familia para un entierro digno, nunca llegó a producirse. Dada la ausencia de una tumba, su familia ha honrado su legado creando una beca en su memoria6, que se concede anualmente a un joven latino/a-canadiense que prosiga su formación posterior a secundaria con un compromiso con la justicia social. A Eduardo le habría gustado. «Siento como si hubiera terminado de contar mi historia ahora», afirma ella. «Es como si aquel tiempo hubiera pasado. Si bien es verdad que mi vida está dividida entre el antes y el después de aquella historia, también es cierto que es mucho más grande. Forma parte de mí —siempre lo será—. Me cambió, nos cambió a todos. Pero el tiempo para contarla públicamente ha terminado». Su historia, su relato, ha llegado a ser ahora parte de las historias-relatos de otros y hay en ello cierta gracia confusa. Exploración de su paisaje interior
¿A qué se parece el sufrimiento y el sentimiento a lo largo de su relato? Al preguntarle, dice que el sufrimiento se ha desencadenado en ella de diferentes formas durante aquellos días, semanas y años. El sufrimiento se inició con un absoluto desgarramiento de su vida y de su futuro en común cuando él desapareció, y surgió el pánico a no poder confiar en nada ni en nadie. El sufrimiento implicó la desconexión con Dios, que los había abandonado, que dejó que dominara el mal y castigó el bien. Sufrir era sentirse expulsada de la presencia de Dios, alienada, rechazada, marginada, así como el terror y el ultraje ante tal posibilidad. El sufrimiento estaba en la desesperada desorientación y angustia —¿cómo puede ser la vida así? La gente buena es amenazada, torturada, asesinada, silenciada, y se permite que el mal aumente descontroladamente—. El sufrimiento estaba en su abrumador sentimiento de impotencia para cambiar las cosas, para salvar a su marido o a otros de un destino semejante. El sufrimiento era el aislamiento y la soledad de estar en un país nuevo, sin familia y sin amigos, y sin conocer el idioma. El sufrimiento fue la indefensión cuando recibieron la carta del rechazo inicial que marcaría su vida en adelante. «No han probado… un temor bien fundado a ser perseguidos»7. Su última esperanza, un denominado Gobierno bueno era cómplice de un mal que se los estaba tragando. «El mal predomina cuando las personas buenas no hacen nada»8. De preguntarle por su sufrimiento, podría recurrir perfectamente a la teoría del trauma para desenredarlo y señalar de qué modos aún lo sufre su cuerpo —una ansiedad, una angustia, que,...