Howarth | Nosotros morimos solos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 300 Seiten

Reihe: ENSAYO

Howarth Nosotros morimos solos


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120426-8-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 300 Seiten

Reihe: ENSAYO

ISBN: 978-84-120426-8-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Nosotros morimos solos relata una de las historias de huida más emocionantes que surgieron de los desafíos y las miserias de la Segunda Guerra Mundial. En marzo de 1943, un equipo de comandos noruegos expatriados navegó desde el norte de Reino Unido hacia la Noruega ártica ocupada por los nazis para organizar y suministrar la resistencia noruega. Pero fueron traicionados y los nazis les tendieron una emboscada. De todos los miembros del equipo, solo sobrevivió uno: Jan Baalsrud, que se vio inmerso en una de las aventuras más terribles que se hayan registrado sobre los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial. Esta es la increíble y apasionante historia de cómo escapó. Congelado, cegado por la nieve y perseguido por los nazis, Baalsrud se arrastró hasta llegar a un pequeño pueblo de pescadores ártico. Estaba cerca de la muerte, delirante y prácticamente lisiado, pero los aldeanos, arriesgando sus vidas, estaban decididos a salvarlo y, a través de hazañas imposibles, lo hicieron. Un relato épico de supervivencia, solidaridad y resistencia, de uno de los episodios históricos más increíbles de la Segunda Guerra Mundial, que narra el testarudo coraje de un hombre que se negó a morir en circunstancias que hubieran matado a noventa y nueve hombres de cada cien.

David Howarth Londres (Reino Unido), 1912 - Chichester (Reino Unido), 1991. Fue un oficial naval británico, constructor de barcos, historiador y escritor. Tras graduarse en la Universidad de Cambridge, trabajó como corresponsal de guerra en la BBC Radio, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Se unió a la Marina después de la caída de Francia y sirvió en la Dirección de Operaciones Especiales (DOE), donde ayudó a establecer el Shetland Bus, una operación tripulada por noruegos que ejecutaron una ruta clandestina entre las islas Shetland y Noruega. Howarth era el segundo al mando en la base naval en las Shetland. Durante la Segunda Guerra Mundial dirigió una compleja red de espionaje, que más tarde sería la inspiración de varios de sus libros, como The Shetland Bus, su primer éxito, o Nosotros morimos solos. Por sus contribuciones a las operaciones de espionaje contra la ocupación alemana de Noruega, Howarth recibió la Cruz de la Libertad del Rey Haakon VII y fue nombrado por el rey noruego caballero de primera clase de la Orden de San Olaf. Una vez finalizada la guerra, escribió más de una veintena de libros sobre historia naval y militar, entre los que destaca Nosotros morimos solos. Su estilo narrativo es apasionante: uno casi puede oír el aullido del viento ártico, quedar cegado por la nieve y sentir la congelación de las extremidades. Tan vívido como el reflejo de la valentía personal del infatigable Jan Baalsrud es el del devastador impacto de la guerra en un puñado de remotos pueblos pesqueros noruegos.
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01


Recalada

En la costa ártica del norte de Noruega, ni siquiera a finales de marzo hay indicio alguno de la llegada de la primavera. Para entonces, la noche polar invernal ha llegado a su fin. En torno al solsticio de invierno, ha sido de noche durante las veinticuatro horas del día; cuando llegue el solsticio de verano, lucirá el sol durante toda la noche. Entre medias, en el equinoccio de primavera, los días se alargan a tal velocidad que se puede apreciar cómo cada uno tiene mayor duración que el anterior. Pero todo el terreno sigue cubierto de gruesas capas de hielo y nieve que llegan hasta la orilla del mar. No hay verdor alguno: ni flores, ni hierba, ni brotes en los raquíticos árboles. En esta época del año a veces hay días despejados, y entonces la costa resplandece con un fulgor deslumbrante a la luz del sol, pero lo normal es que esté azotada por fuertes vientos y oculta por la niebla congelada y la nieve acumulada.

Fue en esa costa, el 29 de marzo de 1943, donde verdaderamente comenzó esta historia. Ese día, un barco pesquero avistó tierra en ese lugar, a seis días de las islas Shetland, con doce hombres a bordo. Su llegada en el tercer año de la guerra a aquellas lejanas aguas enemigas, visibles desde un territorio ocupado por los alemanes, fue el resultado de mucha deliberación y de minuciosos preparativos. Un día después de la llegada, sin embargo, todos los planes que se habían trazado saltaron por los aires, y todo lo que sucedió después —las tragedias, las aventuras, los sacrificios y también el triunfo último— fue tan solo una cuestión de azar y no el resultado de ningún plan, sino simplemente de la suerte, tanto buena como mala, así como del valor y la lealtad.

Ese día en concreto lucía el sol y los doce hombres contemplaron el amanecer con entusiasmo. Llegar a tierra después de una travesía arriesgada siempre es emocionante, más aún cuando el barco se aproxima a la costa de noche, ya que al despuntar el día uno se encuentra con ella ya bien cerca. Aquella recalada suponía una emoción añadida para estos hombres, ya que todos eran noruegos y la mayoría estaban a punto de ver su país por primera vez desde que la invasión alemana los había obligado a abandonarlo, casi tres años antes. Por encima de todo, sentían la enorme emoción de estar jugando a un juego peligroso. Ocho de los doce eran los tripulantes del pesquero. Habían pilotado la embarcación sin ningún percance a través de más de mil quinientos kilómetros de océano considerados tierra de nadie y tenían que regresar una vez que dejaran en tierra a sus pasajeros y su cargamento. Los otros cuatro eran soldados entrenados para la guerra de guerrillas. Su viaje tenía dos objetivos, uno de tipo general y otro más concreto. Su objetivo general era instalarse en la costa y pasar el verano formando a los habitantes de la zona en el arte del sabotaje; su plan específico era atacar una gran base aérea alemana, llamada Bardufoss, en otoño. En la bodega del barco llevaban ocho toneladas de explosivos, armamento, comida y equipos para la supervivencia en el Ártico, así como tres radiotransmisores.

Mientras despuntaba el alba, se sintieron como se sentiría quizá un jugador que hubiera apostado toda su fortuna a un sistema en el que confiaba, con la salvedad de que ellos se estaban jugando sus propias vidas, lo que añade aún más emoción a cualquier apuesta. Confiaban en que a bordo de un pesquero noruego podrían burlar las defensas costeras alemanas y en que, a pesar del clima ártico y de la ocupación, con sus planes y sus equipos podrían vivir en aquella tierra estéril, y de aquella confianza dependían sus vidas. Si estaban equivocados, nadie podría protegerlos. La ayuda de Inglaterra no podría llegar tan lejos. Hasta entonces todo había ido bien; por el momento no había ningún indicio de que los alemanes tuvieran alguna sospecha. Pero las resplandecientes montañas que avistaron al sur, tan hermosas y serenas bajo aquella luz matutina, estaban preñadas de amenazas. Entre ellas se encontraba apostada la vigilancia costera alemana, que con el avance del amanecer enseguida avistaría la embarcación, solitaria en el centelleante mar. Aquella mañana se pondría a prueba la primera teoría y esa noche o la siguiente llegaría el momento álgido de la travesía para el barco y para sus ocupantes: el desembarco secreto.

En esa época, en 1943, aquella costa remota y apenas habitada gozaba de una enorme importancia en el ámbito internacional, que había adquirido de manera forzosa y repentina. Normalmente, en tiempos de paz, no existe lugar más tranquilo que el extremo septentrional de Noruega. Todos los veranos, durante dos meses, disfruta de una temporada turística, cuando los extranjeros acuden a ver las montañas, a los lapones y el sol de medianoche. Durante los otros diez meses del año, sin embargo, los humildes habitantes de la zona se ganan la vida a duras penas mediante la pesca y el trabajo en pequeñas granjas situadas a la orilla del mar. Están prácticamente aislados del mundo exterior, por el mar a un lado y por la frontera sueca al otro, por el mal tiempo y la oscuridad y por la enorme distancia que tienen que recorrer para llegar a la capital de su propio país o a cualquier otro núcleo de civilización. Su vida es dura pero plácida, pues no viven acuciados por muchas de las preocupaciones que afectan a los habitantes de las ciudades o de zonas rurales más pobladas. Apenas prestan atención al paso del tiempo.

Cuando los alemanes invadieron Noruega en 1940, sin embargo, los miles de kilómetros de costa atlántica que cayeron en sus manos fueron su mayor logro estratégico, y, cuando Rusia entró en la guerra, el extremo septentrional de la costa cobró aún más importancia y adquirió todavía más valor para Alemania. Los convoyes aliados con rumbo a los puertos árticos rusos, Arcángel y Múrmansk, tenían que pasar por la estrecha franja de mar abierto situada entre el norte de Noruega y la banquisa ártica, y era desde territorio noruego desde donde los alemanes los atacaban con un éxito que en ocasiones había sido apabullante. Bardufoss era la base desde la que efectuaban sus ataques aéreos y sus operaciones de reconocimiento, y la propia costa daba cobijo a sus submarinos y proporcionaba una vía de paso segura desde los puertos alemanes hasta el océano Ártico.

En cuanto los alemanes se instalaron en la costa norte, su posición se volvió impenetrable. Ese tramo de costa se encontraba a más de mil quinientos kilómetros de la base aliada más cercana y su geografía no podría haber sido más propicia para las labores de defensa. Quedaba protegido del mar por un cordón de islas de treinta kilómetros de ancho, entre las cuales un sinfín de senos permitía el desplazamiento seguro por mar de las fuerzas defensivas. La costa en sí está atravesada por una serie de enormes fiordos, entre los que se alzan montañosas lenguas de tierra. Más allá de las cabeceras de los fiordos hay un altiplano, deshabitado, prácticamente inexplorado y cubierto de nieve durante nueve meses al año, entre cuyas desiertas colinas y señalada con algún que otro mojón está la frontera con Suecia, por aquel entonces un Estado neutral completamente rodeado por países ocupados por Alemania. Atacar a los alemanes en las regiones árticas de Noruega mediante un dispositivo militar normal era del todo imposible. Cada isla y cada fiordo podían convertirse en una fortaleza, y, si en algún momento los alemanes se hubieran visto en apuros en la zona, podrían haber reforzado su posición ocupando Suecia, lo que no habría convenido a los aliados.

En estas circunstancias, la importancia potencial de la travesía que había llegado a su fin aquella mañana de marzo no guardaba ninguna proporción con el tamaño de la expedición. En Londres se tenían depositadas grandes esperanzas en el resultado. Solo iban a desembarcar cuatro hombres, pero, con un poco de suerte, serían capaces de inutilizar la base aérea de Bardufoss el tiempo suficiente para que pudiera pasar un convoy sin ser descubierto. Asimismo, el momento era propicio para entrenar a los habitantes de la zona. La gran mayoría de los noruegos de aquella región habrían emprendido acciones contra los alemanes con mucho gusto, y lo habrían hecho mucho antes si hubieran tenido armamento e instrucciones sobre cómo proceder. Una vez que comenzaran los entrenamientos, el movimiento crecería como una bola de nieve.

La única razón por la que no se había hecho nada parecido en Noruega hasta entonces era la enorme dificultad para llegar hasta allí. Por las montañas, a través de la frontera con Suecia, podían entrar grupos reducidos esquiando, y así era como se había introducido un radiotransmisor que se había instalado en la ciudad de Tromsø. Pero un equipo de sabotaje era demasiado voluminoso y pesado para transportarlo por la montaña o para pasarlo de contrabando sin que lo interceptaran los suecos. La única forma de transportarlo era por mar.

Para entonces, un gran número de barcos pesqueros con armamento escondido a bordo habían llegado al sur de Noruega procedentes de una base situada en las islas Shetland, por lo que el movimiento de resistencia en el sur estaba bien abastecido y prosperaba. Sin embargo, hasta entonces ninguno de esos barcos había emprendido un viaje tan largo y peligroso como la travesía al norte de Noruega. La embarcación que acababa de lograrlo había partido de la misma base escocesa. Se llamaba Brattholm. Tenía veintitrés metros de eslora y un motor de un solo cilindro que le permitía alcanzar una velocidad de ocho nudos. Su aspecto se había preservado cuidadosamente para que fuera como el de cualquier barco...



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