E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Reihe: Polar
Hill La mujer de negro
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-350-4576-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
¿Crees en fantasmas?
E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Reihe: Polar
ISBN: 978-84-350-4576-6
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Cuando el joven abogado Arthur Kipps recibe el encargo de viajar a un pueblo remoto del interior rodeado de marismas brumosas para asistir al entierro de una anciana no puede ni imaginar lo que le espera, y sólo ve en ello la posibilidad de progresar profesionalmente, lo que quizá le permita finalmente casarse.Mientras intenta poner orden en el legado de la difunta, empieza a ver una extraña aparición y se introduce en una historia que los lugareños intentan olvidar: la de una madre soltera que tuvo que dejar a su hijo al cuidado de su hermana, pero el niño se hundió en las marismas mientras su madre biológica lo miraba todo impotente desde su ventana. Según dice la tradición, siempre que alguien ve al espectro de la madre, muere un niño, y a la larga Arthur Kipps comprobará en su propia familia hasta qué punto esa tradición es cierta. Susan Hill demuestra conocer muy bien tanto los elementos más recurrentes de la novela gótica como los mecanismos que hacen que resulten tan efectivos. Sin embargo, su verdadero talento consiste en dotar de una modernidad asombrosa todos estos recursos y conseguir que el lector se sorprenda y atemorice como si fuera la primera vez que lee una historia de fantasmas. Tras haber vendido más de un millón de ejemplares en todo el mundo, llevada a los escenarios reiteradamente y con enorme éxito, y adaptada tanto a la radio como a la televisión, esta estremecedora historia ha sido adaptada para la gran pantalla en una espectacular versión dirigida por James Watkins y protagonizada por Daniel Radcliffe.
Susan Hill nació en Scarborough en 1942 y se educó en Londres.Ha escrito Aire y ángeles, Extraño encuentro, La señora de Winter y La mujer de negro, entre otras novelas, libros de relatos, obras de no ficción y teatro, y su obra ha sido galardonada con los premios Whitbread, John Llewelyn Rhys y Somerset Maugham, además de ser finalista del Booker Prize. Con Las distintas guaridas de los hombres (2005), la primera novela del ciclo dedicado al comisario Simon Serrailler, sorprendió tanto a críticos como a lectores por la perfecta combinación de misterio, profundidad psicológica de los personajes y recreación de la vida en una pequeña ciudad de provincias, y las siguientes entregas, Los puros de corazón (2006), El peligro de la oscuridad (2007) y Voto de silencio (2011), no hicieron sino confirmar las expectativas generadas. Todos los títulos de la serie de Simon Serrailler, que ha vendido más de 120.000 ejemplares y se publica con resonante éxito en Alemania, Francia, Holanda, Italia, Japón, Suecia, etc., han aparecido en esta misma colección.
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Una peculiaridad londinense
Era la tarde de un lunes de noviembre y ya había oscurecido; no se debía a lo tardío de la hora, pues apenas eran las tres, sino a la niebla, a la más espesa de las brumas londinenses, que nos había cercado desde el alba..., en el caso de que hubiese habido amanecer, pues la niebla apenas había permitido que la luz se abriera paso en la espantosa penumbra. La bruma se encontraba en el exterior: pendía del río, se deslizaba por callejones y callejuelas y se arremolinaba entre los árboles pelados de los parques y los jardines de la ciudad; también estaba dentro: penetraba como el mal aliento a través de grietas y fisuras y se colocaba con sigilo cada vez que se abría una puerta. Se trataba de una bruma amarillenta, sucia y maloliente, de una niebla que atragantaba, cegaba, manchaba y ensuciaba. Hombres y mujeres cruzaban las calles a tientas, se jugaban la vida, trastabillaban en las aceras y, en busca de guía, se aferraban entre sí y a las barandillas. Los sonidos quedaban asordinados y las sombras se desdibujaban. La niebla había caído hacía tres días, no parecía dispuesta a marcharse y supongo que poseía las características de todas las brumas: resultaba amenazadora, siniestra, ocultaba el mundo conocido y confundía a sus habitantes, del mismo modo que se confundirían si les tapasen los ojos y los hicieran girar para jugar a la gallina ciega. En conjunto, el tiempo era espantoso y abatía el ánimo en el más temible de todos los meses del año. Sería fácil volver la vista atrás y creer que durante aquella jornada había tenido presentimientos de mi inminente viaje, que un sexto sentido o intuición telepática, que en la mayoría de los hombres permanece inactiva y oculta, había despertado y estaba alerta en mi interior. En aquella época de mi juventud, yo era una persona resuelta y sensata y no experimenté la más mínima incomodidad ni recelos. Toda caída de mi espíritu habitualmente alegre respondía sólo a la niebla y al mes de noviembre, hastío que compartía con la totalidad de los ciudadanos de Londres. Por lo que recuerdo, no sentí más que curiosidad y un interés profesional por la escueta explicación del asunto que el señor Bentley me planteó, a lo que hay que añadir un cierto afán de aventura, pues nunca antes había visitado esa remota región de Inglaterra a la que me dirigía, así como cierto alivio ante la posibilidad de escapar de la atmósfera malsana de la bruma y la humedad. Por si eso fuera poco, apenas tenía veintitrés años y conservaba la pasión escolar por todo lo relacionado con las estaciones de tren y los recorridos con locomotoras de vapor. Es posible que lo extraordinario sea lo bien que recuerdo hasta el detalle más nimio de aquel día; todavía no había sucedido nada lamentable y mis nervios estaban templados. Si cierro los ojos, me veo sentado en el coche de alquiler y avanzando despacio entre la niebla rumbo a la estación de King’s Cross; percibo el olor frío y húmedo de la tapicería y el hedor indescriptible de la bruma que se cuela por la ventanilla; noto la sensación de tener los oídos tapados, como si me hubiera puesto algodones. Charcos de luz amarillenta y azulada, que parecían proceder de diversos rincones de algún círculo del infierno, destellaban en las tiendas, en las ventanas de los pisos altos de las casas y en los sótanos, desde los que se elevaban cual llamaradas procedentes del fondo; también había charcos de luz al rojo vivo de los castañeros de las esquinas; aquí se alzaba un gran caldero de brea hirviente para los peones camineros, caldero que burbujeaba y soltaba un enfermizo humo rojo; allí se vislumbraba la luz de la farola que el farolero sostenía en alto y que se balanceaba y vacilaba. En las calles el estrépito era constante, se oían frenazos, bocinazos y los gritos de un centenar de conductores cegados y obligados a aflojar la marcha debido a la niebla; cuando me asomé por la ventanilla del coche en medio de la penumbra, las figuras que discerní y que se abrían paso en las tinieblas semejaban formas espectrales, con las bocas y los mentones embozados por bufandas, velos y pañuelos; cada vez que alcanzaban la seguridad relativa de un charco de luz, sus ojos adquirían un tinte rojizo y resultaban demoníacos. Tardé cerca de cincuenta minutos en recorrer el kilómetro y medio que separaba el bufete de la estación y, como no podía hacer nada y había tenido en cuenta que el inicio de mi viaje sería lento, me arrellané, me convencí de que ése sería el peor tramo de mi recorrido y repasé mentalmente la conversación que por la mañana había mantenido con el señor Bentley. Trabajaba con tesón en los aburridos detalles de unas escrituras de traspaso de propiedades y había olvidado por un momento la niebla que se aferraba a la ventana como una bestia peluda a mi espalda cuando Tomes, el pasante, entró para pedirme que fuese al despacho del señor Bentley. Tomes era un hombre menudo, delgado como un palo, con la piel del color de una vela de sebo y un resfriado perenne, lo que lo llevaba a sorberse los mocos cada veinte segundos, motivo por el cual había sido relegado al cuchitril de la entrada, donde guardaba libros mayores y recibía a los clientes con tal aire de sufrimiento y melancolía que, cualquiera que fuese el asunto por el cual hubiesen decidido ir a ver al abogado, los visitantes sólo pensaban en testamentos y últimas voluntades. Era un testamento lo que el señor Bentley tenía ante sus ojos cuando entré en su amplio y cómodo despacho, con la gran ventana salediza que, en días más apacibles, permitía una excelente vista del Inn of Court, los jardines y las idas y venidas de la mitad de los abogados de Londres. –Tome asiento, Arthur, tome asiento. Tras pronunciar esas palabras, el señor Bentley se quitó las gafas, las limpió con gran energía y volvió a colocárselas sobre la nariz. Luego se acomodó en el sillón cual un hombre satisfecho. El señor Bentley tenía una historia que contar y al señor Bentley le gustaba que lo escuchasen. –¿Le hablé alguna vez de la extraordinaria señora Drablow? Negué con la cabeza. Me dije que sin duda el tema sería más interesante que las escrituras de traspaso de propiedades. –La señora Drablow... –repitió, cogió el testamento y, por encima del escritorio, lo agitó ante mis ojos–. La señora Alice Drablow, de Eel Marsh. Por si no lo sabe, ha muerto. –Ah, bueno. –Así es. Heredé a Alice Drablow de mi padre. La familia ha confiado sus asuntos a esta firma desde..., veamos... El señor Bentley movió la mano y se sumió en las brumas del siglo pasado y de la creación del bufete formado por Bentley, Haigh, Sweetman y Bentley. –Lo escucho... –Alcanzó una edad considerable... –Volvió a agitar los papeles–. Había cumplido los ochenta y siete. –¿Debo colegir que lo que tiene en la mano es su testamento? –La señora Drablow... –Bentley elevó un poco la voz y pasó por alto mi pregunta, que había interrumpido el despliegue de su narración–. Como suele decirse, la señora Drablow era rarilla. Asentí la cabeza. Como había descubierto a lo largo de mis cinco años en el bufete, buena parte de los clientes de más edad del señor Bentley eran «rarillos». –¿Ha oído alguna vez hablar del paso elevado de Nine Lives? –No, nunca. –¿Y de Eel Marsh, en el condado de...? –No, señor. –¿Debo suponer que tampoco ha visitado dicho condado? –Lamentablemente, no. –Creo que, viviendo allí, cualquiera puede volverse rarillo –reconoció el señor Bentley con actitud reflexiva. –Tengo una idea muy difusa acerca de dónde está. –Muchacho, en ese caso vaya a su casa, prepare el equipaje, coja el tren de la tarde en King’s Cross, cambie en Crewe y vuelva a cambiar en Homerby. Una vez allí, siga el ramal que conduce a la pequeña ciudad comercial de Crythin Gifford. ¡A partir de ese momento, sólo tendrá que aguardar el cambio de marea! –¿Ha dicho marea? –Sólo es posible cruzar el paso elevado con la bajamar, lo que permite acceder a Eel Marsh y la casa. –¿Se refiere a la casa de la señora Drablow? –Cuando sube la marea, la vivienda queda aislada hasta que el agua desciende. Es un lugar extraordinario. –Mi jefe se puso en pie y se acercó a la ventana–. Hace años estuve allí. Me llevó mi padre. A la señora no le gustaban mucho las visitas. –¿Era viuda? –Perdió a su marido al poco tiempo de casarse. –¿Tuvo hijos? –Hijos... –El señor Bentley permaneció en silencio unos segundos. Pasó los dedos por el cristal de la ventana, como si quisiera apartar la oscuridad, pero la niebla se aferró, con su tono gris amarillento y más espesa que nunca; en diversos puntos de Inn Yard, las luces de otros bufetes...