Herrasti | El libro de las tinieblas | E-Book | www2.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

Herrasti El libro de las tinieblas

Un alguacil al servicio de Felipe IV
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-350-4680-0
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Un alguacil al servicio de Felipe IV

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Reihe: Narrativas Históricas

ISBN: 978-84-350-4680-0
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Madrid, siglo XVII. El alguacil Gonzalo García descubre el cadáver de Alonso, antiguo compañero de los tercios, en una posada de la Cava Baja.Será el primero de varios crímenes, todos ellos rodeados de extrañas circunstancias: una estaca les atraviesa el corazón, les han rebanado la cabeza, llevan tatuado un dragón en la espalda... Resuelto a investigar la muerte de su amigo, Gonzalo, junto con su inseparable dominico fray Diego, inicia una investigación que lo llevará a descubrir los secretos más ocultos del libro La clave de Salomón, grimorio con referencias a espíritus y ritos vampíricos, en los que se ve envuelta a su vez la misteriosa secta draconiana. 

Pedro Herrasti (Madrid, 1964), licenciado en periodismo, trabajó durante años en diversas publicaciones antes de descubrir su vocación de escritor, en la que vuelva su pasión por la historia.Hasta la fecha ha publicado en Edhasa El demonio de Lavapiés (2008) y El libro de las tinieblas (2013), donde el alguacil Gonzalo García protagoniza diversas aventuras en el Madrid del Siglo de Oro.
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PRÓLOGO


–¡Aquí hemos venido a morir!, al primero que dé un paso atrás me lo cargo. Quien no tenga lo que hay que tener, sepa que no vivirá para contarlo. Recordad: sin riesgo no hay gloria –gritó el sargento mayor Ramírez mientras recorría las filas de piqueros, empuñando amenazante su pistola de rueda.

Avanzaba con paso enérgico entre los hombres dispuestos a un codo de distancia, firmes y disciplinados a pesar del agotamiento por el combate. Se abría camino entre la tropa vestida con ropas deslustradas, cubiertas de barro y sangre reseca, al igual que las corazas, cascos, picas, mosquetes y espadas que formaban una muralla de carne y hierro que los suecos no habían podido quebrar. La temible formación de los tercios españoles sobrecogía con sus armas y estandartes desplegados, pero lo que realmente helaba la sangre era la mirada febril de los soldados, una mezcla de odio, temor y audacia que Ramírez esquivaba en su marcha.

Al pasar a su lado Gonzalo miró el rostro iracundo del sargento, al que le cruzaba un chirlo bermejo que iba a morir en sus labios. Los mismos que no habían dejado de dar órdenes desde que, nada más amanecer, los herejes atacaran esa maldita colina de Albruch, la posición clave en el despliegue del ejército hispano-austríaco, que tanta sangre estaba costando mantener. Desde entonces se habían sucedido ya catorce asaltos y, a pesar de ello, no cejaban en su esfuerzo por hacerse con el altozano.

El estallido de una granada de la artillería sueca sólo una docena de pasos más allá de donde estaba Gonzalo alcanzó de lleno a Ramírez, que cayó muerto con el pecho empapado en sangre sin que le diera tiempo a articular un lamento. Los piqueros cerraron filas y cubrieron el hueco abierto por la explosión mientras comprobaban la verdad de las palabras del sargento: estaban allí para morir y muchos desearon un fin como el suyo, tan rápido que no daba tiempo ni para sentir el dolor o comprender que la vida llegaba a su fin.

Tras esa última descarga el bombardeo pareció cesar, dando un breve respiro a los soldados. Todos sabían que, de mantenerse la calma, aquello era sólo el preámbulo para el temible ataque de la infantería sueca, esos hombres que en los últimos años asombraban a Europa consiguiendo victoria tras victoria para la causa luterana.

Los españoles habían aguantado durante cinco largas horas las granadas de los cañones, las cargas de la caballería, las embestidas de las picas, las cuchilladas de las espadas, y lo habían hecho impertérritos, firmes, sin ceder ni un palmo de terreno. Demostrando que las picas de veinticinco palmos de fresno eran duras, pero no tanto como los hombres que las manejaban. No se equivocaba el cardenal infante Fernando de Austria al mandar al nervio de su ejército, es decir, los temibles tercios españoles, a ocupar la cima de la colina.

A pesar de todo, nadie que observara a esos soldados podía ignorar que sus fuerzas iban mermando y las hileras de soldados eran cada vez más ralas, como atestiguaba el barro colorado bajo sus pies, que emanaba el olor dulzón de la sangre.

De momento, el bombardeo había finalizado y por un instante pareció reinar la paz en el formidable cuadro del tercio español erizado de picas, mosquetones, arcabuces, alabardas y estandartes entre los que se distinguía la temible cruz de San Andrés, esas aspas rojas que se alzaban sobre el cielo azul, al igual que tantas otras veces, como rayos ardientes de sangre e ira dispuestos a desafiar la amenaza del turco, el hereje, el francés y todos los enemigos de España y la fe católica.

A pesar del silencio de los cañones, un intenso olor a pólvora dominaba la colina, pero a nadie le desagradaba puesto que amortiguaba el hedor que empezaban a despedir los cadáveres, mezclado con el áspero tufo de los coletos de cuero y el sudor frío de los hombres enfrentados a la muerte.

El sosiego quedó interrumpido cuando volvió a escucharse la descarga de un par de cañones suecos. Una de las bombas cayó en tierra de nadie, pero otra fue a dar sólo dos filas por delante de donde se encontraba Gonzalo. El estallido de la granada levantó un remolino de tierra y un fuerte estruendo al que siguieron los gritos de dolor de los heridos. El aire se volvió ardiente mientras los infantes trataban de aclarar los ojos enturbiados por el polvo.

Su amigo Alonso, el piquero que estaba a su derecha, había caído y Gonzalo le ayudó a incorporarse del suelo.

–No me pasa nada, sólo he resbalado, pero no sé si vamos a salir de esta –dijo Alonso con un susurro de desaliento.

–Saldremos, ya lo verás –aseguró Gonzalo con una certidumbre que no sentía–. Si los rechazamos ahora, será el fin, ánimo.

–Maldita la hora en que sentamos plaza en este tercio –gruñó Alonso–, más nos habría valido quedarnos holgando bajo el sol de Nápoles.

–Lo hecho, hecho está –concluyó Gonzalo.

Desde luego, él llegó a la misma conclusión, pero si las cosas venían así, poco se podía hacer. Ambos habían trabado una fuerte amistad durante sus andanzas en Nápoles, aquella soleada ciudad que ahora parecía tan lejana. Tan inseparables eran que decidieron unirse al ejército para huir de las deudas y la mala fortuna. Sin embargo, ese designio tomado bajo el sol radiante del sur les había llevado hasta la húmeda Baviera, atravesando los hielos de los Alpes para enfrentar a la muerte en el renombrado tercio de Martín de Idíaquez, formado en su mayor parte por veteranos bregados en mil combates.

Pero ni para ellos el momento era fácil; de hecho, era casi tan arduo como la misión que tenía encomendada el ejército: abrirse paso como pudiera desde Milán hasta Flandes para socorrerlo, siguiendo el camino español, la vieja ruta establecida por el duque de Alba y cortada por los luteranos en aquellos tiempos de tribulaciones.

Aunque las circunstancias amilanaban hasta al más bravo, a Gonzalo no dejó de sorprenderle la actitud desesperanzada de Alonso. Por lo general era un hombre resuelto, aunque muy diferente a muchos otros que había conocido al servicio del rey. Él no era de esa turba de desesperados, bribones o aventureros de la que se alimentaban las filas de los tercios; por el contrario, Alonso era lo que se llamaba un soldado reformado, es decir, un hidalgo que luchaba como simple tropa en espera de mejor destino. Siempre le gustaba dejar esto claro, y tal vez por eso lucía con orgullo su bigote aristocrático a juego con un elegante capotillo de mangas perdidas.

El sonido de cornetines en la llanura le hizo apartar la mirada de su amigo para observar cómo las líneas de infantería sueca formaban con parsimonia de nuevo, esperando la señal de comenzar la carga que debía ser la definitiva. Los regimientos luteranos ofrecían un aspecto impresionante y extraño, puesto que los suecos habían concebido la peregrina idea de que todos los soldados vistieran de manera uniforme y allí estaban esas tropas ataviadas con las mismas prendas en las que sólo variaba el color, unos de negro y otros de amarillo, que los identificaba como la elite del ejército sueco, los fieros soldados que se habían reservado para el momento decisivo.

Gonzalo podía observar con claridad las líneas de hombres rubicundos, fuertes y de elevada estatura curtidos en la guerra. Todos ellos comenzaron a avanzar tras escuchar la orden de sus oficiales, justo antes que el sonido retumbante y rítmico de los tambores y los pífanos los ahogara.

Los soldados del tercio supieron al instante que esa carga era la decisiva, el momento en que se zanja la suerte de una batalla, así que se aprestaron a encarar ese mar de hierro, pólvora y muerte que se abatía sobre el tercio español.

* * *

Las cajas de los tambores retumbaban marcando la marcha y su redoble se oía cada vez más cercano. Gonzalo vio cómo las filas de soldados se aproximaban con sus picas enhiestas y el paso firme, a pesar de que la ladera estaba repleta de picas desmochadas y caballos e infantes muertos o moribundos como consecuencia de las cargas anteriores. Aquellos hombres avanzaban decididos, con la cabeza erguida y los estandartes al frente, sin importarles el estallido de las granadas de la artillería, ni el fuego de los mosquetes y arcabuces, ni siquiera los gritos de los heridos que imploraban inútilmente a sus pies antes de ser aplastados. Nada parecía capaz de detener su paso.

Los españoles habían dispuesto sus arcabuces y mosquetes para recibirlos apoyados en sus horquillas y con las cuerdas encendidas. Un capitán con su sombrero de alas bien ceñido dio la orden de fuego, y las mangas de mosqueteros y arcabuceros españoles hicieron una descarga a tan poca distancia que el efecto fue demoledor; más aún cuando a ésta siguió otra andanada, pero la lluvia de plomo sólo detuvo el avance durante unos instantes.

Gonzalo advirtió con estupor cómo, entre el humo provocado por la escopetada, la recia formación seguía avanzando y fue entonces, entre el murmullo de centenares de oraciones, cuando oyó la orden de «picas» y todos los hombres las bajaron a un tiempo para convertir el cuadro en un mortal erizo a la espera del enemigo.

* * *

Sintió el paladar seco y un vacío en el estómago cada vez más agudo a medida que se acercaba el choque de los mejores soldados de Europa. Cuando el asalto era inminente, se hizo un silencio que estalló con un rugido bestial al colisionar las dos formaciones. El campo de...



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