E-Book, Spanisch, 416 Seiten
Reihe: Narrativas Históricas
Herrasti Capitán Franco
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4648-0
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 416 Seiten
Reihe: Narrativas Históricas
ISBN: 978-84-350-4648-0
Verlag: EDHASA
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Pedro Herrasti (Madrid, 1964), licenciado en Periodismo, trabajó durante años en diversas publicaciones antes de descubrir su vocación de escritor, en la que vuelva su pasión por la historia.Hasta la fecha ha publicado en Edhasa El demonio de Lavapiés (2008) y El libro de las tinieblas (2013), donde el alguacil Gonzalo García protagoniza diversas aventuras en el Madrid del Siglo de Oro.
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CAPÍTULO 1
Han pasado muchos años, pero recuerdo con toda claridad el primer día que quisieron matarme. Aún resuena en mis oídos el sonido grave de la voz del capitán ordenando la carga y cómo, acto seguido, nos lanzamos los dos escuadrones al unísono haciendo temblar la tierra. Nunca podré olvidar el piafar y el estruendo de los cascos de los caballos sobre el seco suelo africano, los gritos de los jinetes o el fuerte olor a sudor, cuero y acero. Todo ello formaba un torbellino de sonidos, imágenes y sensaciones que contribuían a acrecentar la excitación del momento y a hacerlo indeleble. Me parece todavía sentir el polvo levantado por nuestras monturas, una nube fina y ardiente que enturbiaba la vista y secaba la garganta acentuando la sensación de sed y calor. Por todo ello, la áspera tela del uniforme se pegaba a nuestros cuerpos.
Los dos escuadrones arrancaron al trote hasta cubrir un tercio de la distancia que nos separaba del objetivo. No nos costó mantener la formación, porque el paso era lento por esa ladera que conducía al pueblo de El Biutz, nuestra meta. Había ensayado cientos de veces la maniobra, pero aquella era la primera vez que la realizaba en combate. La loma que teníamos enfrente no era un terreno muy apropiado para la caballería, aunque nuestro propósito principal era comprobar la fortaleza de las defensas enemigas, no el asalto a las mismas.
Cuando pasamos al medio galope y nuestra marcha se hizo más veloz, se empezó a escuchar el restallar de los anticuados fusiles Lebel, que los franceses vendían a los marroquíes y cuyas gruesas balas percutían con un sonido grave, muy diferente al de nuestros Mauser. Percibo aún el aire cálido y pegajoso de Marruecos, que golpeaba nuestros rostros con más fuerza a medida que aumentábamos la velocidad de la carga. No tardó mucho en atronar nuestra artillería, como siempre, generando grandes nubes de humo y haciendo mucho ruido, pero sin causar el más mínimo daño al enemigo.
¿Qué se siente en medio de una carga de caballería? Preguntar esto hoy es algo tan anacrónico como averiguar qué se experimenta al elevar una catedral gótica. Sin embargo, yo puedo responder a esa cuestión. Notas cómo se acelera el corazón y te invade un ímpetu desconocido, una ola de algo grande y poderoso se apodera de tu cuerpo al tiempo que percibes un entusiasmo extraño y desasosegante. No negaré que fui preso de esa embriaguez... hasta que empezó el tiroteo.
¿Cómo olvidar la sensación que provoca la primera bala al pasar zumbando junto a tu cabeza? ¿Cómo olvidar ese sabor metálico clavado en el paladar, que no es sino el regusto amargo del miedo? ¿Cómo olvidar el efecto de vacío en el estómago cuando ves caer al hombre que te precede y sabes que tú puedes ser el siguiente?
Cuando ya estábamos cerca del enemigo, mi caballo hizo una cabriola extraña y salí despedido de la silla para estrellarme contra un suelo de tierra compacta repleto de piedras. La caída fue dolorosa. No perdí el sentido, pero quedé atontado sin saber qué hacer, viendo cómo mi caballo se alejaba para desplomarse unos metros más allá, muerto. Sentí un gran desconcierto y una amalgama de sensaciones: miedo, sed, cansancio y dolor. Permanecí tendido, confuso, notando cómo la cabeza me ardía y me daba vueltas mientras me costaba respirar.
No sé cuánto tiempo estuve en ese estado, debió de ser poco, quizá sólo unos segundos. Al oír cómo una bala pasaba rozando mi oreja izquierda me puse cuerpo a tierra buscando el poco cobijo que daba el terreno. Si unos minutos antes me había dejado llevar por el arrebato de la carga, en ese momento, allí abatido en tierra de nadie sirviendo de blanco a un tirador, sentí un escalofrío de miedo. Se me heló la sangre en las venas y estuve un buen rato pegado al terreno sin mover un dedo, hasta que levanté un poco la cabeza con mucha precaución para otear lo que sucedía.
Fue entonces cuando escuché los primeros disparos de ametralladora y vi caer a docenas de jinetes cerca de las posiciones del enemigo. Creo que fue entonces, mientras permanecí aturdido y solitario, cuando el ardor guerrero se me apagó para siempre. Tenía entonces diecisiete años y era segundo teniente, el equivalente al actual alférez. Aquella constituía la primera vez que participaba en una acción de guerra y también fueron los únicos breves instantes en toda mi vida en los que percibí la exaltación que precede al combate. La temeridad del atolondrado desapareció al escuchar el sorprendente sonido de las ametralladoras del enemigo abriendo fuego, un son cansino, como de motocicleta gastada, que debía de provenir de alguna de nuestras viejas Maxim capturadas.
Lo que vi no podía ser más desalentador. Los dos escuadrones desistieron de hacer frente a ese fuego demoledor y volvían grupas a toda la velocidad que podían permitirse los sudorosos caballos. Si no buscaba un refugio en cuestión de instantes podía ser aplastado por las cabalgaduras de mis compañeros de armas. Si al caer tuve miedo, ahora esa sensación se había transformado en pánico. El único resguardo que pude ver fue una solitaria y diminuta higuera, poco más grande que un arbusto, a menos de cinco metros. Me arrastré hasta allí esperando que el tirador que ya me había disparado una vez se hubiese olvidado de mí, como así debió de ser, porque pude alcanzarla sin problemas.
Al llegar al tronco del árbol se me mostró un siniestro espectáculo de caballos sin jinetes locos de terror, hombres heridos o asustados y sillas manchadas de sangre. Nadie percibió mi presencia, aunque yo sí podía contemplar con desesperación cómo se retiraban con la misma presteza con la que habían cargado; me dejaban a mi suerte en tierra de nadie y a merced del enemigo.
* * *
Del campo de batalla se apoderó una calma inquietante, en el aire había una amalgama de olores a arena reseca, boñiga y pólvora. Apenas treinta metros más allá de mi posición, se escuchaba el lamento de dolor de un jinete aplastado por la montura en su caída que enlazaba su triste letanía con gritos pidiendo agua. A mi lado pasó una montura portando una cantimplora que observé con codicia, puesto que la sed me abrasaba. Había amanecido hacía poco, pero ya el inclemente sol africano castigaba con sus rayos ardientes. Notaba cómo el sudor empapaba el uniforme y por la frente me caían gruesos goterones.
Sabía que nuestros enemigos eran una harka de la cabila de Anyera con fama de ser unos excelentes tiradores. Aun así, me lancé sobre el caballo para coger el agua. No por audacia. Si uno no ha padecido el tormento de la sed nunca comprenderá mi acción. Esa estupidez casi me cuesta la vida, ya que un disparo que iba dirigido a mí derribó al animal antes de que pudiese alcanzarlo. El caballo aplastó la cantimplora, que derramó el agua sobre la arena reseca.
De nuevo algún tirador marroquí me había localizado, tal vez el mismo de antes, y el pánico se transformó en auténtico terror. Me pegué todavía más a la higuera y al terreno; quise desaparecer o estar en cualquier otra parte. En aquel momento, hasta el más mínimo entusiasmo bélico había desaparecido.
Nos habían dicho que bastaría con que los dos escuadrones de caballería cargasen para que los moros, si es que no se habían ido al vernos llegar, huyesen a la desbandada. En teoría, el ataque a El Biutz era un secreto que jugaba con el efecto sorpresa: las fuerzas habían avanzado durante la madrugada para desplegarse en silencio frente a esa aldea a apenas diez kilómetros al oeste de Ceuta. Aquel caserío dominaba la carretera de Ceuta a Tetuán y eso es lo que lo hacía tan valioso. Sabíamos que las montañas colindantes al pueblo estaban plagadas de bandas de moros que se dedicaban al bandolerismo o a la guerra contra España según conviniera, por lo que los estrategas de la operación habían supuesto que, al desplegar una fuerza de cierta envergadura, los rebeldes se retirarían sin apenas luchar.
Sobre los mapas de los oficiales del Estado Mayor no parecía ser una operación dificultosa. Sobre el terreno, el lugar donde estaban los caídos y yo, oculto tras la higuera, la cosa se veía de una manera distinta. No podía dejar de pensar que estaba sorprendido por partida doble. Por un lado, los marroquíes tenían ametralladoras y, por si fuera poco, las desplegaban guarecidos en una doble hilera de trincheras. Esto era algo insólito, puesto que lo habitual era que se refugiasen en alguna posición ventajosa, barrancos, peñas o refugios naturales, y sólo en contadas ocasiones construían defensas de cualquier tipo.
Para mi desgracia, el Alto Comisario de Marruecos, el general Jordana, se había propuesto ampliar el perímetro defensivo de Ceuta. Según él, era el momento de tomar el macizo de El Biutz y someter la cabila de Anyera mediante un ataque coordinado de tres columnas. Así que, por culpa de aquel imbécil, estaba yo allí metido en esa refriega, esperando que algún moro asqueroso me agujereara el pellejo.
De todas estas cavilaciones me sacaron los sonidos de los cornetines de infantería que se aprestaban para el ataque. Si bien los soldados del Batallón de Cazadores de Barbastro, compuesto por reclutas peninsulares, me inspiraba poca confianza, sabía que también participaba el 2.º Tabor de Regulares, los temibles mercenarios marroquíes, que constituían las tropas de choque del ejército en Marruecos.
Poco a poco me fui tranquilizando. De momento allí estaba seguro, y si la caballería había fracasado, eso había sido sólo en el primer asalto. Había conocido a Muñoz Güi, el comandante del 2.º Tabor de Regulares, unos días antes y me pareció que su...




