E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Breve Historia
Hernández Martínez Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9763-280-5
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Normandía, Pearl Harbor, El Alamein, Stalingrado... los episodios, los personajes y los escenarios clave de la contienda más cruenta de la historia
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Breve Historia
ISBN: 978-84-9763-280-5
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Jesús Hernández nace en Barcelona, en 1966. Historiador y periodista,Licenciado en Historia Contemporánea y en Ciencias de la Información,comienza a ser un referente en la divulgación histórica de España. Ha publicado varias obras basadas en el conflicto de 1939-45, Las cien mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial (2004) y Hechos insólitos de la Segunda Guerra Mundial (2005), ¡Es la guerra! Las mejores anécdotas de la historia militar (2005). Con ellas ha logrado un gran éxito, que seguro se repetirá en esta última incursión en la historia bélica. Su estilo ameno y entretenido se une a la rigurosidad que le proporciona su amplia formación académica y su conocimiento de primera mano de los escenarios en donde se desarrolló la Segunda Guerra Mundial. Esto hace que este autor se haya convertido ya en una referencia ineludible para todos los apasionados de la historia militar.
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LA GUERRA RELÁMPAGO
A LAS 4:45 DE LA MADRUGADA del viernes 1 de septiembre de 1939, un guardia de fronteras polaco dormita confiadamente en su puesto de control cuando, de repente, oye ruido de motores en el exterior.
Al salir de la caseta, y sin haber podido despejarse todavía el sueño de los ojos, ve cómo un grupo de soldados alemanes avanza con paso firme y decidido hacia él.
Intenta darles el alto, pero uno de aquellos soldados lo lanza de un empujón al suelo. Los otros, entre risas, y mientras un camarógrafo inmortaliza ese momento histórico, levantan a pulso la pesada barrera que marca la línea de la frontera germanopolaca y la apartan a un lado. Al cabo de unos minutos, la columna ya avanza a toda velocidad por la carretera rumbo al interior de Polonia.
El guardia de fronteras, desde la cuneta, contempla impotente cómo ante sí pasan tanques, camiones y motocicletas, dejando atrás una espesa nube de polvo. También oye ruido de motores en el cielo: al levantar la cabeza ve las primeras luces del alba reflejándose en el fuselaje verde oliva de una escuadrilla de aviones, siguiendo a la columna a poca altura. Mientras, más y más soldados atraviesan la frontera al ritmo cadencioso que marcan sus altas botas de cuero negro.
Aquel atónito guardia polaco no es consciente de ello, pero acaba de ser testigo privilegiado del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, una contienda que acabará costando la vida a más de 50 millones de personas y que marcará la historia del siglo XX.
Paradójicamente, nadie había deseado aquella guerra. En el ánimo de Polonia no figuraba el deseo de provocar a su poderoso vecino alemán. Ni Francia ni Gran Bretaña, que se verían obligados a declarar la guerra a Alemania tres días después, tenían la más mínima intención de involucrarse en una guerra.
Pero, aunque resulte sorprendente, Hitler no tenía previsto enfrentarse a las potencias occidentales tan pronto. Según los arriesgados cálculos del dictador nazi, ni el gobierno de Londres ni el de París iban a mover un dedo por defender a Polonia, tal como había sucedido cuando engulló Austria o Checoslovaquia.
En sus previsiones, más adelante, Alemania estaría ya en condiciones de medirse a británicos y franceses, quizás en 1942 o 1943. De hecho, todos los programas de rearme iban encaminados a alcanzar en esos años sus mayores cifras de producción. Hitler había dado orden de construir una potente flota de superficie capaz de disputar a la Marina de guerra británica —la Royal Navy— el dominio de los mares, pero que no estaría preparada hasta entonces. Ni tan siquiera se contaba en 1939 con una flota de submarinos suficientemente potente.
Pero a las nueve de la mañana del domingo 3 de septiembre, cuando las tropas polacas llevaban ya dos días intentando sin éxito resistir el imparable avance de los panzer, en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán se recibió un ultimátum británico anunciando que a las 11 entraría en vigor el estado de guerra entre ambas naciones.
Impresionante demostración nacionalsocialista en Nuremberg. En ese momento, los jerarcas nazis no podían pensar que, años más tarde, serían juzgados en esa misma ciudad por los crímenes cometidos al frente del Tercer Reich.
Hitler, al recibir el papel, se quedó petrificado; todos sus planes se habían visto alterados. Estuvo unos minutos sin pronunciar una palabra, hasta que rompió el silencio para preguntar a Joachim Von Ribbentrop, su ministro de Asuntos Exteriores:
—¿Y ahora qué?
—Supongo que antes de una hora llegará el ultimátum de Francia— le respondió Von Ribbentrop.
El veterano ministro alemán no se equivocaba. Al cabo de un rato llegó el esperado comunicado del gobierno galo, pero en este caso anunciando la declaración del estado de guerra para las cinco de la tarde de ese domingo.
El inminente estallido de la contienda no fue recibido por los jerarcas nazis precisamente con júbilo. Como si una oscura —y a la postre, acertada— premonición hubiera pasado por la mente de Hermann Goering, el obeso jefe de la Luftwaffe —la fuerza aérea germana—, éste solo acertó a exclamar:
—Si perdemos esta guerra, ¡que el cielo nos proteja!
Entre la población germana tampoco se desató el entusiasmo. Quizás influidos por el hecho de que esa tarde no se encendiese el alumbrado público de las ciudades en previsión de un posible bombardeo aéreo, los alemanes se encerraron en sus casas y se sentaron alrededor de sus receptores de radio para seguir los acontecimientos.
Las calles de Berlín presentaron esa tarde de domingo y los días siguientes un aspecto desierto y desangelado, que no traía consigo los mejores augurios para la guerra que acababa de comenzar.
EL ORIGEN DEL CONFLICTO
Pero, ¿qué ominoso camino había recorrido Europa hasta llegar a ese punto de no retorno?
¿Cómo era posible que la generación que había padecido en primera línea la tragedia de la Primera Guerra Mundial volviera a repetir los mismos errores que cometieron los que condujeron a sus naciones a aquella catástrofe?
Hay que tener presente que la mayoría de protagonistas de la Segunda Guerra Mundial —Hitler, Goering, Rommel, Churchill, De Gaulle, Patton o Truman, entre muchos otros— había combatido en las trincheras durante la contienda de 1914-1918 y conocían perfectamente el desastre al que se enfrentaba el continente europeo en caso de que estallase otra conflagración.
Pero, aún así, las principales potencias acabaron enfrentadas en una lucha encarnizada que dejaría atrás algunos de los límites que existieron en el anterior conflicto, como fue el ataque indiscriminado a las poblaciones civiles, quedando rebasado ampliamente durante la Segunda Guerra Mundial.
En cierto modo, el conflicto que comenzó aquella madrugada de septiembre en la frontera polaca no era más que la continuación de la guerra que había terminado dos décadas antes con la derrota de Alemania.
El 10 de noviembre de 1918, un soldado germano se recuperaba en un hospital de la ceguera temporal que le había provocado un ataque con gases sufrido un mes antes. Pese a que su país se estaba desangrando por el esfuerzo de una guerra que duraba ya cuatro interminables años, por la imaginación de aquel soldado no pasaba ni por asomo la idea de una derrota. Había permanecido en el frente durante casi todo el tiempo que había durado la guerra, por lo que desconocía las penurias por las que atravesaba la población de su país. En su mente alejada de la realidad, Alemania estaba a punto de lanzar la ofensiva definitiva, el gran avance que llevaría a las armas germanas triunfantes hasta París.
Por eso su sorpresa, primero, y luego su rabia y su desesperación, fueron mayúsculas cuando el 10 de noviembre de 1918 un anciano se dirigió a él y al resto de heridos que se recuperaban en el hospital de Passewalk para comunicarles que el Káiser había abdicado y que la guerra acabaría a las once de la mañana del día siguiente; ¡Alemania había perdido la guerra!
Todo lo que cimentaba la vida y el pensamiento de aquel soldado se había venido abajo en un instante. Todos los sacrificios y penalidades padecidos por él y sus compañeros no habían servido para nada. Los dos millones de soldados alemanes muertos habían caído inútilmente.
En ese preciso instante comenzaba la cuenta atrás para un nuevo y aún más sangriento conflicto. Aquel excéntrico cabo, que respondía al entonces anónimo nombre de Adolf Hitler, se juró a sí mismo vengar aquella humillación. Pero había que buscar un culpable de la derrota; Hitler lo encontró en los judíos, que —en su enfermiza mente— se habían enriquecido con la guerra y finalmente habían perpetrado, junto a los comunistas, la denominada «puñalada por la espalda» que había llevado a su país a esa capitulación vergonzosa.
Allí, en aquel hospital, se estaba incubando la catástrofe que asolaría Europa dos décadas más tarde. El gran enigma es saber cómo fue posible que las obsesiones y las fantasías de un fanático pasasen a convertirse en las directrices de la política de un país del peso económico e intelectual de Alemania.
Para encontrar una explicación a ese rapto de la voluntad de la nación germana hay que remitirse al Tratado de Versalles, firmado en 1919, por el que las potencias vencedoras sometían a Alemania a una serie de condiciones que la mayoría de la población germana consideró intolerables. El hecho de que algunas regiones alemanas pasasen a control militar de los vencedores o la obligación de hacer frente al pago de unas ingentes sumas de dinero en concepto de reparaciones de guerra no fue tan doloroso como el que Alemania debiera reconocer en exclusiva la culpabilidad en el estallido de la guerra. Eso fue considerado como una afrenta insoportable que algún día debía ser vengada.
Uno de los artífices del Tratado de Versalles, el primer ministro inglés Lloyd George, era plenamente consciente de que aquel documento no garantizaría en el futuro la paz en Europa. El premier británico confesó que el Tratado provocaría otra guerra a los 20 años de su firma y, por desgracia, no se equivocó en absoluto. Por su parte, Robert Lansing, secretario de Estado norteamericano, no compartía el optimismo de su presidente, Wilson, y aseguró que «la próxima guerra surgirá del Tratado de Versalles, del mismo modo que la noche surge del día».
Pese al peligro evidente de...