E-Book, Spanisch, Band 57, 312 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Heinichen Muerte en lista de espera
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15803-82-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 57, 312 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-15803-82-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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«Al igual que Henning Mankell y Vázquez Montalbán, Veit Heinichen ha creado un detective extraordinario. El lector querrá seguir más intrigas a su lado.»Süddeutsche ZeitungLa ciudad de Trieste ha enloquecido desde que, en la cumbre del canciller alemán con Silvio Berlusconi, la limusina del huésped oficial atropella a un hombre desnudo. Poco después, aparece mutilado el cadáver del médico de una clínica de belleza en la que no sólo se realizan correcciones externas. El comisario Proteo Laurenti se verá obligado a investigar en un verdadero lodazal de crimen, denuncias, amiguismo y corrupción los hilos de esta enredada madeja cuyo origen se halla disperso por toda Europa, aunque todos ellos acaban confluyendo en la famosa clínica.
Veit Heinichen (Villingen-Schwenningen, Alemania, 1957) ha trabajado como librero y colaborado con diversas editoriales. En 1994 fue cofundador de la prestigiosa editorial Berlin Verlag, de la que fue director hasta 1999. En 1980 visitó por primera vez Trieste, donde reside actualmente. Su famosa serie policiaca protagonizada por Proteo Laurenti ha recibido numerosos premios internacionales y la cadena alemana ARD la ha llevado a la pequeña pantalla.
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Silicona, colágeno, botox, grasa propia –Todo el mundo quiere más dinero, avvocato. Eso no es un fenómeno nuevo. Y todos tienen sus métodos para conseguirlo –dijo Adalgisa Morena, la principal accionista de la clínica La Salvia–. Para nosotros no supone el menor problema dedicar la clínica entera a la cirugía plástica. El mercado es colosal. Los métodos se perfeccionan de día en día y los ensayos con los nuevos materiales son muy prometedores. Con el paso del tiempo hemos conseguido tan buena fama que pronto nos veremos obligados a ampliar las instalaciones, porque la lista de espera es cada vez más larga. Y también ofrece menos riesgos. Sentada en el sillón de cuero negro y ligeramente inclinada hacia delante, sonreía con amabilidad. Su mirada cayó sobre el hombre de ralo cabello cano iluminado por un rayo de sol, lo que no lo convertía ni de lejos en un santo. –De acuerdo, Adalgisa –a Romani no le habían impresionado sus objeciones–. Hemos firmado un pacto. En su día, vosotros os mostrasteis de acuerdo en que la participación de Petrovac en el capital se incrementase al cabo de cinco años. Sin él nada de esto existiría y los señores doctores seguirían trabajando en hospitales públicos. No hay nada que negociar. Si queréis ampliar, hacedlo. Os ayudaré de buen grado a convencer a las personas adecuadas para acortar los trámites burocráticos. Pero eso no tiene nada que ver con la participación en el capital. –Las cosas no son tan sencillas –replicó el profesor Ottaviano Severino, que hasta entonces había permanecido callado dejando la negociación en manos de su esposa. Creía llegada la hora de decir claramente al abogado de dónde soplaba el viento. Adalgisa le dirigió una mirada venenosa, que él, con plena deliberación, pasó por alto. –El trabajo lo efectuamos nosotros, cirujanos y expertos en trasplantes muy acreditados. Sin nuestra participación, ¿de dónde recibirá Petrovac el dinero? ¿Por qué crees que la alta sociedad figura en nuestra lista de espera? ¡Seguro que no se debe a las acciones de Petrovac! –¿De verdad quieres que se lo diga así? –Romani frunció el ceño y esbozó una sonrisa taimada–. Porque entonces podéis cerrar mañana. Él tiene mucho menos que perder que vosotros. Ya sabes que a mí, personalmente, eso no me beneficiaría. Al contrario, un enfrentamiento semejante me dolería, pues sois buenos clientes de mi bufete. Y Petrovac también. Pero él tiene la sartén por el mango, eso quedó claro desde el principio. –¿Y cómo arreglamos entonces las cosas, mi querido Romani? ¿No creerá Petrovac que nosotros vamos a rebajar nuestras pretensiones después de lo que nos ha costado, verdad? ¿Tienes idea de lo elevadas que son nuestras inversiones? Si no estamos siempre a la última, perdemos pacientes. Adalgisa Morena lo miró con los ojos entornados. –Las amenazas tampoco mejorarán tu posición, Romani –advirtió echando chispas. –Yo no tengo nada que ver con eso –protestó el abogado. –Tú o Petrovac, qué más da –replicó Severino encogiendo los hombros como si tuviera frío. –¡Siempre los mismos prejuicios! Yo únicamente soy vuestro mediador. –Presta atención, Romani, y tú, Ottaviano, cállate –dijo Adalgisa Morena al ver que su esposo cogía aire. Cruzándose de piernas, se reclinó en su butaca con una sonrisa peligrosa–. En última instancia, el mayor riesgo lo corremos nosotros. La participación de Petrovac hasta la fecha no sólo cubre sus gastos por el suministro de la materia prima, sino que le aporta cada año un montón de dinero adicional. Comprendo que no quiera rebajar sus pretensiones, y si sus gastos han aumentado, nosotros tendremos que asumirlos en parte. Pero el reparto de las ganancias no variará. Díselo. Y ahora, por favor, permite que abordemos las demás cuestiones. No dispongo de todo el día. Su tono había adquirido una imperceptible dureza, como cuando una persona manifiesta, por cortesía, una conformidad a la que no se siente obligada. Adalgisa volvía a encarnar la gracia divina. Romani podía soportarlo. Pero el profesor percibía a diario quién llevaba la batuta en la clínica y no le quedaba más remedio que aceptarlo. No obstante, hasta entonces su mujer también había tolerado que trabajase cada día menos, para dedicar más tiempo a los caballos y a las carreras. En cambio, el joven cirujano suizo que llevaba un año en el equipo la tenía encandilada. Y para los casos especialmente peliagudos contaba con Leo Lestizza, su primo y cuarto accionista de la clínica. Hasta entonces había guardado silencio durante la reunión dejando la negociación en manos de Adalgisa. Conocía de sobra los méritos de su prima. A su inteligencia, afilada como un cuchillo, se sumaba la sangre fría de exitosa mujer de negocios cuya ambición financiera no conocía límites. Después de que el abogado consiguiese una base de negociación que no lesionara el honor de Petrovac, pasaron a los otros puntos en los que necesitaban al bufete de Romani. Pronto se imprimiría un nuevo prospecto a todo color y era preciso revisar los aspectos jurídicos. En el ámbito de la cirugía estética la competencia internacional era encarnizada, y siempre había que contar con colegas celosos que intentasen por todos los medios ganar cuota de mercado, aunque fuera demandando a sus competidores. Los titulares negativos en la prensa espantaban la clientela. Adalgisa explicó los términos con los que no estaba familiarizado Romani. Waist-Hip-Ratio no significaba otra cosa que la relación entre la medida del talle y la de la cadera, por el momento la medida ideal era 0'7. Lifting facial y frontal se entendían sin necesidad de mayores explicaciones, aunque nadie debía imaginar que en el último caso le iban a separar lisa y llanamente el cuero cabelludo de la tapa del cráneo para tensárselo de nuevo. Al hacerlo, el nacimiento del pelo se desliza cada vez más hacia atrás. El peeling era un tratamiento facial a base de ácido, y del tratamiento con el láser de dióxido de carbono los pacientes salían doloridos, con la cabeza hinchada y totalmente vendada para esperar cinco días a que se desarrollara la nueva piel. La cabeza hecha una costra. El lipojet era un nuevo aparato para absorber grasa, y el botox, un arma milagrosa americana, un nocivo veneno bacteriano que, inyectado bajo las arrugas del rostro, congelaba la frente y, según contaban, hacía milagros. El colágeno no tenía nada que ver con el collage, sino con la artificialidad: un líquido viscoso destilado de la piel de ternera que hasta entonces había servido como material de relleno para todo, pero que experimentaba la competencia de nuevos materiales obtenidos del cartílago de gallina, crestas de gallo, ácido láctico y plexiglás. No obstante, en esos momentos el último grito era recurrir a la propia grasa para inyectar parte de la sobrante de un vientre caído en un pecho caído o en otras partes, o bien un fragmento de una barriga cervecera para tensar los laxos colgajos masculinos. Como es lógico, había que vender todo esto con palabras bonitas que no arruinasen en los clientes el deseo de renovar su estética y no fueran denunciables ante la ley. Además había que descartar cualquier fianza si el aspecto del paciente, tras la operación, no mejoraba. –¿Existe algún otro problema que os agobie? –preguntó el abogado Romani después de haberlo entendido todo y de haber pasado a discutir el último punto, para cuya aclaración lo había convocado Adalgisa. Los tres jefes de la clínica intercambiaron unas miradas. Una vez más fue Adalgisa la que tomó la palabra. –Hemos recibido una visita inoportuna. –¿De quién? –De un periodista, supongo. Primero mandó un correo electrónico presentándose como cliente y solicitó que le enviásemos la documentación a una dirección de París. Era el primer francés que acudía a nosotros. Esto ya debería haber aumentado nuestra desconfianza, pues en ese país la competencia es feroz. Una semana después llamó por teléfono pidiendo cita y afirmó que deseaba hacer un regalo a su mujer: una renovación total. Incluso aportó fotografías suyas. Un método muy desacostumbrado. Es una de esas que empiezan pronto a querer seguir siendo como son. Al menos es lo que yo pensé entonces, antes de informarle sobre el tratamiento, alojamiento, servicio, gastos, etcétera, etcétera. Antes de irse, solicitó los currículos de los médicos, que, huelga decirlo, le negué. No obstante, le hablé largo y tendido de nosotros. Tras agradecérmelo con mucha cortesía, me contestó que lo pensaría. Al cabo de unos días volvió a llamar pidiendo permiso para visitar las instalaciones. Yo lo rechacé argumentando que garantizamos discreción a nuestros pacientes y le invité a que visitase nuestra página web. Pareció aceptarlo y ya no ha vuelto a dar señales de vida. Lo extraño es que desde entonces Leo se siente seguido. –Siempre por un coche distinto –precisó Leo Lestizza–. Y a pesar de que el conductor intenta mantenerse a una distancia prudente, me ha llamado la atención. En las dos últimas ocasiones logré anotar la matrícula. –Robado o alquilado –aseguró Romani–. Pronto lo averiguaremos. Pero ¿por qué te siguen? –Ése es el quid de la cuestión. Yo tampoco lo sé. –¿Periodista decías? ...