E-Book, Spanisch, Band 383, 152 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
E-Book, Spanisch, Band 383, 152 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-17151-76-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Petra Hartlieb (Múnich, 1967) creció en Austria, donde estudió Psicología e Historia y trabajó como periodista y crítica literaria. En 2004, reabrió junto a su marido una antigua librería vienesa que siguen regentando en la actualidad, experiencia que reflejó en su exitosa Mi maravillosa librería. Además, ha firmado junto a Claus-Ulrich Bielefeld una serie de novelas policiacas que publica la prestigiosa editorial suiza Diogenes.
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Tres meses atrás, cuando se desplazó a Währing en tranvía para la cita y recorrió a pie el camino desde la parada hasta la dirección que le habían indicado, ya se había figurado cómo sería la vida en aquel barrio. Las hermosas casonas, los árboles y jardines por todas partes... aquella era una Viena completamente distinta a la que Marie había conocido hasta entonces. Su último empleo había sido con la familia de un banquero de la calle Tuchlauben, en pleno centro de esa gigantesca ciudad en la que todo le parecía demasiado estrecho y bullicioso. Acababa de cumplir dieciséis años y trabajaba de simple ayudante de cocina. Le habían asignado un cuartito gélido, atravesado por corrientes de aire pese a lo minúsculo de la ventana, que daba al patio de luces. La cocinera la vejaba y martirizaba, le prohibía salir de la cocina en todo el día y no la dejaba hacer la compra ni menos aún servir la comida a los señores. —Tú no tienes ni idea, vacaburra, allá fuera solo te pierdes, y los señores son muy distinguidos: derramas la sopa y te despiden —le había dicho la resabiada señora Mayerhofer, que presumía de cocinar para «su» familia desde hacía veinte años. Los exiguos restos se los daba a Marie, que siempre pasaba hambre y rara vez conseguía birlar un trozo de pan o un puñado de patatas y llevárselos a su cuarto. En la familia había tres criaturas; la más joven, Clara, solo tenía medio año, y cuando de la noche a la mañana la niñera renunció a su puesto, se presentó la ocasión para Marie. Fue imposible encontrar un reemplazo inmediato, y la señora de la casa sufría de los nervios, de modo que los retoños fueron entregados al cuidado de Marie. Pasó del cuartito a un gabinete contiguo a la habitación de los niños. Aunque Clarita no dormía seguido una sola noche y Johannes, de cuatro años, era un niño complicado y enfermizo, a Marie el trabajo no le suponía ningún esfuerzo. Dormía con la puerta abierta para oír a los pequeños, y a menudo paseaba al bebé en brazos caminando durante horas de un lado a otro de su cuarto. Comía con los tres y podía tomar el aire todos los días. Con la menor en el cochecito y Johannes y Anna, de diez años, a su costado, daban su paseo cotidiano, exploraban la ciudad, visitaban alguno de los hermosos parques, la catedral de San Esteban, el Palacio Imperial o los grandes museos... Marie adoraba aquellos edificios. La hacían sentir que formaba parte de una gran historia. Era feliz y esperaba que la vida continuara de esa manera, por lo menos durante unos años, cuando de repente sobrevino la desgracia: poco después de la Navidad, la madre de la familia murió, y el señor decidió enviar a los niños a casa de sus propios padres, en la localidad tirolesa de Telfs. No aguantaba verlos, no quería tenerlos cerca. Al instante se presentó la abuela y se los llevó consigo, dejando, en el momento menos pensado, a Marie sin trabajo. Esta preguntó discretamente si podía retomar las tareas en la cocina, pero la cocinera se le rio en las narices: —¡Te creíste no sé qué! Me mirabas con soberbia cuando pasabas a mi lado con los críos. Pues bien empleado te está, a mi cocina no vuelves. De un día para otro Marie se encontró en la calle. El banquero por lo menos le pagó el sueldo del mes completo, pero el dinero no le alcanzaría para mucho tiempo. Más de una vez se asomó a la barandilla del puente y miró al canal del Danubio pensando en poner fin a su vida. ¿Qué iba a hacer? Contaba apenas dieciocho años, no tenía nada ni a nadie. No podía volver a la casa de los suyos, su padre la habría echado sin contemplaciones. En una de esas, mientras miraba con los ojos fijos a las aguas oscuras del canal, sintió una mano posándose en su hombro. —¡Ay de ti si llegas a tirarte, hija! En todo caso, no cuando yo pase por aquí, pues me vería obligada a tratar de salvarte. Y eso acabaría con mis huesos. Josephine era solo diez años mayor que ella, pero tenía el aspecto de una mujer vieja que había visto muchas cosas en su vida. Se llevó a Marie a la aguardentería, donde le sirvió té con ron y escuchó su historia. Al parecer, el alcohol le soltó la lengua, porque Marie lo contó todo: habló del padre y de la abuela, de la granja donde había estado de criada, de su puesto de ayudante de cocina y del tiempo feliz con los niños en la calle Tuchlauben. Sus lágrimas no paraban de gotear en el té, y cada dos por tres Josephine le tendía su pañuelo sucio. —Pues bien, lo que cuentas no es nada divertido, pero ¿sabes una cosa? No eres la única que tiene una vida difícil. ¿Adónde iríamos a parar si todos fuéramos a tirarnos al agua? Eres una muchacha joven y sana, incluso sabes leer y escribir. Ya te encontraremos algo. Cuando Marie hubo desahogado el corazón, Josephine la empujó a la noche fría y recorrieron durante unos minutos el intrincado callejero del segundo distrito. La condujo a un minúsculo cuarto en cuyo suelo había un colchón con una manta delgada. —Lo primero que vas a hacer es dormir a tus anchas, yo tengo que ir a trabajar. No te muevas de aquí ni abras a nadie hasta que vuelva. ¿Comprendido? Y al que menos, al guarro de Poldi, el de enfrente. Cuando bebe, suele golpear en mi puerta. Así que no abras a nadie. Marie instantáneamente cayó en un sueño profundo, y cuando Josephine regresó no sabía si había dormido dos horas o veinte. Debían de ser muchas, pues entretanto Josephine no solo había conseguido una cama, sino que también le había encontrado trabajo. Ahora Marie era una «inquilina de cama» en un piso cochambroso del Leopoldstadt, es decir, descansaba de día unas horas en un lecho que por la noche era utilizado por otra persona. Cuando oscurecía, se levantaba, procuraba asearse lo mejor posible en el lavabo que había en el pasillo y caminaba hora y media en dirección al distrito de Ottakring, donde trabajaba de friegaplatos en una taberna. Odiaba el trabajo, odiaba a los dueños de la taberna y tenía miedo a los borrachos que, apenas ella asomaba la cabeza desde la cocina, la perseguían y la acosaban con bromas vulgares. El único rayo de luz era Josephine, que llevaba mucho tiempo trabajando allí de camarera y sabía cómo tratar a los clientes beodos. Sabía defenderse y no perdía de vista a Marie, cuidando de que nadie se le acercara demasiado. —Eres muy joven y debes estar atenta a tu honor. Es lo único que tienes. Si te quedas preñada, yo tampoco podré ayudarte. Josephine le pasaba habitualmente una parte de sus propinas y en cierto momento le aconsejó que acudiera a la agencia de colocación para solicitar un puesto de criada. Dijo que era una posibilidad para escapar de la miseria, y que aunque hubiera familias horrorosas que buscaban personal de servicio, ella podía tener suerte. El banquero de la calle Tuchlauben le había redactado un certificado de trabajo excelente, en el cual subrayaba lo bien que se le daba el trato con los menores. Marie guardaba aquel papel como oro en paño, podía ser el salvoconducto hacia un futuro mejor. Finalmente, después de un sinnúmero de entrevistas (había caminado decenas de kilómetros por Viena, pues no tenía dinero para viajar en tranvía), se encontró sentada en la casa de aquella familia de la Sternwartestrasse, consciente de que si esa vez la entrevista no prosperaba, desistiría. Ya no podía con sus pies, no podía quedarse otro invierno en el piso helado, no soportaba más la taberna ni a los borrachos. De pronto, el doctor dijo de forma completamente inopinada: —Bueno, vamos a intentarlo con usted, aunque me parece muy joven. La tomo a prueba. Durante las próximas dos semanas Hedi se lo enseñará todo, para entonces Lili y Heinrich se habrán acostumbrado a usted. ¿Cuándo puede empezar? —Enseguida —susurró Marie—. ¿Mañana, pues? Al día siguiente, lio sus escasas pertenencias en un hatillo y, con su último dinero, compró un billete para la línea E2 del tranvía. Se apeó en Aumannplatz y subió despacio por la Türkenschanzstrasse, deteniéndose una y otra vez para contemplar las casas y los imponentes árboles. El barrio se llamaba Cottage, había oído hablar de él alguna vez. Allí residían las familias acomodadas a las que el centro urbano les resultaba demasiado angosto. Fachadas de ladrillo, ventanales, jardines, las calles bordeadas por árboles: en esa zona de aire salubre viviría ella en adelante. A duras penas daba crédito a su felicidad. La puerta de la casa se abrió tras el primer timbrazo, y una joven de mirada displicente asomó la cabeza. —Sí, diga. —Buenos días. Soy Marie Haidinger. Vengo a incorporarme a mi puesto de niñera en esta casa. La mujer abrió la puerta un resquicio y observó a Marie con recelo. —¡Ah, eres tú! Pues muy bienvenida. —Al pronunciar el «muy» torció las comisuras de los labios hacia abajo y, de mala gana, dejó pasar a Marie al reducido vestíbulo—. Pero los señores están fuera. Hoy no puedes empezar. Era una mañana insólitamente calurosa para mediados de septiembre, Marie estaba sin resuello y se encontraba bañada en sudor después de haber subido por la empinada calle. Se quitó el sombrero y, mientras esperaba indecisa en el vestíbulo, se abrió una puerta y se vio enfocada por los ojos de una corpulenta mujer mayor. —Ah, tú debes de ser la nueva chacha. Pasa, pasa. Yo soy Anna, la cocinera y ama de llaves de la familia desde hace diez años. Pero entra ya, no te quedes ahí tan apocadita. Y tú, Sophie, deja de poner cara de mala uva. ¿Has hecho las camas? La...