E-Book, Spanisch, Band 263, 296 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
Handler Todos somos piratas
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16749-22-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 263, 296 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
ISBN: 978-84-16749-22-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Daniel Handler nació en San Francisco en 1970. Autor de los libros infantiles de Una serie de catastróficas desdichas, escrita bajo el seudónimo de Lemony Snicket y llevada a la gran pantalla en 2004 con Jim Carrey, Meryl Streep y Dustin Hoffman, su faceta como escritor de novelas para adultos es menos conocida en España, aunque vuelca en ellas la misma capacidad para la comedia y el horror.
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Capítulo 2
No os metáis con Gwen. Estaba encerrada, sola, tumbada en la cama y mirando el techo. En su otra habitación —la casa anterior era mucho mejor que esta— había estrellas en el techo. No eran estrellas de verdad, por supuesto, ni siquiera parecían estrellas de verdad, pero eran buenas sustitutas, un recordatorio de que por encima del techo había un cielo repleto de aviones y de otros planetas. El techo de la nueva habitación era blanco y no le recordaba nada. Sabía que en pocos minutos todos iban a meterse con ella pero todavía eran las seis menos diez de la mañana. Se suponía que tendría que haberse levantado a las seis menos cuarto, pero el radio despertador que su padre le había comprado adelantaba la hora cuando uno lo programaba. Su padre le había dicho que era su responsabilidad levantarse a tiempo pero Gwen no lo veía así. No era su responsabilidad; eran los demás los que querían que ella fuera a cada uno de los sitios a los que acababa yendo.
Estaban poniendo una canción de Tortuga: «You Ain’t Hittin». Era una de las cosas que más disfrutaba en el mundo: sostener un cigarrillo imaginario entre los labios y lanzar una nube de humo blanco hacia el techo. El cuarto seguía todo revuelto y los cajones aún estaban medio abiertos y vacíos porque su madre había tirado todas sus cosas creyendo que las había robado. Aquello sí que había sido un robo: le habían robado todo a ella. Tortuga, que había crecido en la calle, seguro que la comprendería. Por encima de aquella voz suave y enfadada podía escucharse el zumbido de la débil meada de su padre, algo que jamás se oía en la casa anterior. Le daba vergüenza escucharlo, aunque por otra parte su padre siempre le daba vergüenza. También le daban vergüenza su madre, el colegio, el embarcadero, su ropa, su propia voz en el teléfono, el color naranja, la televisión, la música antigua, los entrenadores, la comida extravagante, ser judía, los vaqueros, las horquillas en los peinados de las viejas, el sudor, los niños, los jerséis largos y todo lo demás, todo excepto las seis canciones del álbum Tortuga. Se puso de pie para mirar el agua y el puente. Ya se veía gente buceando. Gwen iba a tener que crecer, levantarse todos los días y conducir hasta alguna oficina. En cualquier momento iban a empezar a meterse con ella y una vez que aquello arrancara, no se iba a parar jamás.
Se lavó los restos de tinta que le quedaban en la mano en su nuevo baño y vio cómo se alejaba por el desagüe para manchar el océano. Del otro lado de la pared en la que estaba colgado el espejo de su baño lo estaba también el espejo del baño de su padre, de manera que era como si la estuviera mirando directamente a través del espejo con su pelo enmarañado y su mal aliento. Gwen siempre iba hecha un desastre porque tenía que cambiarse para ir al colegio en el vestuario de la piscina. Estaba cansada de ser una «Marioneta».
Su padre estaba preparando las tostadas, como siempre. Gwen sintió el cansancio de tener que esperar una eternidad para que alguien terminara una tarea tan sencilla y doméstica, decir «gracias» y poder seguir con su vida.
—¿Sigo sin poder salir?
—Te dijimos que no podías salir porque has robado —dijo, para variar, su madre—. Te espera un castigo y mientras tanto por supuesto que no puedes salir.
—Excepto para ir a la piscina —dijo su padre con la intención de animarla. La parte de arriba del bañador de su padre asomaba por la cintura de sus amplios y pálidos vaqueros. Gwen le había escuchado decir a unas personas en cierta ocasión que nadaban juntos porque así se obtenían mejores resultados—. ¿Crees que el pequeño Glasserman será más rápido hoy? ¿Cómo se llama?
Cody Glasserman era casi siempre el más rápido. A pesar de ser delgado como un palo, ganaba a todos los chicos en velocidad. No sabía por qué le hablaba su padre de él. Solía llevar un bañador ajustado y soso, de modo que Gwen no podía pensar en Cody Glasserman en aquel momento de su vida.
—Ni idea —contestó Gwen, y el padre por fin terminó de untar la tostada y se la acercó en un plato.
Estaban de pie, uno junto al otro frente a la encimera de la cocina mientras la madre miraba fijamente hacia fuera, hacia el patio. Toby II hacía unos ruidos desagradables frente a su cuenco.
—No te he oído darle las gracias —dijo la madre.
—Me acaba de pasar el plato —contestó Gwen con amargura—. Gracias por la tostada. —Su padre le había puesto demasiada mantequilla y había esparcido un poco de miel encima.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó su padre.
—Que gracias por la tostada —repitió Gwen con un tono todavía peor.
Él levantó las manos como si lo estuvieran arrestando y eso fuera muy gracioso.
—No, no. Te pregunto qué estabas oyendo hace un rato. Se escuchaba pam-pam-pam, sonaba bastante bien.
«Pam-pam-pam...». Casi le daba lástima.
—Tortuga.
—¿Tor-qué?
—Me encanta... Si consigues entradas para el concierto de Tortuga no se las des a Allan, me muero por ir.
—Vale.
—¿Puedes? —preguntó Gwen, y pensó: «O tú también quieres torturarme»—. ¿Puedes conseguir entradas para ese concierto?
—Déjame que lo piense —contestó el padre, pero Gwen sabía lo que eso significaba.
Partió la tostada y se metió una mitad a la fuerza en la boca, luego cogió la mochila y deslizó la puerta corredera dejándola abierta al pasar. El tiempo no era frío ni caluroso, era aburrido.
—Te olvidas del zumo —dijo su madre.
¿Por qué no le decían claramente lo que todo el mundo sabía, que Gwen había sido un error? Cruzó el patio a zancadas sintiendo el calor en la pierna. Cogió el ascensor para bajar al aparcamiento y sentarse en el coche de su padre porque aquel era el segundo mejor momento del día. Arrojó la otra mitad de la tostada en un cubo de basura que por algún motivo estaba lleno de pilas, pero no pudo dejar de masticar el trozo que llevaba en la boca. Era una delicia. La deseaba, se merecía aquel trozo de tostada por haberse levantado tan temprano y porque sus padres pensaban que había robado una sucia revista. Apretó el botón del mando para abrir el coche de su padre y entró. No era su responsabilidad llevar las llaves pero le hacía el favor de bajarlas porque él jamás se acordaba. Ella le hacía favores a la gente, pero ¿qué favores le hacía la gente a ella? La noche anterior, cuando le dijeron en qué iba a consistir el castigo, su madre le dijo que era una desagradecida. Pero no, no era ingratitud. Ahí estaba sentada esperando a que la llevaran a un sitio al que no quería ir y por eso pulsaba el botón del mando que abría y cerraba la puerta del garaje del edificio, tres pisos más arriba, como si presionara un cardenal para saber si aún le dolía. Estaba demasiado lejos como para que llegara la señal, era un aparato inútil con un botón inútil. ¿Qué importaba lo que ella quisiera, qué importaba el cielo allá a lo lejos, tan lejos y por encima de aquel oscuro sitio bajo tierra? ¿Qué importaba adónde deseara ir ella? Nada iba a cambiar y dentro de veinte minutos la que iba a estar cambiándose era ella en el vestuario mientras los demás le miraban la cicatriz.
La quemadura había estado ahí siempre, como una isla en la pierna de Gwen, con los mismos extraños e indecisos márgenes de una tierra golpeada por el mar. Se había instalado ahí hacía años y era un horizonte reconocible para cualquiera que sondeara esa región. Fue descubierta, al igual que América, por la mirada de Naomi Wise.
—¿Qué es eso? —le preguntó señalando y acercando el dedo lo más posible a Gwen sin tocarla mientras ella se quitaba el sujetador por debajo de la camiseta.
—¿Qué es qué?
—Eso, en tu pierna.
—Ya te lo he contado.
—Pero no lo había visto antes.
Eso no solía suceder, Naomi Wise lo veía todo. Ella y Gwen se habían convertido en amigas, si es que aún lo eran, el día que Naomi se inclinó y le hizo un comentario sobre Stacey Gleason.
—Lleva la misma ropa que se puso el viernes para la fiesta.
Gwen no había sido invitada a la fiesta del viernes pero aun así sonrió mientras Naomi se erguía sin darse cuenta de nada y con la cara al viento. Solo habían invitado a los más conocidos. Naomi se había hecho famosa cuando inventó la moda de recogerse el pelo con el sujetador de un biquini. A esa edad Gwen ya sabía que se trataba de algo tan estúpido como importante. No podía permitirse el lujo de perder a Naomi, así que a partir de entonces empezó a caminar con un ritmo estudiado y cuidadoso. Gwen no era de las más populares, estaba en un puesto entre el 29 y el 35 del ranking según sus cálculos y los de Naomi, mientras que Naomi ocupaba el noveno.
—Tenía cuatro años —repitió Gwen con paciencia—, y me subí a la mesa para coger una rosquilla y se me cayó la cafetera encima. Estaba hirviendo. Un segundo más tarde tenía una quemadura de tercer grado. Le arruiné el cumpleaños a mi abuela porque tuvimos que marcharnos a urgencias.
—Ah, sí, ahora me acuerdo —dijo Naomi con un gesto de reconocimiento que a Gwen no le gustó.
Naomi era su mejor amiga. Casi siempre estaba entusiasmada y se fijaba en todo, ella era la que exploraba mientras que Gwen se limitaba a estar ahí, en el lugar adecuado o al otro lado de la línea del teléfono, incluso cuando Naomi regresaba con sus pequeñas presas secretas a las que ataba en el cobertizo o abría en canal para jugar con sus órganos. Naomi era...