E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
Hamsun Misterios
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18451-73-7
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 360 Seiten
Reihe: Letras Nórdicas
ISBN: 978-84-18451-73-7
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Misterios es un clásico de la literatura europea y una de las novelas seminales del siglo xx. Es la historia de Johan Nagel, un extraño joven que llega a un pequeño pueblo costero noruego para pasar un verano. Su presencia actúa como catalizador de los impulsos y pensamientos ocultos y los instintos más oscuros de la población local. Incapaz de comprender el alma humana, especialmente la suya propia, Nagel puede prever, pero no evitar su propia autodestrucción. Pocos libros permiten al lector entrar en el alma de su creador como Misterios, la novela que anticipó los temas que llevarían la obra de Knut Hamsun a ser una de las cumbres de la literatura nórdica, y a su autor a recibir, en 1920, el Premio Nobel de Literatura. Otro ganador del Nobel, Isaac Bashevis Singer, señaló, tras leer esta obra: 'Toda la literatura del siglo xx proviene de Hamsun'.
Knut Hamsun (seudónimo de Knut Pedersen; Lomnel Gudbrandsdal, 1859 - Grimstad, 1952). Seudónimo de Knut Pedersen. Novelista noruego. Ejerció las profesiones más diversas: aprendiz de zapatero en Bodø, y luego, siempre en la Noruega septentrional, carbonero, maestro de escuela, picapedrero, empleado comercial, vendedor ambulante y escribiente de un puesto de policía. En 1882 emigró a Estados Unidos y, a su vuelta, en 1888, publicó su primera novela, Hambre, que le proporcionó una celebridad inmediata. Su admiración por la vida bucólica y su rechazo a la gran ciudad lo llevarían a pasar grandes etapas de su vida en una cómoda cabaña del bosque. Fruto de esta época son sus obras Pan y La bendición de la tierra, por la que recibió en 1920 el Premio Nobel de Literatura. En esta misma colección han aparecido Victoria y su magnífica biografía Hamsun, Soñador y Conquistador.
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II
Por la tarde de aquel mismo día Nagel tropezó con el Minuto. Surgió entre ellos una conversación aburrida e interminable, una conversación que duró más de tres horas. Lo que pasó en detalle fue lo siguiente: Johan Nagel estaba sentado con un periódico en la mano en el café del hotel cuando entró el Minuto. También había otras personas sentadas en las mesas, entre ellas una campesina gorda que llevaba un chal de lana roja y negra en los hombros. Todo el mundo parecía conocer a el Minuto, este entró saludando cortésmente a derecha e izquierda, pero fue recibido con gritos y risas. Incluso la campesina se levantó y quiso bailar con él. Hoy no, hoy no —le dice evasivamente a la mujer, y a continuación se va derecho al dueño del hotel diciéndole con la gorra en la mano—: He llevado el carbón a la cocina. ¿Ya no habrá más para hoy, verdad? No —le contesta el dueño—, ¿qué más iba a haber? Nada, claro —dice el Minuto, y retrocede tímidamente. Realmente era excepcionalmente feo. Sus ojos eran tranquilos y azules, pero los dientes eran salientes y terribles, y andaba muy torcido debido a un defecto físico. Su pelo era bastante canoso, aunque la barba la tenía más oscura, pero tan escasa que su cara se transparentaba por todas partes. Este hombre había sido marinero, pero ahora vivía con un pariente que era propietario de una pequeña tienda de carbón en los muelles. Rara vez levantaba la mirada del suelo cuando hablaba con alguien. Un caballero de traje de verano gris le llamó desde una de las mesas y le hizo señas enérgicas con la mano y le mostró una botella de cerveza. Venga y tome un poco de leche materna. Además quiero ver cómo queda usted sin barba —dice. Respetuosamente, todavía con la gorra en la mano y la espalda agachada, el Minuto se acercó a la mesa. Al pasar por la mesa de Nagel le saludó moviendo levemente los labios. Se para delante del caballero gris y dice en voz baja: No tan alto, señor secretario, se lo ruego. Como ve, hay forasteros. Pero, por Dios —dice el secretario—, solo quería invitarle a una cerveza. Y ahora me viene regañando por hablar demasiado alto. No, no, me ha entendido mal, le pido perdón. Lo que pasa es que cuando hay forasteros prefiero no volver a las antiguas andadas. Tampoco puedo beber cerveza, ahora no. Conque no, ¿eh? ¿No puede beber cerveza? No, se lo agradezco, ahora no. Ajá, ¿conque no me da usted las gracias ahora? ¿Entonces cuándo me las da? Ja, ja, ja. ¿Y usted es hijo de pastor? ¿Se da usted cuenta de cómo se expresa? Usted me entiende mal, no hay nada que hacer. Bueno, bueno, no diga tonterías. ¿Qué le pasa? El secretario fuerza al Minuto a sentarse en una silla. El Minuto se sienta un instante, pero vuelve a levantarse. No, déjeme —dice—. No aguanto la bebida, y últimamente aún menos que antes, Dios sabe por qué. Me emborracho en un periquete y pierdo los estribos. El secretario se levanta, mira fijamente al Minuto, le pone un vaso en la mano y dice: Bebe. Pausa. El Minuto levanta la mirada, se quita el pelo de la frente y se calla. Bueno, por hacerle un favor, pero solo un par de gotas —dice finalmente—. Pero solo un poco, para poder brindar con usted. ¡Vacíe el vaso! —grita el secretario, girándose para no estallar de risa. Del todo no, del todo no. ¿Por qué tengo que vaciar el vaso si no quiero? Bueno, bueno, no me tome a mal y no me ponga mala cara por ello. Por esta vez lo haré si es que le importa tanto. Espero que no se me suba a la cabeza. Es ridículo, pero aguanto tan poco. ¡Salud! ¡Vacíelo! ¡Vacíelo! —vuelve a gritar el secretario—, ¡hasta el fondo! Así, muy bien. Bueno, ahora sentémonos a hacer muecas. Primero va usted a rechinar los dientes, luego le cortaré la barba y le haré parecer diez años más joven. Pero primero tiene que rechinar los dientes. No, no quiero, no en presencia de gente desconocida. No me lo puede usted exigir, de verdad que no quiero —contesta el Minuto queriendo marcharse—. Tampoco tengo tiempo —dice. ¿Tampoco tiene tiempo? Vaya, eso sí que es una pena. Ja, ja, una verdadera pena. ¿Ni siquiera tiempo? No, ahora no. Escúcheme. Si le digo que hace tiempo que estoy pensando en conseguirle otro abrigo que el que lleva usted ahora… Vamos, mire, ¡está totalmente podrido! No aguanta ni siquiera la presión de una mano. —El secretario busca un pequeño agujero en el que introduce el dedo—. Mire cómo cede, no aguanta nada, mire. ¡Déjeme! ¡Dios mío! ¿Qué le he hecho yo a usted? ¡Deje mi abrigo en paz! Pero, por Dios, ya le he dicho que le prometo uno nuevo para mañana mismo, lo prometo en presencia de —veamos: uno, dos, cuatro, siete— siete personas. ¿Qué le pasa esta noche? Se enfada y nos quiere pisar a todos. Pues sí, es verdad. Solo porque tocaba su abrigo. Le pido perdón, no era mi intención ser descortés. Usted sabe que yo le haría cualquier favor, pero… Bueno, entonces hágame el favor de sentarse. El Minuto quita su pelo canoso de la frente y se sienta. Bueno, y ahora hágame el favor de rechinar un poco los dientes. No, eso no lo hago. ¿Conque no lo hace, eh? ¿Sí o no? No. Dios mío, no, ¿qué le he hecho yo a usted? ¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué tengo yo que ser el hazmerreír de todos? Aquel forastero allí sentado nos está mirando, me he dado cuenta, seguramente él también se está riendo. Siempre pasa igual, el mismo día que usted llegó aquí de secretario del Juzgado, el doctor Stenersen me cogió y le enseñó a usted a ponerme en ridículo, y ahora usted está enseñándole lo mismo a aquel señor. ¡Uno tras otro lo aprenden por turno! Bueno, bueno, ¿sí o no? ¡Que no! ¿No me oye? —grita el Minuto levantándose de un salto de la silla. Pero se vuelve a sentar como si le diera miedo haber sido demasiado altivo, y añade—: Tampoco sé rechinar los dientes, créame usted. ¿No sabe? Ja, ja, claro que sabe. Rechina los dientes de un modo excelente. ¡Dios me maldiga si lo sé! ¡Ja, ja, ja! Pero lo ha hecho usted antes. Sí, pero entonces estaba borracho, no me acuerdo, todo me daba vueltas. Estuve enfermo durante dos días después. Correcto —dice el secretario—, usted estaba borracho aquella vez, lo admito. Por cierto, ¿por qué está contando todo esto en presencia de toda esta gente? Desde luego, yo no lo haría. En ese momento el hotelero salió del café. El Minuto calla; el secretario le mira y dice: Bueno, ¿qué dice? Recuerde el abrigo. Me acuerdo de él —contesta el Minuto—, pero ni quiero ni puedo beber más, ya lo sabe. ¡Usted quiere y puede! ¿Me oye? Puede y quiere, le dije. Aunque se lo tenga que meter yo por la boca. —Con estas palabras el secretario se levanta con el vaso del Minuto en la mano—. ¡Venga, abra la boca! No, Dios mío, no, no bebo más cerveza —grita el Minuto, pálido de excitación—. Ninguna fuerza sobre la tierra me hará beberla. Bueno, perdóneme usted, es que me pongo enfermo, usted no sabe lo mal que lo paso. No me haga tanto daño, se lo ruego sinceramente. Prefiero rechinar un poco los dientes sin cerveza. Ah, bueno, eso es otra cosa, ¡ya lo creo que es otra cosa cuando lo quiere hacer sin cerveza! Sí, prefiero hacerlo sin cerveza. Y finalmente el Minuto, entre las ruidosas risas de todos, rechina sus terribles dientes. Aparentemente Nagel sigue leyendo su periódico; está sentado sin menearse de su sitio al lado de la ventana. ¡Más alto, más alto! —grita el secretario—. Rechine más alto, si no, no le podemos oír. El Minuto está sentado tieso, agarrado a la silla con las dos manos como si tuviera miedo a caerse de ella mientras rechina los dientes tan fuerte que su cabeza tiembla. Todo el mundo se ríe, también la campesina se ríe, tanto que tiene que secarse las lágrimas; no sabe cómo parar de reír y le da por escupir absurdamente al suelo de puro entusiasmo. ¡Ay Dios mío! —grita ya exasperada—. ¡Este hombre! ¡Ya! No sé hacerlo más alto —dice el Minuto—. De verdad que no sé, que Dios sea mi testigo. Tiene usted que creerme, no puedo más. Bueno, bueno, descanse un poco, y vuelva usted a empezar. Sea como sea, usted rechinará los dientes. Luego le cortaremos la barba. Ahora pruebe la cerveza, sí, sí, pruébela, aquí está preparada. El Minuto niega con la cabeza y calla. El secretario saca su monedero y pone una moneda de veinticinco céntimos sobre la mesa diciendo: Bien, lo suele hacer usted por diez, pero se merece veinticinco, le aumento el sueldo. ¡Venga! No me siga molestando, no lo hago más. ¿No lo hará? ¿Se niega? ¡Por Dios, déjeme en paz ya! No haré más por ese abrigo, soy un ser humano. ¿Qué quiere de mí? Le diré una cosa: vea cómo yo con un chasquido pongo este poquitín de ceniza en su vaso, ¿lo ve? Y ahora cojo esta insignificante cerilla y esta porquería de fósforo y meto las dos en el mismo vaso mientras usted me mira. ¡Así! Y ahora le mando a usted beberse el vaso hasta el fondo. Pues sí, lo tendrá que hacer. El Minuto se levantó de un salto. Temblaba visiblemente, su pelo canoso había vuelto a caer sobre la frente, y miró al otro directamente a los ojos durante...