Halík | Paradojas de la fe en tiempos posoptimistas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 244 Seiten

Halík Paradojas de la fe en tiempos posoptimistas


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-254-3457-0
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 244 Seiten

ISBN: 978-84-254-3457-0
Verlag: Herder Editorial
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En este libro, Tomás Halík se ocupa de los problemas espirituales y sociales de nuestra época , la escalada de violencia, el papel de los medios de comunicación, la interpenetración de las culturas, el diálogo entre la ciencia y la fe, y reflexiona sobre la maduración del ser humano en situaciones de crisis. Para Halík, la crisis del mundo que nos rodea, incluyendo la 'crisis de la religión', son oportunidades, que nos abren caminos hacia lo más profundo. De hecho, según el autor, el relato bíblico de la cruz y la resurrección pueden entenderse como un desafío a vivenciar los fracasos y 'tomar un segundo aliento', que implica pasar de una 'fe superficial' a la valentía de aceptar la vida con todas sus paradojas y misterios. En este libro, el lector encontrará reflexiones críticas sobre la sociedad y la religión en la actualidad, meditaciones filosóficas sobre expresiones bíblicas y observaciones psicológicas procedentes de su larga experiencia en el acompañamiento espiritual a personas que se enfrentan a las grandes preguntas existenciales.

Tomá? Halík (Praga, 1948) es un sacerdote católico, filósofo y profesor universitario checo. Durante el periodo comunista en Checoslovaquia, fue ordenado sacerdote clandestinamente y participó de forma activa en los círculos de la disidencia religiosa y política. Tras la caída del régimen, fue nombrado Secretario General de la Conferencia Episcopal Checa y consejero de Václav Havel. Actualmente es profesor de la Universidad Carolina de Praga y presidente de la Academia Cristiana Checa. El papa Juan Pablo II lo nombró consejero del Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes. Ha recibido numerosos premios por su actividad literaria, tanto en su país como en el extranjero y sus libros y artículos han sido traducidos a varias lenguas. En el año 2014 ha recibido el prestigioso Premio Templeton para el Progreso hacia la investigación o descubrimientos sobre realidades espirituales.

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2. Disminúyenos la fe «No has venido para ganar algo, sino para dejar mucho», decía un antiguo monje con experiencia al adepto que había ido a buscarlo en el monasterio. Me acordé de estas palabras ayer, al entrar después de un año en el eremitorio. Y la misma idea me vino a la mente hoy por la mañana al meditar sobre el paso del Evangelio en el que los discípulos le piden a Jesús: «¡Señor, auméntanos la fe!» Y Jesús responde: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza...».1 De pronto este texto me interpeló de un modo totalmente distinto a como se lo suele interpretar. ¿No nos dice Cristo a nosotros con estas palabras: «¿Por qué me pedís mucha fe? Vuestra fe es incluso demasiado “grande”. Solo cuando se empequeñezca, cuando sea insignificante como un grano de mostaza, dará su fruto y mostrará su fuerza». La fe pequeña, insignificante, no tiene por qué ser solamente fruto del pecado de incredulidad. En la «fe pequeña» puede haber a veces más vida y más verdad que en la «grande». ¿No vale para la fe lo que dijo Jesús en la parábola de la semilla que, si permanece sin cambios se extingue sin ser de provecho, mientras que si muere, trae mucho fruto? ¿No deberá la fe, en la vida del individuo y en el transcurso de la historia, atravesar también un tiempo de mortificación, de empequeñecimiento radical... y no es esta crisis en realidad un tiempo de visitación, de «kairós», si percibimos esta situación en el espíritu de la lógica paradójica del Evangelio, en la que lo pequeño se impone sobre lo grande, la pérdida y la enajenación son ganancia y la propia mengua es apertura al crecimiento de la obra divina? Quizá hemos pensado sobre muchos «asuntos religiosos» a los que nos hemos acostumbrado, demasiado precipitadamente, que son «divinos», pero eran humanos, incluso demasiado humanos... y solo cuando sean radicalmente reducidos podrá tomar la palabra lo que es verdaderamente divino en ellos. Un pensamiento que maduró en mí como una vaga intuición durante años ha aflorado de repente, con tal urgencia, que ya no me ha sido posible repelerlo. Y dado que tengo continuamente en el pensamiento no solo a los cristianos ya instalados en el espacio eclesial, sino también a los que buscan espiritualmente fuera de la Iglesia, se me ocurrió si no les adeudaremos a ellos también –y precisamente a ellos– esta «fe pequeña», en caso de que por fin queramos darles pan en lugar de piedras. ¿Y no son precisamente ellos –al serles ajeno mucho de eso a lo que nosotros estamos hasta demasiado acostumbrados– los mejor dispuestos a comprender esa «fe pequeña»? No, realmente no me interesa una especie de cristianismo simplificado, que se pretenda sencillo, «popularizado», banal y sin complicaciones, ni algún tipo de «vuelta a los orígenes» romántica o fundamentalista... ¡Más bien lo contrario! Estoy convencido de que justamente la fe trasformada en el fuego de la crisis y despojada de todo eso «demasiado humano» será más resistente frente a la constante tentación de la simplificación religiosa, la vulgarización y la adulación superficial. La antítesis de la fe pequeña de la que estoy hablando es pues la «credulidad barata», que acumula a la ligera demasiadas «seguridades» y construcciones ideológicas, hasta que finalmente por causa de los muchos árboles de semejante religión ya no es posible ver el bosque de la fe, su profundidad y misterio. Sí, en estos días de reflexión en la soledad del bosque me interpela la imagen del bosque como una metáfora adecuada para el misterio religioso: el bosque con su amplitud, su profundidad y la cautivadora pluralidad de formas de vida, ese ecosistema con muchos niveles, la sinfonía siempre inacabada de la naturaleza, el espacio espontáneamente complejo, tan diferente de los asentamientos humanos planificados y construidos con sus calles y parques, en el que es posible perderse una y otra vez, pero también encontrar sorpresivamente otras de sus plasticidades y dones.2 La fe pequeña no es una «fe sencilla». Mi mayor aliento en este camino de comprensión de la fe ha sido la mística carmelitana, desde Juan de la Cruz, que enseñaba que es necesario llegar hasta los límites de nuestras «potencias del alma» humanas, el entendimiento, la memoria y la voluntad y que solo allí donde experimentamos que nos hemos metido en un callejón sin salida, se engendran la fe, la caridad y la esperanza auténticas, por el «pequeño camino» de Teresa de Lisieux, que maduró en las oscuras horas de su agonía. Me pregunto: No deberá también nuestra fe –de modo similar a nuestro Señor, sufrir mucho, ser crucificada, morir– y luego «resucitar de entre los muertos»? ¿Con qué sufre la fe, con qué es crucificada? No pienso ahora en la persecución exterior de los cristianos. La fe en su forma primitiva (dicho con Ricœur su «primera inocencia») –en esa forma que un día tendrá que morir– sufre sobre todo con la «plurisignificatividad de la vida». Su cruz es la profunda ambivalencia de la realidad, las paradojas que trae la vida y que se salen de los sistemas de fórmulas sencillas, de prohibiciones y órdenes... Esta es la roca contra la que frecuentemente se rompe. Sin embargo, ¿no puede semejante momento de «ruptura» tener un sentido y un resultado parecidos a como cuando se quiebra la cáscara de una nuez y solo entonces podemos alcanzar su corazón? Hay mucha gente, cuya «fe sencilla» –y la «moral sencilla» que se deriva de ella– llega a crisis serias al chocar con lo que posiblemente ha de enfrentar cada cual antes o después: con la complejidad de ciertas situaciones de la vida (a menudo vinculadas a las relaciones humanas), con la imposibilidad de elegir entre varias posibles soluciones una que no lleve aparejados diversos «peros». Esto provoca «turbulencias religiosas», avalanchas de dudas..., justamente eso con lo que ese tipo de fe no consigue convivir. Algunos creyentes, ante el obstáculo de sus propias dudas inesperadas, dan marcha atrás, a la esperada seguridad de los comienzos, ya sea a «estadios infantiles» de su propia fe o a algún remedo del pasado de la Iglesia. Gente así busca a menudo, además, refugio en formas sectarias de la religión. Diversos grupos les ofrecen ámbitos en los que uno puede por un momento saciarse de rezar, gritar, llorar y aplaudir para librarse de sus angustias, experimentar una regresión psicológica hasta el «lenguaje del bebé» («hablar en lenguas») y ser acunado y acariciado por la presencia de gente de orientación semejante, con frecuencia con problemas aún mayores. Otros ámbitos por su parte ofrecen los más diversos museos del pasado eclesiástico: se esfuerzan por simular el mundo de la «sencilla piedad popular» o un tipo de teología, liturgia y espiritualidad de los siglos pretéritos «no contaminado por la modernidad». Pero también aquí vale: «Nunca puedes meterte dos veces en el mismo río». Con el tiempo se demuestra la mayoría de las veces que se trataba tan solo de un juego romántico, de un intento de introducirse en un mundo que ya no existe. Las tentativas de residir en la ilusión suelen estar acompañadas de un convulso fingimiento ante uno mismo y ante los demás. El afán de un adulto de volver a entrar en la habitacioncita de su propia fe infantil o de su entusiasmo inicial de converso es igual de vano que el intento de saltarse los límites del tiempo y volver al mundo espiritual del mundo de la religión premoderna. Porque el museo que se fabrica así el individuo no es ni la viva aldea de la piedad popular tradicional ni el monasterio medieval. De hecho, son las proyecciones románticas de nuestras ideas sobre cómo era todo cuando el mundo y la Iglesia estaban «todavía en orden», una mera caricatura tragicómica del pasado. El «fundamentalismo» es una enfermedad de esa fe que se ha querido amurallar en las sombras del pasado ante las inquietantes complejidades de la vida; el fanatismo, que suele estar unido a él, es solo una reacción iracunda ante la consecuente frustración, ante el amargo (no confesado) reconocimiento de que eso no lleva a ningún sitio. La intolerancia religiosa es a menudo fruto de una oculta envidia a los demás, a esos «de allá afuera»; una envidia que sale del corazón amargado de gentes que no están dispuestas a confesar su profunda insatisfacción en su propio hogar espiritual. No tienen fuerza ni para modificarlo ni para abandonarlo... y, por lo tanto, se pegan a él de modo desesperadamente compulsivo y se afanan por remover de la escena todo lo que les recuerde posibles alternativas. Sus propias dudas no confesadas ni solucionadas son proyectadas a los otros... y allí luchan contra ellas. Muchas formas de fe que parecen ser «grandes» y «firmes» son en realidad solo coléricas, endurecidas, petulantes; grande y firme es solamente la coraza tras la que con frecuencia se oculta la angustia ansiedad causada por su carencia de perspectivas. La fe que pasa por el fuego de las crisis sin retroceder perderá probablemente mucho de aquello con lo que solía ser identificada o a lo que ella misma se había habituado, pero eso en realidad solo era su superficie; mucho de eso se abrasará. Su nueva madurez sin embargo se reconocerá sobre todo en que ya no se comportará «con las armas en la mano»; más bien se acercará un poco a esa «fe desnuda» de la que hablaron...



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