E-Book, Spanisch, Band 99, 224 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
Gutiérrez Siete pasos más tarde
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17151-66-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Una poética de las medidas del tiempo
E-Book, Spanisch, Band 99, 224 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-17151-66-9
Verlag: Siruela
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Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) es novelista, traductora y poeta. De su amplia obra poética destacan El ojo de Newton, La mano muerta cuenta el dinero de la vida o La mordedura blanca (Premio de Poesía Ricardo Molina 1989) y el ensayo biográfico San Juan de la Cruz.
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El día de mercado de los pueblos, asignado durante años a un día fijo de la semana, que gira alrededor de una comarca, como en un reloj espacial, queda también asociado a los sabores y olores de sus mercancías, que cambian a lo largo de los meses del año.
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El poeta Tomas Tranströmer coloca al mes de junio en el paladar y lo llena de dulzor y de una textura que parece escurrirse por la lengua y desbordarla en una fiesta para el sentido del gusto.
Un sabor estaba asociado a cada estación en la antigua China: el de la primavera era agrio; el del verano, amargo; el sabor del otoño era acre y el del invierno, salado.
Por su parte, la primavera olía a moho; el verano, a quemado; el olor del otoño era fétido y el del invierno, hediondo.
¿Por qué renunciarían al perfume de las flores en primavera? ¿Tienen los olores elegidos un recorrido más largo? ¿Se dilatan más en el tiempo? ¿Nos cuesta más desprendernos de ellos, tal vez por la muerte que parecen portar consigo?
Los campos se fertilizan con las hojas muertas, con los frutos no cosechados del árbol, con el excremento animal: lo que se desecha regresa a la rueda de la vida en forma de alimento. La elección de estos olores está tocada por la muerte: frente al efímero placer del perfume, parece preferirse el recordatorio de la caducidad.
Lucrecio reflexionaba sobre la lentitud de los olores, que no podían viajar tan lejos como el sonido o la voz, por no hablar de las imágenes «que hieren las pupilas y provocan la visión. El olor, en efecto, es tardo en su andar y errabundo, y perece fácilmente, desgarrado a jirones, en las auras del aire».
El olor de la persona que ha dejado de ser y que continúa vivo en su ropa. El armario convertido en la casa donde todavía podemos comunicarnos con ella, sin palabras, a través del olfato: el olor puesto en pie.
Poco después de la muerte de su hermana, Mukai Kyorai, discípulo y amigo de Matsuo Basho, decidió airear la ropa de verano de esta. En aquel mismo momento, recibió el poema que su maestro había escrito en su memoria:
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Frente al olor efímero de la rosa, que desearíamos consolidar en la magia del perfume, verdadero espejismo de un jardín, el olor del haiku es un perfume que pervive en la escritura y promete no evaporarse nunca.
«Es este todavía el dominio de los chopos cuyo olor a hojas muertas en los prados de octubre, amargo, astringente, que recuerda a veces al de un barniz cuando se está secando, es el olor típico del Otoño del Valle». Estas palabras de Julien Gracq nos suben por la nariz, y nos llevan hasta el pincel que arrastra suavemente el barniz por la superficie de un mueble de madera.
Ese olor astringente, ese olor que se va siempre, como el aroma de la rosa, no importa cuánto tiempo la mantengamos apretada contra la nariz y aspiremos en un rápido y ansioso bucle; ese aroma que no puede quedarse porque su naturaleza está ligada al tiempo.
Cuando el escritor japonés Junichiro Tanizaki se refería a la pátina ennegrecida que dejan sobre un objeto los dedos humanos, con el paso de las generaciones, esta pátina retiene la vida del objeto de una forma muy distinta a la del barniz, que parece preservarlo del paso del tiempo en un brillante cofre. La resina es también una cosecha del tiempo, expresión fluida de un reloj oculto en el árbol.
Por su parte, la cera aplicada al mueble de madera, día tras día, despierta al mismo árbol que fue abatido para su fabricación, le rinde un tranquilo homenaje en un ritual luminoso y fragante promovido por el tacto de una mano enamorada de la acción de frotar en el tiempo.
Marcel Proust escribía sobre los hoteles provincianos en los que, las vidas de personas tan distintas a la suya han dejado su impronta en forma también de olor. De qué forma este puede espolear una imaginación con su tesoro de tiempo.
Hoteles provincianos «... donde las habitaciones conservan un olor a cerrado que el aire libre va a lavar, aunque no lo borra, y que la nariz aspira cien veces para llevarlo a la imaginación, que se encanta con él, que lo hace posar como un modelo para intentar recrearlo en ella con todo lo que contiene de pensamientos y de recuerdos; donde por la noche, cuando abres la puerta de tu habitación, tienes la sensación de violar toda la vida que ha permanecido esparcida allí, tomarla osadamente de la mano cuando, cerrada ya la puerta, te adentras hasta la mesa o hasta la ventana...».
El olor tiene tal entidad que posa como un modelo de carne y hueso; y establece una íntima relación con un artista del tiempo. Qué distinto al olor «incubado», negativo, del que huye Josep Pla. Algunas páginas del autor catalán hacen referencia a esa categoría de olor que equivale a una presencia, a un volumen que ocupa un espacio, ahogándolo.
Cuenta el escritor cómo su madre, obsesa de la limpieza, ventilaba las habitaciones de la casa a todas horas, independientemente de la temperatura que hiciese en el exterior. Eso hizo que el escritor se acostumbrara a un aire fresco e inodoro, y desarrollara una pituitaria extremadamente sensible. No podía soportar las habitaciones cerradas, las habitaciones en las que había habido gente, aquellos olores por los que había pasado el tiempo o en los que el tiempo parece incubar la muerte como el del tabaco enfriado o los restos de comida en un plato: «... el olor de aire ya respirado, devastado, saqueado, descompuesto, el olor de ex-aire que flotaba en la iglesia, me ha hecho salir rápidamente».
Su perspicaz olfato retrata el olor de las estaciones en el Ampurdán: cuando llega el calor a la región, la gente huele a lana de cordero; mientras que, en el frío invierno, huele a humo de leña verde de pino. En el otoño, «la estación de los buenos olores», los campos y los árboles huelen a almendra tierna y a hierbabuena picante.
«Una cosa fuerte es ir a las horas de sol al final de la playa a olfatear el agua de una gran charca —agua del mar y agua de lluvia mezcladas— y aspirar el olor de las algas que se descomponen y de la arcilla que da olor de especies y de toda la mezcla aireada y putrefacta...».
Este recuerdo desagradable para Pla contrasta con el recuerdo que el olor de las algas de Venecia pone en marcha en el poeta ruso Joseph Brodsky.
A su llegada a esta ciudad, en una noche desapacible, y antes de que la oscuridad le permita discriminar cualquier imagen, se siente invadido por una felicidad absoluta, y ese profundo sentimiento le es comunicado a través de un olor. El olor a algas, como a otros el olor del heno recién cortado o el de algunas frutas, le comunica con su infancia. Pero, cómo, si su infancia no fue feliz, este olor puede acarrearle tanta felicidad.
«Siempre he creído que la fuente de esta atracción se encontraba en otro lugar, más allá de los confines de la biografía, más allá de la configuración genética, en algún lugar del hipotálamo en el que se almacenan los recuerdos de nuestros ancestros sobre su reino natal, de, por ejemplo, el mismo que desencadenó esta civilización».
Los olores se adhieren a las paredes reales y soñadas y a los calendarios que cuelgan de estas. Así, el olor del pasado provocaba en Zbigniew Herbert una original fantasía: decía el poeta polaco que Siena olía a tubo de escape y comentaba que era una lástima que no existiesen restauradores de olores, como restauradores de muros derruidos; pensaba en lo agradable que sería pasear por la ciudad más medieval de Italia, «envuelto en una nube del Trecento».
El olor se queda para decir algo, aunque no todos podamos descifrarlo.
Para muchos animales el reloj se encuentra en su olfato. El perro cuenta el tiempo en los caminos del bosque y sabe que el ciervo pasó por allí a las cinco o que a las diez su lejano antepasado el lobo vertió orina en la ortiga; el collar de excrementos de la cabra se rompió a las doce, y cada cuenta negra y brillante lleva asociado un tiempo al cronómetro atómico de su hocico.
En el viejo almacén reconocemos un olor antiguo, la mezcla amortiguada de muchos olores que se han ido depositando en las baldas y en las paredes como un polvo invisible, un olor asentado en el que perviven y mueren todos los olores al mismo tiempo: olores tenues, que parecen especiar el gran olor, y olores fuertes, que, antes de unirse al todo, parecían estar dotados de espinas y crear a su alrededor un cordón de seguridad.
Por el contrario, la pastilla de naftalina que se colocaba en el armario para proteger la ropa durante las estaciones en las que esta no se utilizaba, y daba muerte a cualquier olor personal o perfume, anestesiaba también cualquier idea de un tiempo concreto, cualquier fecha, y disolvía todas las horas en un espacio remoto: la naftalina se convertía en el de los olores irreconstruibles, cuyo reverso sería el perfume.
Se decía que Mahoma amaba más los perfumes que los alimentos. Días después de su marcha, su fragancia persistía adherida a las paredes de la casa en la que se había...




