Gutiérrez | El Chacho | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 178, 404 Seiten

Reihe: Historia

Gutiérrez El Chacho


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9897-201-6
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 178, 404 Seiten

Reihe: Historia

ISBN: 978-84-9897-201-6
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El Chacho, escrito por Eduardo Gutiérrez, es una crónica sobre la vida de Ángel Vicente 'El Chacho' Peñaloza, una figura significativa de la historia argentina del siglo XIX. Peñaloza, conocido como el 'último caudillo de la montonera de los Llanos', fue un líder político y militar que resistió al centralismo de Buenos Aires durante las guerras civiles argentinas. Peñaloza nació en La Rioja y lideró varias insurrecciones en las provincias del interior en un intento de resistir la creciente influencia de Buenos Aires. Fue un defensor de los derechos de los gauchos y las clases bajas, y buscaba un federalismo más inclusivo que otorgara mayor autonomía a las provincias. Eduardo Gutiérrez, el autor de El Chacho, es conocido por sus obras de ficción y no ficción sobre la historia argentina y sus personajes emblemáticos. Aunque algunos de sus trabajos pueden tener elementos de ficción, a menudo se basan en hechos históricos y personajes reales. El Chacho es una exploración de un período tumultuoso en la historia argentina y un homenaje a una figura que luchó por los derechos de los marginados. En la obra, Gutiérrez retrata a Peñaloza como un líder militar, defensor de los derechos de los gauchos y los desfavorecidos. La crónica proporciona un vistazo a la vida y los tiempos de este personaje histórico importante, y a través de él, ofrece una visión de la Argentina del siglo XIX.

Eduardo Gutiérrez (1851-1889). Argentina. Su novela Juan Moreira tuvo gran popularidad y fue llevada al teatro, el cine y el cómic. Entre sus otras obras, figuran El Chacho, Hormiga Negra, Santos Vega, Juan Cuello y Croquis y Siluetas Militares.
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Antecedentes juveniles


Peñaloza había nacido en Huaja, pequeña población situada a treinta y cinco leguas al sur de La Rioja, en el departamento de la Costa Alta, en los Llanos.

Huaja es hoy una población de quinientos habitantes, más o menos, compuesta de ranchos diseminados y alguna que otra casa de adobe.

Nuestros lectores podrán calcular lo que sería aquello el año [180]6, época a que remonta nuestro relato.

Cerca de Huaja, a unas tres leguas más o menos, vivía Quiroga, el tremendo Quiroga, que en aquella época había empezado a sacar las uñas y a mostrarse en toda la deformidad de su alma.

Ya Quiroga acaudillaba grupos de muchachos grandes, a los que trataba duramente, castigándolos como se puede castigar a un soldado.

Quiroga se había impuesto por su valor y su maldad, al extremo de que sus compañeros lo obedecían ciegamente como si fuera una autoridad suprema.

Peñaloza era hijo de gente pobre, pero de cierta importancia porque estaba emparentado con lo mejor de La Rioja, y contaba con un cura en la familia que era lo mismo que decir un sumo pontífice.

Bastaba que una familia tuviera un hijo cura para que fuera mirada como una familia celeste que disponía a su antojo de la voluntad de Dios.

El cura era la primera autoridad de los pueblos, pues a ellos se les consultaba desde la cosa más sencilla e inocente hasta la más grave disposición de gobierno, bastando su más leve indicación para que se cambiara la más firme determinación.

Los padres de Peñaloza tenían honor con ese hijo que, siendo el protegido del cura Peñaloza, su tío, era el mimado de todo el departamento.

Desde que tuvo diez años el cura, su tío, se había hecho cargo de él con el proyecto de educarlo para la Iglesia.

Pero aunque Peñaloza era de un carácter dulcísimo y bondadoso no mostraba ninguna inclinación por la carrera que quería darle su tío.

Él prefería andar acaudillando muchachos como Quiroga y montando a caballo para pasear por su departamento que conocía palmo a palmo.

Así como Quiroga se había hecho de prestigio por su crueldad sin límites, Peñaloza empezaba a tenerlo por la proverbial bondad de su carácter y la generosidad de su corazón hidalgo.

Si alguna vez se veía en la necesidad de pelear por alguna de tantas cuestiones entre muchachos, siempre lo hacía sin la menor ventaja, y tratando de que tres o cuatro cayeran sobre él, porque le parecía una cobardía pelear contra uno solo.

Es que Peñaloza tenía una fuerza terrible y tal tino para dar trompis que, no bien empezaba la pelea, ya su adversario estaba chocolata de fuera.

Cuando Peñaloza tenía uno de estos estragos, era él quien se acercaba a su mal parado adversario manifestándole el profundo pesar que sentía de haberle causado daño.

Y lo ayudaba a estancar la sangre, y si era poseedor de algunos reales, se los daba también, para que se consolara y olvidara más pronto.

Y como tenía conciencia de su poder por el resultado de las primeras riñas, le parecía que pelear contra sólo uno era una acción cobarde, y no aceptaba combate si su adversario no se juntaba, por lo menos, con uno más.

Entonces Peñaloza peleaba duro y era cosa sabida que a los pocos minutos de lucha sus adversarios quedaban derrotados y con la chocolata de fuera.

Algunos muchachos mal intencionados y que pretendían tener prestigio de más valientes, habían llegado hasta atacarlo con armas, pero no por esto lo habían intimidado ni vencido.

Sin más que sus puños famosos, había desarmado a sus adversarios y los había golpeado de firme, pero sin causarles el menor mal.

Los muchachos habían concluido por convencerse de que Peñaloza era el más valiente y el más fortacho y lo habían dejado en paz.

Su tío, el cura, lo reprendía severamente cuando tenía conocimiento de estas peleas, pero Peñaloza se disculpaba con grandeza, demostrando a su tío cómo lo habían obligado a pelear.

Él sabía disculpar las debilidades ajenas y sus labios tenían siempre una palabra cariñosa aun para aquel que más hondamente lo había ofendido.

Era de un natural bondadoso y humilde, en el que su tío el cura había sabido grabar el sentimiento del bien y la generosidad llevado a su último límite.

El cura le decía habitualmente muchacho, y cuando andaba en el campo, para llamarlo, hacía sonar las dos últimas sílabas, gritando, ¡chachoooo!

El hábito de oírlo llamar siempre así, fue acostumbrando a sus compañeros y amigos que no lo nombraban sino por Chacho, y Chacho se le fue quedando, sin que él protestara jamás del apodo.

Cuando Peñaloza, ya mozo y hombre de bailes, empezó a figurar ya no se le conocía sino por Chacho, y el Chacho decían los que a él querían referirse.

No había reunión alegre ni fiesta completa, sin la presencia del Chacho, porque además de su bondad natural, era su carácter sumamente alegre y sonriente.

Su tío, el cura, quería instruirlo como se instruía en aquella época, enseñándolo a leer y escribir lo menos malamente que le fuera posible, pero para esto era el Chacho rebelde como un demonio.

—¿Para qué quiero yo saber todo esto? —decía asombrado el Chacho—, ¿si no tengo qué leer ni a quien escribirle? Déjeme, tío, montar a caballo y andar rastreando, que es más entretenido.

—Es que con eso solo no pasarás de ser un salvaje, y yo quiero que, cuando muera, puedas reemplazarme tú en mi santo oficio.

—Queda eso de ser cura para los buenos y sabios como usted —respondía sonriendo el Chacho—, ¿qué voy a ser cura, un animal como yo que apenas puedo darme cuenta de lo que es Huaja? ¡Ni siquiera conozco los alrededores del cielo!

—Yo te los haré conocer, muchacho, para que seas un hombre útil a la humanidad y a tus conciudadanos.

Y durante dos o tres días lograba tenerlo a su lado trasmitiéndole sus lecciones.

Pero el cuarto día el Chacho se le disparaba a sus correrías, y cuando volvía a echarle el guante las había olvidado de tal manera que no recordaba la diferencia que había entre una a y una i.

Y no era que Chacho fuera rudo o tuviera mala memoria.

Por el contrario, su inteligencia era clara y despejada y su memoria extraordinaria, lo que podía conocerse en el recuerdo que tenía de los sucesos más remotos.

Es que el tío tenía una manera de enseñar que lo fastidiaba horriblemente, al extremo de mirar el estudio de sus lecciones como el castigo más horrible que pudiera darle.

El cura se desesperaba pensando que nunca saldría un cura de Peñaloza, y lo encerraba días enteros haciéndole estudiar las letras.

Pero entonces Chacho se ponía a pensar en tal o cual caballo o en tal o cual muchacha, y lo que menos le preocupaba era la forma de las letras que tenía por delante.

Así, cuando el tío iba a tomarle la lección para apreciar los adelantos hechos, se encontraba con que no acertaba con la o.

—Es una desesperación —decía—: ¿por qué no han estudiado una cosa tan fácil como ésta?

A la edad de las parrandas el Chacho salía de la Costa Alta y se pasaba una o dos semanas recorriendo otros departamentos, donde lo habían invitado a un baile, y de esta manera iba echando también su prestigio fuera de Huaja, y haciéndose de toda clase de relaciones.

Estas excursiones ponían en alarma al cura Peñaloza, que echaba al Chacho formidables discursos, demostrándole que aquella era la vida del infierno y que era necesario rompiera con aquellos hábitos, pues de lo contrario rompería él entregándole a su destino.

Sumiso y obediente, por el doble motivo de ser su tío y ser cura, el Chacho prometía no andar más en los bailes y no moverse de Huaja sino con su expreso permiso.

El buen cura temía que detrás del baile viniera el juego y la bebida y que su sobrino se hiciera un perdido de cuenta y trataba de impedir por los medios a su alcance que esto sucediera, evitando que Chacho se juntara con ciertos perdidos o jóvenes de mala reputación.

Pero Chacho se veía acosado por sus amigos de tal manera que olvidaba las promesas hechas a su tío, y cuando aquél menos acordaba ya salía en excursión a la hacienda de tal o cual familia amiga que lo mandaba invitar para su fiesta.

Su tío lo reprendía agriamente, pero el Chacho pedía perdón con tal humildad y prometía con tal seriedad no volvería a incurrir en la misma, que se le perdonaba sobre tablas bajo la condición expresa de no volver a caer en pecado.

Hombre viejo ya, teniendo idolatría por aquel sobrino, no se conformaba con la aversión que el Chacho mostraba por el estudio, y con admirable paciencia persistía en sus proyectos de enseñanza, pero el Chacho se sentía más inclinado por el lado de la milicia y no quería saber nada de misas ni de historia sagrada.

Su natural inclinación eran las armas, y cuando pensaba que algún día podía llegar a ser capitán de milicias, se sentía completamente feliz.

Su tío perdió la esperanza de verlo cura algún día y se concretó a enseñarle a leer y escribir.

El Chacho, no teniendo nada mejor que hacer, formaba sus amigos en grupos y hacía grandes simulacros de batallas contra los grupos de algún otro capitán que de entre ellos surgía.

Estas siempre eran luchas de caballería, en que los ejércitos esgrimían sendas ramas de algarrobo que simulaban lanzas o sables.

Y el Chacho obtenía siempre la victoria contra sus contrarios que, acosados de todos modos,...



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