E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Ensayo
Guitton Mi testamento filosófico
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-535-9
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Jean Guitton
E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-9920-535-9
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
'La noche de mi muerte ocurrieron cosas extrañas en mi apartamento parisino...'.Un Jean Guitton casi centenario imagina en Mi testamento filosóficosu muerte, su entierro y su juicio. En su lecho de muerte dialoga con Pascal sobre las razones para creer en Dios, con Bergson sobre las razones para ser cristiano y con Pablo VI sobre las razones de ser católico. Durante su entierro conversa sobre el arte con el Greco, sobre el mal con de Gaulle, sobre el amor y la poesía con Dante y sobre la filosofía con Sócrates. En su juicio intervienen santa Teresa de Lisieux y François Mitterrand... Una obra de deliciosa lectura, en la que uno de los filósofos católicos más importantes del siglo XX renueva las cuestiones esenciales sobre el sentido de la vida y nos regala un testimonio lleno de sabiduría y humildad.
Jean Guitton nació en Saint-Étienne (Francia) en 1901. Escritor y filósofo, fue elegido miembro de la Academia Francesa en 1961. En 1987 pasó a formar parte de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fue el único laico autorizado por el Papa para asistir al Concilio Vaticano II. Murió en 1999.
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DE CÓMO BLAISE PASCAL VINO A MI LECHO DE ENFERMO A PREGUNTARME SOBRE MIS RAZONES PARA CREER EN DIOS
Suavemente, de puntillas, entró un hombre, vestido de burgués de los tiempos de Luis XIII, con un pequeño sombrero con pluma en la mano. —Anda —me dije—, aquí está de nuevo. A fe mía que no es él; realmente hay alguien, pero no es él. ¿Quién es usted? —le pregunté al desconocido. —¿No me reconoce usted? —se extrañó—. Hizo usted mi retrato. Lo tuvo usted veinte años colgado en su despacho. —¿Cómo? ¡Acérquese! Más cerca, distingo mal sus rasgos. ¡Cielos! ¡Blaise Pascal! Estoy soñando. Tengo alucinaciones. Es el final. —No, no sueña usted. Soy realmente yo. —¡Pero no le esperaba! —Soy el Inesperado. Dicho de otra manera, vengo de parte de Dios. —¡Si supiera usted, Pascal, cuánto me he alimentado con sus pensamientos durante mi vida! —He venido a estimular su última reflexión. —Soy indigno de tal honor. —Felicitaciones, Guitton. Acaba usted de derrotar a nuestro querido enemigo. —Sin embargo, no quise hacerle daño. —De todas maneras no le habéis debido hacer gracia. Huele a azufre hasta Sevres-Babilonia. Irrespirable. Un policía que dirigía el tráfico en la calle Rennes cayó enfermo. Han tenido que hospitalizarle. —Todo el mundo dice que estoy a las puertas de la muerte, pero el hecho es que me siento cada vez mejor. ¡Marzena! ¡Marzena! Marzena entró. Había recobrado el sentido. Pascal estaba en un ángulo muerto, no lo vio. —Por favor, Marzena, ayúdeme a levantarme un poco. —Señor, no debería usted. —Le digo que me siento mejor. Marzena, no me obligue a luchar, va a provocar usted mi muerte. Me ayudó entonces a sentarme sobre la cama y me puso unas almohadas suplementarias, detrás de la cabeza y de las orejas. Pero no se aplicaba, nunca se aplica y, además, pretende que no estoy nunca contento. La cantidad de tortícolis que me han dado a causa de su negligencia. Aun cuando no estoy a punto de morir, estoy las dos terceras partes del día en la cama. Es mi higiene de vida. Así es cómo me he hecho centenario. De ahí la importancia de las almohadas. —Pero no, veamos, detrás de la cabeza. No, aún no está. Tampoco. Pero bueno. No, así no, no estoy cómodo. —Ya está, señor. —No, no está bien. Levantó la mirada al cielo. No pude ver su rostro, pero sabía bien que levantó la mirada al cielo. —¿Así, señor? —No, pero da igual. Déjenos. —¿Cómo que déjenos? —soltó—. ¿Ha vuelto? Lanzó una mirada alrededor suyo, vio a Pascal, se sobresaltó y soltó un pequeño grito. —¿Y qué? ¡Es Pascal! ¿No lo ha visto usted nunca? Lleva veinte años en mi despacho. ¡Acérquele una silla! Le acercó una silla, mecánicamente, y se marchó sin decir palabra, petrificada. Cuando ya hubo salido, Pascal tiró su sombrero sobre un sillón, empujó la silla hacia mi cama y se sentó. Y después de un momento: —Me siento realmente mejor. Me pregunto si no voy a interpretar de nuevo la comedia testamentaria. —¿Qué comedia es ésa? —Desde el momento en que cumplí los noventa años, me he sentido siempre como el pájaro sobre la rama. Así que, cada vez que escribía un libro, hacía como una especie de prólogo en que explicaba que este libro era el último, mi último mensaje, mi testamento. He hecho más de una docena. Al final, todo el mundo se reía. Pensaban que me estaba volviendo chocho. Pero yo me sentía cada vez más cansado por el esfuerzo y creía que iba a pasar a mejor vida. —Guitton, ha tenido usted la suerte de vivir cien años. Ha dispuesto usted de tiempo para terminar su obra. —Usted tuvo más suerte que yo, Pascal. Usted sólo tuvo tiempo de esbozarla. Los esbozos son siempre más bellos. Pero mejor dígame por qué ha venido esta noche. —Quería interrogarle. —¿Cómo? Pero si tendría que interrogarle yo. —Por el contrario, la que me ha enviado quiere que sea usted el que responda. —¿La que le ha enviado? ¿Qué quiere usted decir? —No puedo decir nada más. —Entonces, le escucho. —Ésta es mi primera pregunta. Guitton, ¿cómo explica usted la indiferencia religiosa? —Hace noventa años que me hago la misma pregunta. —Entonces, ¿la respuesta es? —No me gusta dar respuestas, Pascal, Y voy a decirle por qué. Hoy día, cuando a la gente se le da respuestas, tiene la impresión de que se la toma por imbécil y que se usurpa su libertad. —Guitton: mañana estará usted muerto. No se preocupe usted de la gente y respóndame. Habla para usted solo. Estoy aquí nada más que para devolverle la pelota. —Ha olvidado usted cómo es el mundo. Créame, Pascal, siempre habrá alguien para contar nuestra conversación a los periódicos. Tengo que conseguir hacer una buena salida. Si caigo en lo edificante, dirán que morí chocho. —Esas mentalidades cambiarán. Ya están cambiando. Hable para su salvación, escriba para la eternidad, así será usted actual. ¿Cómo explica usted la indiferencia religiosa? —El hombre es al mismo tiempo un animal religioso y un animal materialista. Es naturalmente religioso y naturalmente materialista. Por lo que tiene tendencia a fabricar materialismos religiosos y religiones materialistas. —¿Este animal religioso se ve conducido, pues, a materializar su religión? —Exactamente. Y a sacralizar sus materialismos. Curación de una enfermedad, éxito de una empresa, éxito en los exámenes, etc. Sólo le pide a Dios y espera de Dios beneficios materiales. —A veces se da el caso. —Mejor diga usted, Pascal, que el caso se da a menudo y hasta muy frecuentemente. Poco a poco, el hombre limita su religión a esta práctica materialista e interesada. Vea, en tiempo de guerra, las iglesias llenas de fieles que olvidan el camino una vez la paz está de vuelta. —Hay verdad en lo que usted dice, Guitton. ¿Pero no cree usted que habría que matizar? —Con cien años, Pascal, ya no tengo edad para matizar. Hay que aceptarme con mis exageraciones y equilibrar las unas con las otras. —Años atrás recé por la curación de mi hermana. Era algo más que una necesidad médica o psicológica. Dios es un Padre y le gusta dar. ¿Por qué quiere usted impedirnos pedirle cosas? —No impido nada. No es la práctica lo que critico, sino el abuso. —Hasta para los abusos le encuentro severo. Aun material en su contenido e interesada en sus motivos, la oración de petición puede todavía tener algo de más espiritual de lo que piensa usted. Y además, Guitton, la caridad excusa todo. —La caridad. Hoy, para la gente, significa limosna. —Para mí, siempre ha querido decir amor divino. —Las palabras se devalúan aún más rápido que la moneda. A fuerza de querer ser caritativos, perdemos el sentido crítico. —Es menos grave que perder la caridad. —Se nota que ha pasado usted por el purgatorio. No pensaba usted así en el momento en que escribió las Provinciales. —Guitton, no imite usted las maldades de los hombres. Imite usted la bondad de Dios. —Reconozco en sus palabras, mi querido Pascal, toda la indulgencia de la Iglesia. Pero, en fin, reconozca usted que la religión no sabría, sin llegar a degenerar, reducirse a un conjunto de peticiones materiales. —Estoy de acuerdo. —Según creo, esto se produce aún con frecuencia, y se daba todavía mucho más en la edad pretécnica. Se formaba en la mente del hombre una idea de Dios como un gran distribuidor sobrenatural de ventajas materiales. —Está visto —dijo— que está empeñado con la idea. —Richelieu tenía migrañas. Rezaba a Dios para que le liberara del dolor. ¿Cree usted que rezaría por otra cosa? —Lo espero por su bien. —Yo también, Pascal. Pero supongamos, como hipótesis, que sólo hubiera rezado por eso. ¿Qué idea podría tener sobre Dios? —Supongo que la de una aspirina celestial. ¿Qué tiene que ver esto con la indiferencia religiosa? —Invente la aspirina y Richelieu dejará de rezar. —Ya veo. ¿Dejaría, por lo tanto, de ser un animal religioso? —No, pero su Dios estaría ocioso, un Dios ocioso, Pascal, como los hay tantos en tantas religiones, un Dios que se sabe que está allí, pero al que no se le deja sitio o papel alguno en...