E-Book, Spanisch, 750 Seiten
Guild La estrella de sangre
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16331-78-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 750 Seiten
ISBN: 978-84-16331-78-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Nicholas Guild nació en San Francisco y se graduó en Lengua Inglesa y Filosofía en la Universidad de Berkeley. Ha sido profesor universitario así como crítico literario en periódicos y revistas especializadas. Ha publicado una decena de novelas entre las que destacan El aviso de Berlín, El tatuaje de Linz, El asirio y El macedonio.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
I
El pálido sol que calienta mi rostro, ese cielo claro y azul, el viento y las aguas centelleantes, tales son los dones que estas tierras occidentales reciben de sus dioses generosos e infantiles. Es un lugar poblado de viñedos y árboles frutales, de granjas construidas en piedra y de tierras que se ennegrecen bajo la acerada hoja del arado, un país al que yo podría llegar a amar si lograse olvidar mi patria lejana, si no me sintiera como un huésped provisional en huerto ajeno.
Ése soy yo. No gusté en mi infancia el sabor de las aceitunas ni conocí el murmullo del mar oscuro como el vino. Sin embargo, aunque nací lejos de aquí, es muy posible que en este lugar halle por fin la muerte. Y ese momento no es ya tan lejano porque yo, hijo y nieto de reyes que dominaron el ancho mundo, he envejecido en este país extranjero. No obstante, aquellas épocas de grandeza ya pasaron. La historia que voy a narrar es la de mi propia existencia, que sigue estando en manos de la divinidad.
Assur, dios de mis padres, conocido por múltiples nombres, dueño de este mundo y del más allá, y de cuya voluntad depende nuestro destino, escogió para mí este sendero y yo cojo de nuevo mi pluma para propagar su gloria, para que sus designios sean conocidos por los hombres. Soy Tiglath Assur, servidor del dios, a cuyo nombre se unió el mío en el instante de mi nacimiento y que acaso sobreviva hasta el fin para honrarle.
Aunque ya solo sea una sombra en mi cerebro, un sueño confuso de mi memoria, de nuevo mis ojos se llenan con la visión de la poderosa Nínive, envidia del mundo, soberana de ciudades. Tengo veinticinco años y he conocido la gloria, la riqueza y el poder, pero también he gustado las hieles del vacío, la desesperación, los celos y la amargura del amor perdido. Mi hermano, que reina en el palacio de mi padre, me vuelve la espalda. Asarhadón, mi amigo en otros tiempos, me ha condenado al destierro obligándome a errar por los confines de la tierra, convertido para siempre en un extranjero y prohibiéndome regresar aunque languidezca por ello. Nínive, donde otrora se encontraba todo cuanto más quería, ahora debo huir de ti como un esclavo culpable a ojos de su amo.
«¡Que abandone para siempre el país de Assur y todas aquellas tierras sometidas al poder de su rey! —Tales fueron las palabras de mi hermano, el poderoso rey, Señor de las Cuatro Partes del Mundo—. ¡Que se oculte en las oscuras tierras donde no alcanza el sol! ¡Que desaparezca de mi vista!».
La guardia me escoltó sin que yo opusiera resistencia. Me asieron por los brazos y me retiraron a rastras de la presencia del rey porque apenas tenía fuerzas para andar por voluntad propia. Mi mente se hallaba en tinieblas: me sentía como si estuviese muerto.
Me condujeron a una estancia del palacio que en otros tiempos fue de mi padre y que entonces pertenecía a Asarhadón, al igual que cuanto brilla bajo el sol, y unos servidores me despojaron de las prendas recamadas en plata que delataban mi rango principesco y me entregaron a cambio la sencilla túnica de un soldado, que vestí sin apenas saber qué hacía. Permanecí sentado y alguien me sirvió una copa de vino que no llegué a catar. ¿Acaso un cadáver bebe las ofrendas destinadas a apagar su inquieto espíritu? No sentía deseo alguno de beber, como si ya hubiese muerto y tuviera barro en la garganta. Por fin regresaron los soldados y se me llevaron de allí.
Me pregunté adonde me conducirían. Había dejado de ser uno de los reales hijos del señor Sennaquerib para convertirme en un extraño, odiado por su hijo y sucesor. Tal vez me estuviese encaminando hacia mi propio fin, pero nada de ello importaba.
Mas no era la muerte lo que me estaba aguardando. En lugar de ello me encontré en los jardines de palacio, desde donde se distinguía el rumor de la rápida corriente del Tigris, madre de ríos, donde tantas veces había visto a mi padre, ya viejo, sentado en un banco de piedra, echando migajas a los pájaros.
Los soldados se fueron sin decir palabra y me quedé solo. Pero la soledad no me agobiaba: había pasado muchos días aislado, encerrado en una jaula metálica en las mazmorras del palacio de mi hermano. Mi corazón estaba abrumado por los recuerdos que la visión de aquel lugar despertaban en mí.
El rey, mi padre, había sido asesinado cuando oraba arrodillado ante Assur. Mi hermano Asarhadón y yo vengamos el crimen y luego nos enfrentamos mutuamente, o, mejor dicho, él se volvió contra mí. Y ello tan solo porque mi padre me amaba y deseaba que yo le sucediese en el trono, aun desafiando la voluntad divina. Pero yo no podía enfrentarme a un tiempo al dios y a mi hermano. Por consiguiente me sometí a Asarhadón, renunciando en favor de él a la gloria de la corona, y aquello fue algo que no pudo perdonarme.
Al igual que tampoco podía perdonarme otras cosas.
Era el mes de Nisán, cuando el invierno comienza a declinar lentamente y el mundo renace. Pero aquél era un universo desolado. Los pétalos de las flores se habían desprendido hacía ya tiempo y en aquella noche fría y cerrada el cielo estaba encapotado.
Bastaba con pasear la mirada en torno para imaginar que el mundo se había detenido para siempre. Y quizá fuera así: no me hubiera sorprendido lo más mínimo, ni siquiera apenado.
Me senté en el banco, simplemente porque me había cansado de estar de pie. No podía pretender que estuviera esperando algo o a alguien; tampoco pensaba en el futuro, ni siquiera en lo que sucedería durante el siguiente cuarto de hora. El porvenir no existía para mí.
Mas el pasado no dejaba de atormentarme. Seguía discurriendo ante los ojos de mi espíritu espontáneamente, por propia iniciativa. O tal vez porque yo parecía pertenecerle por completo.
Ante mí aparecía mi padre, anciano y derrotado, consciente de que se habían desvanecido todas las esperanzas que depositara en mí y consciente de cuanto había odiado a Asarhadón sin que él tuviese culpa alguna. Los viejos se tornan desconfiados cuando sus corazones se endurecen.
Y también desfilaba por mi mente el amor. Asharhamat, la esposa de mi hermano. Distinguía su rostro y sus ojos llenos de lágrimas, y oía su voz.
«¿Acaso no me has convertido en una viuda en lo más profundo de mi corazón?».
«Por ti seré rey —le había dicho en una ocasión, cuando aún existían esperanzas—. Por ti y para cambiar el mundo».
Y ella había respondido:
«¿De verdad, mi amor? Pero ¿y si el mundo no desea ser cambiado?».
Y a mis oídos llegaban otras voces.
«Serás grande en el país de Assur», me había dicho mi madre en una ocasión, cuando yo era muy joven.
«No creas que aquí te espera la dicha y la gloria, príncipe, porque otro es el destino que el dios te reserva», me había advertido alguien más prudente que ella.
Palabras. Palabras que llenaban mis recuerdos y me causaban tanto daño como una herida cuando llega el frío. Había visto y oído demasiado y me había vuelto ciego y sordo.
Aunque quizá no tan sordo.
Gradualmente, como sucede a veces cuando un recuerdo pugna por abrirse paso entre el núcleo del cerebro, fui cobrando conciencia de que había alguien más en el jardín, que en él se había introducido otro visitante, tan ajeno a aquel lugar como había llegado a serlo yo mismo. Miré en torno preguntándome quién podía ser el intruso, imaginando que acaso se tratase de algún asesino enviado por mi hermano para asegurar su tranquilidad de espíritu hundiéndome una daga en el pecho. Casi me decepcionó descubrir que se trataba de un muchachito cubierto únicamente con un sucio taparrabos y que ocultaba las manos en la espalda mientras me observaba con sus grandes ojos, de expresión inteligente y desconfiada.
El jovencito se hallaba semiescondido tras un emparrado cubierto de ramas secas y marchitas. Pensé que sentiría frío, pero no daba muestras de ello. Calculé que tendría seis o siete años, que debía formar parte del ejército de toscos pilluelos que merodeaban por los muelles y las tabernas de la ciudad, abandonados por padres incapaces de mantenerlos, y que se ganaban la vida mendigando y haciendo diligencias, una existencia que sin duda impartía duras aunque provechosas lecciones. Me desagradó comprobar que el chiquillo me observaba con suspicacia.
—¿Qué deseas? —le pregunté, no sin cierto engreimiento, porque me resultaba difícil creer que aquel muchacho harapiento se hubiese extraviado por los sagrados recintos del palacio real.
—¿Eres tú el señor Tiglath Assur? —inquirió a su vez, como si semejante probabilidad le pareciese increíble—. ¿Aquel en cuya mano aparece la estrella de sangre?
—Hasta hace unas horas lo era.
—¡Demuéstramelo!
Abrí la diestra y se la mostré. Pese a la escasa luz de aquella noche sin luna, mi señal de nacimiento, la indeleble marca que el dios me impusiera, aparecía visible, sangrante y lívida como un carbón al rojo vivo.
—Entonces esto te está destinado.
Avanzó unos pasos y manteniéndose a cierta distancia me tendió una tira de pergamino fuertemente enrollada y atada con un bramante. Desaté el envoltorio y lo extendí sobre mis rodillas esforzándome entre la densa oscuridad por descifrar el mensaje que contenía, aunque sin sentirme demasiado sorprendido. La nota había sido apresuradamente redactada en los caracteres griegos que tan familiares me resultaban desde la infancia:
Augusto señor, he sobornado a la guardia para que te condujese al lugar donde te encuentras....




