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E-Book, Spanisch, 400 Seiten

Guild La daga espartana


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-16970-19-3
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 400 Seiten

ISBN: 978-84-16970-19-3
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Primera mitad del siglo IV a. C. Una fría noche, a las afueras de una tranquila aldea ilota, dos jóvenes hermanos espartanos, Éurito y Teleclo, esperan agazapados para llevar a cabo su Krypteia, el antiguo rito de iniciación a la sangre. Una familia -padre, madre e hijo- se aproxima; están desarmados y no pueden defenderse... Los espartanos salen a la luz de la luna y completan el ritual matando al matrimonio. Pero el hijo, Protos, logra escapar primero y acabar con Teleclo después. Rápidamente Esparta manda una partida de guerreros para acabar con el chico. Pero este, cuyo nombre significa 'el predestinado', y que tiene una astucia y una habilidad para las armas fuera de lo normal, acaba con el grupo. La sed de venganza de Protos no acaba con este episodio, su corazón ya no conoce la compasión. Los espartanos han oprimido a su pueblo durante siglos, y quiere acabar con su poder. Para ello se dirige a Tebas, donde toma contacto con el general Epaminondas, que también ansía que su ciudad se libere del yugo espartano. A medida que Protos va haciéndose adulto, empieza a entender que su guerra personal contra los asesinos de sus padres es también una lucha por la libertad. Nicholas Guild, aclamado autor de joyas de la novela histórica como El asirio y El macedonio, nos sorprende de nuevo con su ágil estilo narrativo y un excepcional fresco de la Antigua Grecia.

Nicholas Guild nació en San Francisco y se graduó en Lengua Inglesa y Filosofía en la Universidad de Berkeley. Ha sido profesor universitario así como crítico literario en periódicos y revistas especializadas. Ha publicado una decena de novelas entre las que destacan El aviso de Berlín, El tatuaje de Linz, El herrero de Galilea y los ya clásicos de la novela histórica El asirio, La estrella de sangre y El macedonio.
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1




Fue el otoño más frío que pudiera recordarse. Éurito estaba sentado a la sombra de una roca desnuda, dándose golpecitos en la rodilla con la parte plana de su daga mientras maldecía no el frío, sino la luz de la luna. Llevaba dos días sin comer y la luna brillaba como una moneda de oro recién acuñada. El cielo nocturno estaba prácticamente privado de nubes.

El valle que tenían a sus pies se antojaba inhóspito, repleto de líneas oscuras y sombras profundas. Soplaba un leve viento que lo atravesaba, pero las ramas desnudas de sus contados y dispersos árboles apenas se movían. Lo más probable era que, a la luz del sol, el lugar pareciera diferente, pero por la noche, a la luz empañada de la luna, era la tierra de los muertos.

Su hermano Teleclo estaba dormido, ajeno a tales reflexiones.

—Salid y humedeced vuestras hojas —les había dicho su padre—. Un guerrero mata, sin remordimiento ni pena. Convertíos en guerreros.

Un cuarto de siglo atrás su padre había humedecido su hoja con sangre ilota. Éurito pensaba que se parecía mucho a Teleclo en cuanto a temperamento, dotado de la perfecta confianza del guerrero. Mediada la cuarentena, seguía siendo alto y delgado, ancho de hombros y poderoso. Con su pelo negro y ojos azul pálido, que los dos hijos habían heredado, tenía el rostro de un pájaro de presa.

—Que os hayan seleccionado a los dos para la cripteia es un honor para nuestra casa. Ya tenemos demasiados ilotas. Cuando necesitéis comida, robadla. Saqueadles, arrancadles la vida incluso, probad vuestra hombría.

Lo complicado era que los ilotas también parecían saber lo de la cripteia y, cuando oscurecía, la mayoría se encerraban en sus casas. Era raro sorprender a alguien por los caminos, de noche, y arriesgarse a entrar en sus aldeas podía significar desaparecer para siempre.

Tres días atrás a punto estuvieron de sorprender a un pastor, pero este los vio a tiempo para ponerse a salvo, escabulléndose como un conejo, aunque dejando atrás una flauta de caña y su zurrón con la comida. Compartieron una pequeña hogaza de pan y un trozo de queso de cabra envuelto en hojas.

Llevaban caminando desde entonces, cada vez más al sur, confiados en que, a un día y medio de marcha desde Esparta, los ilotas se creyesen seguros.

Éurito sabía que quizá fuera necesario colarse en alguna aldea. No podían volver a casa hasta que hubieran matado a alguien… Era mejor la peor de las muertes que enfrentarse al deshonor y al fracaso. Pero la sola idea de acercarse a los ilotas le provocaba un hormigueo en la piel.

Y su miedo le avergonzaba. El miedo no era digno de un espartano y, sin embargo, aparecía sin ser llamado. Ser descuartizado por una turba de esclavos…

Durante la ceremonia le había parecido sencillo. Los ancianos, en reunión, habían sacrificado un niño en el templo de Artemisa y habían declarado la guerra anual contra los pueblos sometidos, absolviendo así del crimen de sangre a quienes mataran a un esclavo —que eran, de todos modos, propiedad del estado—, y los diez jóvenes que saldrían en parejas a cumplir con el ritual habían sido seleccionados de entre los mejores de aquellos que acababan de concluir su instrucción militar. Éurito, considerado por sus instructores como el perfecto soldado, valiente, disciplinado y astuto, sabía que tenía garantizado un puesto y que Teleclo lo merecía casi tanto como él.

—Lo disfrutaréis —les había dicho su padre cuando Éurito y Teleclo partieron—. No difiere mucho de una partida de caza, salvo por el hecho de que se matan hombres en vez de ciervos o jabalíes salvajes… Y, creedme, los jabalíes salvajes son más peligrosos que los ilotas. En su interior son esclavos.

Así que a cada uno le había sido entregada una daga y una bota de cuero con agua y los habían enviado al sur, más allá de las colinas.

Pero Éurito sabía que aquello no sería una mera caza del ciervo. Hasta un esclavo lucharía por su vida. Y ni un hombre, ni dos, podían salir airosos ante una veintena, menos aún armados con una hoja más corta que el ala de un cuervo.

La cripteia era una prueba de sigilo, no solo de valor. De ahí su nombre: lo secreto. Uno se ocultaba de día, ya que ser descubierto suponía correr peligro de muerte, y por la noche uno se dedicaba a robar comida y a matar.

—Tendremos que entrar en una aldea —declaró Teleclo. Por lo visto, había despertado.

—Es muy arriesgado.

—Sea como sea, tenemos que comer. Además, ¿cuándo se ha oído que un espartano tema correr riesgos?

Teleclo sonrió, como si lanzara un reto. ¿Qué otra cosa podía ser? A la luz de la luna Éurito podía ver su rostro con claridad. Era como ver su propio reflejo.

Eran gemelos, en apariencia similares como las dos mitades de una misma manzana, aunque, al igual que esas dos mitades, no del todo idénticos. La diferencia reflejaba sus caracteres, opuestos. Hacía tiempo que Éurito había detectado en su hermano un destello de locura. Teleclo no estaba tan dotado intelectualmente, pero era valiente hasta la temeridad. Aparte de la habilidad con las armas, esa era la única virtud que, según él, necesitaba un espartano. Había nacido para ser un héroe, aunque jamás llegaría a liderar tropas en el campo de batalla.

Estaban cerca de un camino, más bien un sendero, un leve surco que corría de norte a sur entre dos aldeas. Los hermanos se habían ubicado de modo que pudieran ver con claridad el recorrido al completo, la distancia que un hombre podía recorrer en poco más de una hora.

—Esperaremos hasta tener la luna sobre nuestras cabezas —dijo Éurito al fin—. Si para entonces no ha pasado nadie, al menos sabremos que los aldeanos duermen.

—Ya están dormidos. Duermen como el ganado. —Teleclo rio quedamente—. Son ganado.

Al no recibir respuesta de Éurito, Teleclo se envalentonó.

—Será sencillo —continuó—. Nos metemos en una choza y matamos a quien haya dentro antes de que puedan dar la alarma. Robamos algo de comida y entonces volvemos a casa.

—¿Alguna vez has estado en una aldea ilota?

—No. —Teleclo negó con la cabeza—. Y tú tampoco.

—Cierto. Pero al menos tengo el juicio suficiente como para darme cuenta de que no tengo ni idea de lo que nos vamos a encontrar. Los ilotas son pobres. Incluso desde aquí se ve que sus chozas son pequeñas. Por lo que sabemos, puede que duerman como perros en una caseta: padres, abuelos, niños, tíos, primos… Puede que haya diez o doce en una habitación, ocupando todo el suelo, como perros. No podemos matar a tantos sin que alguno viva lo suficiente como para dar la voz de alarma. Esperaremos.

—Yo tengo hambre ahora.

—Lo mismo da, esperaremos.

El comentario se topó con un espeso silencio. Por valiente que fuera, Teleclo nunca había sido capaz de desafiar a su hermano. En su lugar, se encogió de hombros y volvió a dormir.

«Que duerma», pensó Éurito.

«Yo tengo hambre ahora».

Había pasado lo mismo cuando tenían once años y sus instructores militares decidieron que los muchachos se estaban volviendo perezosos.

—Un espartano debería ser lo bastante fuerte como para luchar con el estómago vacío —había proclamado uno de ellos—. El exceso de comida os está convirtiendo en mujeres. Los corintios pueden ser mujeres. Los atenienses pueden ser mujeres, y nadie notará la diferencia. Pero los espartanos deben ser hombres. Aprended a arreglároslas con menos.

Pasados cinco o seis días, los chicos aprendieron que no podían arreglárselas con menos. Algunos intentaron huir, volver con sus padres, lo que, por supuesto, era imposible. Algunos cayeron al suelo, hechos un ovillo, incapaces de moverse.

La solución de Teleclo fue más drástica: quería asaltar el comedor de los instructores a la hora de la cena.

—No seas necio —le dijo Éurito—. ¿Qué esperas conseguir salvo una paliza y puede que la expulsión? Entonces, cuando ya no seas espartano, ¿qué serás?

—Tengo hambre.

—Espera.

—¡Tengo hambre ahora!

—Espera a esta noche y robaremos algo de comida.

—¿Cómo lo haremos?

—Ya pensaré en algo.

Era verano, y el entrenamiento se llevaba a cabo en el exterior… Hasta a Homero le habían enseñado a la sombra de un olivo. Los chicos dormían en el suelo desnudo. Cocinaban en agujeros cavados en la tierra repletos de carbón. La despensa estaba en una tienda de campaña para mantener alejadas a las moscas.

Como era lógico, los instructores levantaban sus tiendas alrededor de la despensa, así que había que ser sigiloso.

A la hora más oscura de la noche, Éurito le dio un golpe con el codo a Teleclo para que despertara.

—Vamos.

La luna lucía plateada, así que disponían de la luz suficiente como para guiarse. El aire nocturno era gélido y Éurito temblaba, aunque más por nerviosismo, supuso. Era como la guerra solo que, probablemente, sin riesgo de muerte. No sabía cuál era el castigo por robar comida, pero sería severo.

La tienda estaba fijada al suelo con unas estacas. Lo único que había que hacer era soltar una de ellas y culebrear bajo la lona.

Una vez dentro pudieron oler el pan.

—Cogemos dos hogazas y nos vamos —dijo Éurito; su voz era poco más que un susurro.

—Y algo de cerveza, y queso.

—Teleclo, escúchame…

Pero ya era demasiado tarde. Allí donde unos pálidos rayos de luz penetraban en la...



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