E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Pocket
Guerra La peste negra
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-350-4725-8
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Pronto, lejos y tarde
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Reihe: Pocket
ISBN: 978-84-350-4725-8
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En el año 1347, los mongoles someten a un duro sitio la ciudad portuaria de Caffa, que se defiende con uñas y dientes. Sin embargo, acabar con la resistencia de los italianos se convierte en un problema menos cuando surge entre las filas de los atacantes una enfermedad fulminante que se extiende como la pólvora: la peste negra. Con este estremecedor episodio arranca una sorprendente novela, que a continuación conduce al lector a un apasionante recorrido por una Europa asolada y atemorizada por la enfermedad y en la que conocerá las correrías de tres médicos empeñados en encontrar remedio a lo que parece el Apocalipsis. Pero también hay quien ve en la propagación del mal una fuente de poder, y su búsqueda se convertirá en una aventura muy arriesgada.
Luis Miguel Guerra, Barcelona, 1963, es licenciado en Geografia e Historia por la UB y máster por la Universidad autónoma de Barcelona. Especializado en la España del primer tercio del siglo X, es profesor en ejercicio en un centro de Bachillerato. De fuertes inquietudes sociales, ha impulsado iniciativas en el campo de la cooperación para el desarrollo en paises latinoamericanos y africanos y participa activamente en la vida política y social de su entorno más próximo. Annual es su tercera novela publicada en Edhasa, tras La peste negra (2006) y La ruta perdida (2008), además del ensayo El nieto de los rojos (Ediciones La Lluvia, 2013) sobre la segunda república.
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CAPÍTULO I De los montes Kirguizes a Caffa, 1347 Recorrer el bosque durante toda la jornada no le había servido de nada. Las trampas estaban vacías y no era la primera vez que sucedía durante aquella primavera. Hatai, trampero mongol, y su familia sobrevivían de la venta de las pieles cerca del lago Issik-Kul, tal como habían hecho su padre, su abuelo y, muy probablemente, el antepasado que había invadido aquellas tierras un siglo antes. El lugar era paso obligado de las caravanas que unían Oriente y Occidente, y allí acampaban los comerciantes. Hatai y los suyos bajaban hasta los mercados y, mientras hacían tratos, oían fabulosas historias de tierras lejanas o relatos que cantaban la grandeza de los emperadores mongoles Gengis Khan y Kubilai. Durante días volvió a las trampas, pero alguna ardilla y una marmota de cierto tamaño fue lo único que pudo cazar. El hijo mayor de Hatai, también llamado como él y educado para continuar el oficio familiar, encontró en la precaria situación una oportunidad para conseguir lo que realmente anhelaba: convertirse en un guerrero mongol. Y ahora llegaba su oportunidad, sería una boca menos y, si las cosas salían bien, podría regresar convertido en un gran señor. A su padre no le gustaba mucho la idea. Uno menos que alimentar, pero también dos brazos menos para trabajar. Su madre guardaba silencio. Dos de sus hermanos partieron y no los había vuelto a ver. Pero no diría nada. Continuaría despellejando la marmota y, una vez curtida su piel, confeccionaría para su hijo un hermoso gorro que sería la envidia de todos los demás guerreros. El joven Hatai partió una mañana. Desde la puerta de la tienda sus padres vieron cómo el hijo se alejaba en busca de conquistas. Cuando se convirtió en un punto negro en la lejanía, el padre se dispuso a inspeccionar las trampas. Instantes después, la madre, al ir a entrar en la tienda, se detuvo, un escalofrío recorrió su cuerpo y unas gotas de sudor frío asomaron en su frente. Acostumbrada a no quejarse y a padecer en silencio, no hizo el menor caso. El dolor por la marcha de su hijo era mayor que cualquier mal que pudiera contraer. Después de cabalgar todo el día, el grupo de guerreros sólo se habían detenido una vez para comer y beber. El objetivo era alcanzar cuanto antes el final del viaje. El recorrido estaba siendo duro y muy largo, casi cien kilómetros diarios y, a veces, más. Debían unirse al ejército que asediaba la ciudad de Caffa, colonia genovesa en la península de Crimea y puerto estratégico desde el cual se podía dominar el mar Negro. Aquella extensión de agua era la salida desde la que partían las rutas de caravanas y cuyo dominio se disputaban Venecia, Génova y Pisa, y ahora se había convertido en objetivo prioritario para la extensión del imperio mongol. Pero los guerreros eran ajenos a todo esto. Simplemente, eran un pueblo nómada y conquistador acostumbrado a batallar y a sufrir inclemencias. El grupo estaba formado por hombres de todas las edades, desde viejos guerreros experimentados a jóvenes mongoles deseosos de entrar en combate para demostrar su valor y cubrirse de gloria. El jefe del grupo era Batu. Ordenó descabalgar y montar las tiendas, maniobra que se realizó con celeridad. Al día siguiente estarían ante la ciudad. Por los mensajeros que recorrían la estepa sabía que la resistencia estaba siendo muy fuerte y que todos los refuerzos serían pocos para derrotar a los genoveses. –¡Ya estoy harto de comer estas gachas! –dijo Hatai, mientras removía la mezcla de agua y leche deshidratada de yegua que día tras día servía como alimento al grupo. A su lado se encontraba su amigo Daihin vertiendo el agua y la pasta blancuzca. Daihin se había unido al grupo para convertirse en guerrero. Tenían más o menos la misma edad, pero Hatai parecía mayor debido a su corpulencia. –De vez en cuando comemos un poco de carne seca –contestó Daihin. –Carne seca, carne seca. Ya no recuerdo el sabor de la carne recién cazada. –¡Dejad de hablar y preparad la comida! –les increpó un viejo guerrero–. ¡Tenemos hambre! Los dos jóvenes continuaron su trabajo. La primera visión que tuvo de la colonia genovesa le sorprendió. Nunca había visto un poblado tan grande como aquél y, mucho menos, rodeado de tanta agua. Si pudiera verla su padre... Jamás había salido de los montes si no era para comerciar. Los jóvenes mongoles compartían las mismas tiendas y los mismos anhelos de gloria, pero nada más llegar les pusieron de nuevo a ordeñar las yeguas. La realidad cotidiana no se parecía en nada a lo que había imaginado. Los guerreros partían día tras día hacia las murallas de Caffa y les veía regresar sin éxito y en menor número. Por fin, una mañana fueron reunidos y se les ordenó que cogieran las armas y montaran sus caballos. A la carrera se dirigieron hacia las tiendas. El momento que esperaban había llegado. Hatai cogió su arco y las flechas y enfiló hacia la salida de la tienda, pero giró rápidamente y buscó en el saco el gorro de marmota. El ejército avanzó hasta las catapultas que habían de debilitar las defensas de la ciudad. En una colina cercana, el khan Kiptchak y sus generales iban a presenciar el ataque. Éste debía ser definitivo, el asedio duraba demasiado y los costes empezaban a ser enormes, tanto en hombres como en material. Las catapultas comenzaron a lanzar su carga mortífera. Hatai y Daihin nunca habían visto nada semejante. Enormes piedras cruzaban el aire y se estrellaban contra la muralla, algunas superaban las defensas y caían en el interior. Pero lo que más les aterró fueron las masas ardientes que volaban dejando una estela roja en el cielo. Imaginaban los gritos de terror de los asediados al caer sobre ellos aquellos proyectiles de fuego. Las grietas en los muros se hacían cada vez más evidentes y hacia ellas se dirigían los disparos. En las almenas, los defensores corrían de un lado para otro mientras las columnas de humo se levantaban por toda la ciudad. «¿Quién me mandaría embarcar? –pensaba Giovanni mientras transportaba cubos de agua para tratar de dominar uno de los incendios que asolaban la ciudad–. Génova, Génova, no volveré a verte. En Oriente está la riqueza, no te lo creas. Porca miseria! Lo único que he tenido claro hasta ahora es que puedo escoger tres formas de morir: asaetado, aplastado o achicharrado.» De repente, se oyó un grito: «¡Los mongoles, a las armas!». Giovanni tiró los cubos, cogió una lanza y subió a toda prisa a la muralla. El espectáculo era sobrecogedor. Miles de jinetes bajaban de las colinas en medio de gritos ensordecedores que se confundían con el galimatías de órdenes de los defensores. Fue enviado junto con otros a reforzar una de las murallas. Cuando llegó, los primeros jinetes ya se habían lanzado hacia la abertura y eran a duras penas repelidos. Los cadáveres de agresores y defensores comenzaban a apilarse. «¡A tu espalda!», oyó Giovanni la voz de Pietro, y pudo girar lo suficientemente rápido para interponer su lanza entre él y el que se le echaba encima. Lo malo es que, cuando aún no la había recuperado, ya tenía otro frente a él. El mongol avanzó, pero, antes de que pudiera alcanzarle, una flecha lo atravesó. Hatai y Daihin se encontraban todavía junto a las catapultas con un segundo grupo. –Tienes mala cara –dijo Daihin–. ¿Estás bien? Hatai no contestó, pero tenía mucho calor y notaba cómo la frente le ardía. –Eso es el miedo –dijo un guerrero próximo a ellos. No pudieron responder. El khan, viendo que el primer ataque no estaba dando resultados, lanzó la segunda oleada. Los guerreros espolearon sus caballos colina abajo. Hatai trató de hacerse un sitio para no tropezar con el resto de guerreros. Llegó el momento y echó mano a su arma... De pronto, sintió un tremendo golpe en la cabeza y todo se tornó oscuro. Los genoveses seguían defendiendo en las brechas y sobre la muralla. Habían conseguido acarrear aceite desde los almacenes del puerto y lo estaban lanzando contra los invasores tras hacerlo hervir en enormes calderos. Giovanni y sus compañeros habían retrocedido para evitar la lluvia de fuego que caía sobre los mongoles. Les estaban pagando con su misma moneda. Parecía que de nuevo el ataque había fracasado. Kiptchak estaba furioso. El invencible ejército a campo abierto era incapaz de tomar una colonia de marineros genoveses. Volvió la grupa con rabia y se dirigió al campamento. Los mongoles comenzaron a regresar mientras los sitiados celebraban la victoria sobre las murallas y comenzaban a rehabilitar las defensas en espera de la siguiente ofensiva. Hatai despertó en su tienda. No sabía lo que había sucedido. –Tu caballo metió una pata en un agujero y caíste al suelo –le dijo Daihin. –Ni siquiera llegué a disparar una flecha. Me duele todo el cuerpo. –Descansa. Tú has tenido suerte. Hemos perdido mucha gente. Las cosas no son como pensábamos. Hoy he visto morir muchos compañeros; y no hemos conseguido nada... Muchos ni siquiera sabían cómo se llama este lugar. Al día siguiente Hatai se levantó sudando y con un terrible dolor de cabeza. Salió de la tienda, pero era incapaz de andar erguido. Los que estaban en el exterior se rieron. –¡Borracho nada más levantarte! –¡No bebas tanto, que no lo aguantas! Hatai parecía no oír. Anduvo tres pasos y cayó al suelo. –Llevadle a la tienda y que duerma –dijo un veterano. Al cabo de un rato Hatai...