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E-Book, Spanisch, 168 Seiten

Grondin La filosofía de la religión

E-Book, Spanisch, 168 Seiten

ISBN: 978-84-254-3351-1
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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¿Para qué vivimos? La filosofía nace precisamente de este enigma y no ignora que la religión intenta darle respuesta. La tarea de la filosofía de la religión es meditar sobre el sentido de esta respuesta y el lugar que puede ocupar en la existencia humana, individual o colectiva. La filosofía de la religión se configura así como una reflexión sobre la esencia olvidada de la religión y de sus razones, y hasta de sus sinrazones. ¿A qué se debe, en efecto, esa fuerza de lo religioso que la actualidad, lejos de desmentir, confirma?

Jean Grondin   (Cap-de-la-Madeleine, Canadá, 1955) es especialista en el pensamiento de Kant, Gadamer y Heidegger. Su campo de investigación abarca las disciplinas de la hermenéutica, la fenomenología, la historia de la metafísica y la filosofía clásica alemana. Desde 1991 trabaja en el Departamento de Filosofía en la Universidad de Montreal, y ha sido profesor invitado en diversas universidades e institutos de todo el mundo. Es doctor honoris causa por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, de Tucumán (Argentina) y titular de la Cátedra de Metafísica Étienne Gilson (París). Ha ganado numerosos premios, entre ellos el Killam, Léon-Gérin, André-Laurendeau y Konrad Adenauer.
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I Religión y ciencia moderna
  La filosofía reconoce sin inconveniente alguno que la religión ofrece las respuestas más poderosas a la pregunta por el sentido de la existencia, pero sabe también que estas respuestas han perdido hoy día su evidencia. Pero no por doquier, por cierto, porque la nuestra es también una época de resurrección de lo religioso en diversas formas, a pesar del pronóstico, erróneo, de su próxima desaparición: ascensión poderosa de los fundamentalismos, protagonismo mediático de los papas y de las grandes figuras religiosas, proliferación de espiritualidades eclécticas, retorno de la religión en los países del Este (y también en China), hasta hace poco ateos, persistencia, en las sociedades avanzadas, de las preguntas últimas y de la creencia (en un sondeo del 2008, el 92 % de los norteamericanos decía creer en Dios).
Si se dice que la religión ha perdido su evidencia, es que se la mide según el patrón del saber experimental y científico, el cual se ha impuesto en los tiempos modernos como la vía privilegiada, si no exclusiva, de la verdad, y al cual la religión no puede realmente satisfacer, puesto que sus orígenes son más antiguos que la ciencia. La religión supone elementos de fe, de tradición, de rito, parece obedecer estrictamente al dictado de necesidades subjetivas y remitir a lo indemostrable: todos ellos son elementos que minan su credibilidad a los ojos de la ciencia moderna. Pese a permanecer fuerte, con una fuerza que parece formar parte de su misterio, la religión se ha convertido en un asunto cada vez más problemático a los ojos de la filosofía.
Mucho tiene que ver la conciencia histórica de los dos últimos siglos, con la innegable pujanza de relativismo que ella implica: nunca se ha tenido tanta conciencia de la multitud de religiones (en el momento actual se han contado más de 10 000 denominaciones) y de la diversidad de sus orígenes culturales e históricos. Esto tiene como efecto la relativización del mensaje religioso mismo: ¿cómo se puede sostener que una sola religión encarna la vía privilegiada de la salvación? Las religiones que lo hacen, las que insisten en la unicidad y el carácter sobrenatural de la revelación a la que se remiten, tal como les invita a hacer su tradición, corren el riesgo de aparecer, a causa de esta relativización histórica, difícilmente rechazable, por otra parte, como crispaciones y reacciones algo desesperadas.
Ciertamente, se habla mucho, pero desde hace poco, de la «experiencia religiosa», precisamente debido al ascendiente que ejerce el modelo científico, pero la ciencia tiende a ver en esa experiencia una forma débil de saber, que se apoya en la simple creencia o en la apuesta, para hablar como Pascal. Pero ya el hecho mismo de hablar de «apuesta» presupone un modelo matemático muy apreciado por la ciencia moderna, el del cálculo de probabilidades, como lo sabía también Pascal: ante la eternidad que nos espera y la duración irrisoriamente corta de nuestra vida, es mejor aceptar el riesgo de la fe, que tiene el mérito de ofrecer un consuelo aquí y ahora, a la vez que nos promete una felicidad eterna, que no cabe comparar con la felicidad y el consuelo que uno puede esperar en esta vida: «Y así, nuestra proposición tiene una fuerza infinita cuando hay que aventurar lo finito [...] y [...] se puede ganar lo infinito» (Pensamientos, fr. 233 [Brunschvicg]). Aquí se presupone el marco de la ciencia moderna con sus exigencias de cálculo y rentabilidad. La religión se considera aquí, hasta cierto punto, como si fuera una «hipótesis» (científica), que algunos adoptan porque responde a sus necesidades más o menos confesadas, pero que otros rechazan porque dicha hipótesis no satisface en absoluto las normas de la ciencia. La religión aparece entonces como un asunto privado o subjetivo, que depende de los gustos, o de las apuestas, de cada uno. Porque el conocimiento «objetivo» de la realidad procede sólo de la ciencia.
 
 
1. El nominalismo del mundo contemporáneo
 
El horizonte del pensamiento, bastante reciente, que ve en la religión una construcción cultural que se añade a una realidad, a la que únicamente la ciencia física sería capaz de conocer, es propio del nominalismo. El nominalismo es una respuesta a la cuestión de saber qué existe en realidad: «existir», para el nominalismo, es ser más bien que no ser, es decir, estar realmente en el espacio, existencia que nuestros sentidos atestiguan y que nuestros instrumentos pueden medir. Esta mesa o ese libro existen, por ejemplo, porque yo los veo ante mí. No siempre somos conscientes de ello, pero la noción de existencia que propone el nominalismo es relativamente reciente. Para el nominalismo sólo existen realidades individuales, materiales, perceptibles, por tanto, en el espacio y en el tiempo. Así, para el nominalismo, las mesas y las manzanas existen, pero los unicornios, los ángeles o Papá Noel no existen; son ficciones. Las nociones universales tampoco existen, son sólo nombres (nomina, de donde viene su apelativo) que sirven para designar a un conjunto de individuos que poseen tal o cual característica común, individualmente observable.[1] Hay ahí una visión de las cosas tan evidente y que determina de manera tan poderosa nuestro pensamiento, que nos olvidamos de que se trata de una concepción muy particular de la existencia: la que da prioridad exclusiva de ser a la existencia individual y contingente.
Hay por lo menos otra concepción del ser que es más antigua y contra la cual se elaboró pacientemente la concepción nominalista. Según la perspectiva de la concepción moderna y nominalista, y a fortiori para nuestro tiempo, que es una época de un nominalismo incondicional, se trata de una concepción que parece sumamente extraña. Es la concepción que comprende el ser no como existencia individual, sino como manifestación de la esencia, cuya evidencia sería anterior. Esto nos parece incongruente porque, para nosotros, la esencia es segunda, se sobreañade, por abstracción, a la existencia individual. Pero esta concepción fue propia de los griegos, de Platón sobre todo, para quien lo individual posee una realidad de segundo grado. Lo individual es efectivamente de segundo grado con relación a la evidencia más luminosa de la esencia (o de la especie, puesto que se trata del mismo término griego: eidos) a la que representa: así, por ejemplo, un ser humano o una cosa bella no son sino la manifestación (¡aunque efímera!) de una esencia o de una especie. La esencia, como indica perfectamente su nombre (esse), encierra el ser más completo, porque es el más permanente.
Esta concepción, que nos parece tan insólita, se mantuvo sin embargo en el pensamiento occidental hasta el final de la Edad Media. Empezó a ser criticada por los autores denominados nominalistas, entre ellos Guillermo de Ockham (finales del siglo XIII-1350). No deja de ser irónico que su motivación fuese en principio teológica: consideraba que la omnipotencia divina, de la que el Medievo tardío tenía una conciencia viva, parecía incompatible con un orden eterno de esencias, que de alguna manera sería una suerte de límite de la omnipotencia. Si Dios es omnipotente, puede en cualquier momento alterar el orden de las esencias, hacer que el hombre sea capaz de volar o que los limoneros produzcan manzanas. Para Ockham, las esencias no son, pues, sino nombres que sucumben a su proverbial navaja.
Esta concepción fue impugnada en su época (entre otras cosas porque parecía incompatible con el dogma de la eucaristía, en la que la transformación de la esencia es crucial), pero ha terminado, de un modo lento pero seguro, triunfando en la época moderna hasta el punto de eclipsar totalmente la otra manera de ver la existencia. De modo que no existen, para la modernidad, más que entidades individuales y materiales. Conocer estas realidades, ya no es conocer una esencia, sino constatar regularidades o leyes en el seno de las realidades individuales, puestas como primeras. Esta concepción de la existencia impregna de parte a parte la ciencia moderna, y no sorprende que haya dominado su pensamiento, que puede llamarse «político», en el que la preeminencia del individuo se impone cada vez más como la única realidad fundamental.
Este nominalismo va a la par con la atención que la ciencia moderna presta a lo inmediatamente comprobable. Los conceptos y las ideas que interesaban a la ciencia tradicional se han vuelto todos dudosos y segundos. Incluso las ciencias humanas, que han pasado a ser «sociales» en el transcurso de este proceso, tienen necesidad de positividades individuales y espacialmente observables. Las ideas no son ya manifestaciones del ser, sino hechos de sociedad, que imaginamos pueden ser objeto de una observación empírica. Se calca aquí en las ciencias humanas una concepción del ser evidentemente tomada en préstamo de las ciencias de la realidad física (a la que se reduce en lo sucesivo todo ser).
Ni que decir tiene que este nominalismo se muestra particularmente ruinoso para la religión y para una justa comprensión de ella. ¿Es una perogrullada decir que, en un marco nominalista, las realidades de la religión —la...


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