E-Book, Spanisch, 176 Seiten
Grondin A la escucha del sentido
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-254-3165-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Conversaciones con Marc-Antoine Vallée
E-Book, Spanisch, 176 Seiten
ISBN: 978-84-254-3165-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Esta serie de cinco entrevistas realizadas por Marc-Antoine Vallée nos descubre la trayectoria de Jean Grondin, el reputado filósofo canadiense. Mediante la reconstrucción de su itinerario filosófico, especialmente los trabajos sobre la tradición hermenéutica y sus principales representantes -Heidegger, Gadamer y Ric?ur?, aflora una reflexión apasionante sobre algunas de las facetas de la gran cuestión del sentido. ¿Hay uno inmanente a la vida? ¿Cómo articulan el arte y la literatura nuestra experiencia del mismo? ¿Cuál es la contribución de la religión a la reflexión filosófica sobre él? El resultado de las conversaciones es una resistencia crítica a cualquier reducción nominalista, constructivista o nihilista del sentido, es decir, a una realidad simplemente ilusoria, construida o facticia. Marc-Antoine Vallée es es doctor en Filosofía por la Universidad de Montreal. Además de la presente obra, ha publicado Le sujet herméneutique. Étude sur la pensée de Paul Ric?ur y Gadamer et Ricoeur. La conception herméneutique du langage.
Jean Grondin (Cap-de-la-Madeleine, Canadá, 1955) es especialista en el pensamiento de Kant, Gadamer y Heidegger. Su campo de investigación abarca las disciplinas de la hermenéutica, la fenomenología, la historia de la metafísica y la filosofía clásica alemana. Desde 1991 trabaja en el Departamento de Filosofía en la Universidad de Montreal, y ha sido profesor invitado en diversas universidades e institutos de todo el mundo. Es doctor honoris causa por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, de Tucumán (Argentina) y titular de la Cátedra de Metafísica Étienne Gilson (París). Ha ganado numerosos premios, entre ellos el Killam, Léon-Gérin, André-Laurendeau y Konrad Adenauer.
Weitere Infos & Material
Entrevista 1 En la escuela de la filosofía
y de la hermenéutica
MARC-ANTOINE VALLÉE: Jean Grondin, para empezar me gustaría repasar con usted las primeras etapas de su trayectoria filosófica. ¿Podría explicar cuáles fueron sus primeros contactos con la filosofía y cómo surgió su vocación filosófica?
JEAN GRONDIN: Ante todo, permítame darle las gracias por la singular iniciativa de estas entrevistas. Estoy totalmente convencido de ser indigno de ellas, y no lo digo —o no únicamente— por falsa modestia: tengo la sensación de ser aún bastante joven, relativamente, y de tener todavía cosas que decir, y sé que no soy muy conocido (cosa que no me apena demasiado). De modo que es para mí un honor inmenso, demasiado grande obviamente. Pero es sobre todo la ocasión de realizar una entrevista filosófica, a la que no puedo resistirme y por la que le estoy infinitamente agradecido. ¿Mi vocación filosófica? Se trata igualmente de un honor excesivo. La vocación filosófica es también el anverso de una incapacidad, la de hacer otra cosa. Cuando se elige la filosofía, o la filosofía nos elige, es porque no podemos vivir sin preguntarnos por cuestiones fundamentales acerca del sentido de la existencia, cuya insolubilidad, al menos en el sentido de la ciencia, percibimos vagamente, pero cuyo planteamiento no podemos evitar. ¡Por desgracia!, podría decirse, pero son preguntas que nos apasionan. Las primeras etapas de este cuestionamiento son necesariamente nebulosas. Arrancan sin duda de la primera infancia, cuando el niño se pregunta constantemente: ¿por qué? ¿Por qué hay ser? En este sentido, todo el mundo es filósofo, o lo ha sido. A partir de un determinado momento, cuando uno se hace adulto ya no se plantea tanto estas cuestiones. Los filósofos son esos seres incorregibles que jamás dejan de hacerse estas preguntas. En la adolescencia, se descubre que ha habido otros adolescentes que se las planteaban sistemáticamente y se empieza a devorar sus libros. Como todo el mundo, en aquella época yo leía mucho a autores como Nietzsche, Camus, Sartre, y me reconocía en todos esos autores que nos hacían leer en el colegio (entre los que se encontraban las tres «M»: Marcuse, Marx y Mao). Mi hermano mayor, que es médico como mi padre, me hablaba de las clases de filosofía y en especial del mito de la caverna de Platón. Era muy buen dibujante y recuerdo que me dibujó la caverna de Platón. Me impresionó mucho a los catorce o quince años, pero sobre todo recuerdo que yo también quería salir de la caverna. En aquella época creía que Nietzsche y otros autores podían ayudarme a conseguirlo. Me interesaba mucho la historia, pero acabé decantándome por la filosofía, con gran desconcierto, me temo, de mi familia. Aquellos años sesenta eran también una época revolucionaria, o al menos aparentaban serlo, en la que todo, absolutamente todo, se cuestionaba sistemáticamente. Se atacaba cualquier forma de autoridad (excepto, por supuesto, la de los maestros del pensamiento de entonces), se soñaba con un mundo mejor y las ideas filosóficas inspiraban. Ciertamente, me dejé llevar por esta corriente. En mi opinión había mucha filosofía en los artistas y en los cantantes que nos cautivaban: Bob Dylan, Georges Moustaki y muchos otros, cuyas creaciones todavía siguen vigentes. En este contexto más revolucionario, no parecía demasiado lógico que la hermenéutica se le impusiera como objeto de investigación preferente. Era una época más propicia sin duda a una teoría crítica de la sociedad (Adorno, Horkheimer, Marcuse) o a una crítica de las ideologías (Habermas) que a una reflexión sobre la pertenencia a la tradición. ¿Cómo descubrió en aquella época el pensamiento hermenéutico y por qué atrajo su atención? Tardé bastante tiempo en descubrir la hermenéutica, que no era excesivamente conocida, ni tampoco se enseñaba cuando empecé los estudios. Probablemente ni oí ni leí el curioso término de hermenéutica hasta el tercer curso de bachillerato, cosa que no está mal, ya que este pensamiento debe mucho a la tradición filosófica en su conjunto. Esta tradición es la que descubrí, maravillado, durante mis estudios de filosofía en la Universidad de Montreal. Así que llegué a ella con mi formación (o deformación) nietzscheana y me interesé con pasión por los más grandes pensadores de la filosofía, de los que Nietzsche hablaba constantemente. En aquella época aquí no eran muy conocidos ni Adorno ni Horkheimer, cuyas obras se traducían poco. No obstante, recuerdo haber leído con interés su Dialéctica de la Ilustración,1 que gozaba de cierta notoriedad, pero que era cualquier cosa menos un libro «revolucionario», ya que parecía concluir con un cierto pesimismo frente a la razón y una cierta resignación social (cosa discutible). Leeré más tarde a esos autores en Alemania. Aquí se leía a Habermas y a Marcuse y su crítica del hombre unidimensional, sobre todo creo que a causa de su crítica a la sociedad de consumo (todo lo que era «comercial» y se vinculaba al capitalismo estaba muy mal visto); también leía mucho a Marx (todo El capital) y a otros autores menores relacionados con el marxismo (algunas de cuyas obras eran absolutamente espantosas, como el comentario a la Lógica de Hegel de Lenin, que algunos nos recomendaban…). Era una época en la que la Unión Soviética ya no suscitaba tanto entusiasmo, pero en la que todavía se idealizaban el paraíso cubano de Castro, Albania y la «revolución cultural» en China, sin mencionar en ningún momento sus millones de víctimas. La ceguera demagógica de los intelectuales era asombrosa y hasta me atrevería a decir que criminal. Decididamente, Raymond Aron, del que apenas nadie nos hablaba, tenía razón al decir que el marxismo se había convertido en el opio de los intelectuales. ¿Por qué no nos recomendaban leer a Aron, cuyos libros han envejecido mejor que otros? El profesor que hubiera hecho esto habría sido considerado de derechas y calificado de fascista. ¿Supo usted distanciarse de esta demagogia imperante? No superé esta filosofía, aunque no la de Marx, que me sigue pareciendo notable, hasta el segundo semestre, cuando empecé a estudiar en serio y a apreciar, gracias a excelentes profesores invitados, como Pierre Aubenque, Mikel Dufrenne y Charles Taylor, los auténticos monumentos de la tradición filosófica: Platón (al que también enseñaba Luc Brisson), Aristóteles, santo Tomás (aborrecido y por tanto atractivo), Descartes, Hume, Leibniz, Spinoza, y sobre todo a los alemanes, Kant, Hegel y Heidegger, de los que todo el mundo hablaba. Esos tres autores alemanes me fascinaron y me siguen fascinando. Leí todo lo que de ellos se había escrito y decidí aprender alemán para entenderlos mejor. Sustituyeron a Nietzsche, a Marx y a los demás, y por una razón que no tenía que ver solamente con su superioridad. Comprendí que, tanto en filosofía como en cualquier otro ámbito, era más fácil destruir que desarrollar grandes pensamientos. Lo que estaba de moda era la subversión y la iconoclasia, pero en el caso de Kant, Hegel, Heidegger, Platón y Aristóteles (leía en secreto a Agustín, Kierkegaard y Bergson, que no se enseñaban), me pareció que el pensamiento de esos gigantes filosóficos era ante todo digno de atención y de respeto. En cualquier caso, para criticarlos había que tener algo mejor. Acabé haciendo la tesis de licenciatura sobre Kant, dirigida por Bernard Carnois, que era alumno de Paul Ricœur, como muchos de mis mejores profesores. Ricœur era además un gran amigo personal del profesor del que me sentía más cercano, Vianney Décarie, un hombre de una generosidad infinita (en mi opinión, la más valiosa y la más rara cualidad filosófica) solo igualada por su modestia. Él fue quien me inició en el estudio de los griegos, me animó a estudiar alemán y, cosa de la que le estaré eternamente agradecido, organizó un pequeño seminario privado para un círculo restringido de estudiantes suyos en el que leíamos en latín el Comentario a la Metafísica de Aristóteles de santo Tomás. Esto me causó un placer extraordinario porque ¡vi que el latín aprendido en el colegio podía servir para algo! Afortunadamente, el latín de Tomás era muy fácil. Por supuesto, me puse a estudiar griego antiguo y profundicé en él de modo más sistemático al hacer el doctorado. De manera que en aquella época mi interés se repartía entre los griegos y los alemanes. Kant, Hegel y Heidegger (sin olvidar a los otros: Fichte, Schelling y Husserl) me entusiasmaban, pero no quería leerlos sin Platón y Aristóteles. En ese contexto, cuando cursaba el tercer año de carrera, me encontré por primera vez con Ricœur y Gadamer, que habían sido invitados a dar unas conferencias en Montreal y en Ottawa. Lo que me impresionaba era que ambos filosofaban en el presente alimentándose a la vez de la gran tradición alemana (Gadamer era un discípulo directo de Heidegger) y de los griegos, interpretados como contemporáneos. De modo que no era necesario elegir entre unos y otros, los griegos y los modernos. Esta síntesis me sedujo; su actitud frente a la...