E-Book, Spanisch, 304 Seiten
Reihe: Fuera de Colección
Greshake Espiritualidad del desierto
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-288-3252-6
Verlag: PPC Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 304 Seiten
Reihe: Fuera de Colección
ISBN: 978-84-288-3252-6
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Nació en 1933 en Recklinghausen (Alemania). Estudió en Münster y Roma. En 1969 se doctoró en Münster y trabajo como asistente de W. Kasper. En 1972 consiguió la cátedra de Teología dogmática e historia del dogma en Tubinga. De 1974 a 1985 fue profesor en la Facultad de Teología católica de Viena. Y desde 1985, de Teología dogmática y ecuménica en Friburgo de Brisgovia.
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INTRODUCCIÓN
Y de pronto,
en ese penoso en ninguna parte...
(RAINER MARIA RILKE)
La séptima parte de nuestra superficie terrestre está cubierta de desiertos, una forma de paisaje que se caracteriza –abstracción hecha de los desiertos helados de los polos– por temperaturas extremadamente elevadas (hasta 58° a la sombra) y que tiene un promedio de precipitaciones anuales inferior a 25 cm. Debido a ello está muy generalizada la opinión de que lo específico del desierto es esencialmente la sequía y el calor, la aridez del suelo y la falta de vida. Hay incluso quienes vinculan al desierto la idea de un gigantesco «cajón de arena» donde forzosamente muere de sed quien se queda en él largo tiempo. Todo esto no deja de ser cierto, pero es solo una parte de la verdad. Porque el desierto ni es completamente árido ni carece por completo de vida. El calor del día alterna con un considerable descenso de la temperatura por las noches, de modo que los tuaregs dicen: «El desierto es una tierra fría con un sol ardiente». Solo la décima parte de la superficie (en el Sahara, la quinta parte) posee campos de arena y de dunas. Y como la precipitación media anual no tiene lugar de forma continuada, sino frecuentemente a manera de diluvio tras años de completa sequía, el desierto puede convertirse de la noche a la mañana en un jardín paradisíaco y con tales masas de agua que se le puede aplicar el paradójico pero atinado proverbio de los tuaregs: «En el desierto han muerto más personas ahogadas que de sed».
La particularidad del desierto consiste precisamente en que reúne y mantiene juntos ambos extremos. El desierto significa indisolublemente ambas cosas: calor y frío, esterilidad y vida, inmensas zonas sin agua y fértiles oasis, arena y piedra, llanura y altas montañas. La relación entre todo ello es la de un equilibrio inestable. La vida y lo que da vida se defiende contra lo que amenaza y destruye la vida: contra calor despiadado y brutal, descenso nocturno de temperatura; contra falta considerable de agua, wadis impetuosos; contra arenas en expansión, sofocantes tormentas de arena. Y, sin embargo, son precisamente esos factores mortales los que, desgastando y erosionando formidablemente rocas y piedras, montes y valles, producen en el paisaje del desierto esas formaciones increíblemente bellas, majestuosas o extravagantes. Así, por ejemplo, las brutales diferencias de temperatura entre el día y la noche (¡hasta 50°!) dan lugar a que incluso las formaciones rocosas más duras se rajen literalmente y queden trituradas y, bajo el adicional «bombardeo continuo» de los violentos vientos huracanados y de las tormentas de arena, produzcan las formaciones geológicas probablemente más fascinantes del mundo. También la arena, por así decir el «producto final» de esa degradación aniquiladora, encuentra una nueva figura en sugestivas dunas que cambian su conformación según los flujos atmosféricos y las estaciones del año, y en las que el viento dibuja las más bellas formas. Por esas formas llenas de vida de las dunas y de sus dibujos, la propia arena, en cierto sentido, despierta también a la vida. Además, en el desierto se dan los mecanismos más «sofisticados» con los que plantas, animales y hombres tratan de lograr que haya vida en ese espacio amenazado por la muerte y la destrucción. Cada ser vivo se presenta allí como verdadero «artista de la supervivencia». Tal vez sea esa «alta tensión» entre la vida y la muerte, presente por doquier, uno de los elementos que más contribuyen a producir esa fascinación que ejerce el desierto.
Pero hay aún más. Con su tensión entre polos tan opuestos, el desierto es una de las más elocuentes imágenes de nuestra vida, marcada asimismo por tensiones y rupturas. Justamente con su doble polaridad de «lugar de muerte» y «lugar de vida», el desierto, cual persuasivo «icono», invita a ver en su imagen de un modo nuevo la propia vida. Tales comparaciones entre formas de la naturaleza y cosas que ocurren en la propia vida son habituales para nosotros en otros muchos campos. Hablamos del «otoño de la vida», del «seguro puerto del matrimonio», de la «noche de los tiempos», de «nuestras vidas son los ríos», etc. Otoño, puerto, noche, ríos, son imágenes de la naturaleza que esclarecen nuestra vida al ponernos delante un espejo en el que nos descubrimos en una nueva profundidad y una nueva perspectiva. ¿O no seremos tal vez nosotros mismos quienes, para interpretar esta vida nuestra tan cuestionable, acudimos a la imagen de la naturaleza?
Ese problema ya preocupó a Goethe. En sus Aforismos en prosa escribe: «Observando la naturaleza en general y en particular he preguntado constantemente: ¿es el objeto o eres tú quien se expresa aquí?». Exactamente lo mismo puede decirse del desierto. Por un lado, nos pone delante con toda insistencia un espejo en el que podemos descubrir de nuevo las dimensiones opuestas de nuestra vida: trechos difíciles y combates fatigosos, desengaños y dolorosas despedidas, situaciones sin esperanza y esfuerzos inútiles, pero también libertad y entusiasmo, fascinación y alegría por éxitos y logros. De ese modo, la luz y la sombra, lo claro y lo confuso, lo favorable y lo hostil a la vida pueden encontrar en la imagen del desierto una comprensión más honda. Pero, por otro lado, somos sin duda nosotros mismos quienes en esa «metáfora de la naturaleza» vemos de nuevo nuestra vida, a menudo tan desconcertante y complicada, con sus anhelos y esperanzas, pero también con sus abismos y tinieblas. Así, el desierto no es solo un tipo de paisaje, sino una dimensión interior de nuestra condición humana que cada cual, inevitablemente, experimenta a su manera, aunque nunca haya tenido contacto con las zonas geológicas desérticas del mundo. Pero sobre todo: quien está en el desierto sabe que está siempre de paso, que es algo transitorio, provisional. Cada estancia en el desierto –con sus fatigas, penalidades y privaciones, con la ansiosa indagación del camino correcto y la búsqueda de agua, pero también con sus alegrías por las bellezas del paisaje, por las etapas recorridas exitosamente en común y por los oasis alcanzados– trae muy a lo hondo de la conciencia, hasta el agotamiento y el descanso del cuerpo, el carácter transitorio de nuestra vida. Se aprende a deletrear los múltiples contenidos y niveles de significado de esta somera afirmación: ¡nuestra vida entera es un viaje por un gran desierto! Así lo dice ya el monje cisterciense medieval Elredo de Rieval: «¿Qué significa marcharse al desierto? Significa considerar toda la realidad como un gran y único desierto, anhelar la casa paterna y tomar el mundo como un medio para coronar nuestro camino hacia allí»?1.
El desierto es, en resumidas cuentas, un «espacio espiritual» que proporciona experiencias espirituales. No es casualidad que grandes acontecimientos de la historia de la salvación tengan lugar en el desierto; no es casualidad que personajes determinantes de la historia de la fe hayan buscado la soledad. Y no es casualidad que hasta el día de hoy no pocas personas vayan al desierto para –como ellas dicen– «encontrarse a sí mismas», ya se trate del paisaje geológico del desierto o de dimensiones vitales, no menos reales, experimentadas en la metáfora del desierto: soledad, silencio y alejamiento de la vida cotidiana, firmeza y perseverancia en las decisiones vitales que se han tomado y en la reorientación ante nuevas situaciones decisivas. Es tal como escribió Alfred Delp desde la prisión nazi, al final de la cual le esperaba la ejecución:
El desierto es necesario. También el desierto físico... Las grandes empresas de la humanidad y del hombre se deciden en el desierto. Tienen su sentido y son una bendición esos espacios grandes y vacíos que dejan al hombre solo con lo real.
El desierto es uno de los espacios fértiles y creadores de la historia... Mal anda una vida que no resiste o que evita el desierto. Las horas de soledad han de estar en cierta relación con las de comunidad, de lo contrario los horizontes se reducen y, con las muchas palabras, los contenidos se desperdician y desintegran...
Mal anda un mundo en el que ya no hay cabida para el desierto y para el espacio vacío...
El desierto es necesario. «Quedar expuesto» lo llamó una persona querida a la que doy las gracias por esa expresión. Quedar expuesto, solo y desprotegido, a los vientos y las crudezas del clima, del día y de la noche, y de las angustiosas horas intermedias. Y del Dios que guarda silencio. Sí, también esto es un «quedar expuesto», o más bien el «quedar expuesto». Y así crece la capacidad del corazón y del espíritu más importante para conseguir la libertad: la infatigable asiduidad.
No quiero escribir una oda al desierto. Quien tuvo y tiene que superarlo hablará de él con reverencia y con la ligera contención con la que el hombre se avergüenza de sus heridas y sus debilidades. Es el gran espacio de la reflexión, del conocimiento, de las nuevas evidencias y decisiones... Es la ley del rigor y de la acreditación, la ley en virtud de la cual hemos sido llamados. Y es el callado rincón de nuestras lágrimas y llamadas de socorro y miserias y miedos. Pero es...