E-Book, Spanisch, Band 325, 280 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
Green Las aventuras de Robin Hood
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19744-08-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 325, 280 Seiten
Reihe: Las Tres Edades
ISBN: 978-84-19744-08-1
Verlag: Siruela
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Roger Lancelyn Green (Norwich, 1918-Bebington, 1987) se aficionó a los mitos y leyendas en sus años de estudiante en la Universidad de Oxford. También le fascinaron las obras de teatro clásicas y la reelaboración de los mitos antiguos. Publicó un gran número de libros: biografías de sus autores favoritos, relatos para niños y unos cincuenta volúmenes con su personal visión de las leyendas tradicionales, como en El rey Arturo y sus caballeros de la Tabla redonda (2018), Relatos de los héroes griegos (2022), El libro de los dragones (2021), La historia de Troya (2021), o Las aventuras de Robin Hood (2023), todos publicados en castellano por Siruela.
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1
El espíritu benigno de Sherwood
Sherwood en el ocaso: ¿duerme Robin Hood en esta hora oscura?
Las sombras se deslizan grises y fantasmales por la espesura,
sombras del venado pinto que sueña con la madrugada,
con el hombre que toca el oscuro cuerno en la sombra velada.
ALFRED NOYES, Sherwood (1903)
El rey Ricardo I de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, ascendió al trono en 1189, y muy poco tiempo después lo dejó vacío al partir para unirse a la Cruzada con el fin de liberar Jerusalén de los sarracenos. La noticia de tumultos y sublevaciones exigía su retorno a casa, pero fue capturado en el camino y lo encerraron en una prisión —nadie sabía dónde—, y eran pocos en Inglaterra los que pensaban que alguna vez regresaría.
Cuando se marchó, Ricardo dejó encargada al obispo de Ely la tarea de gobernar en su nombre, pero el pérfido hermano del rey, el príncipe Juan, no tardó en acusar de traición al obispo, lo forzó a huir para ponerse a salvo y se convirtió él mismo en regente de Inglaterra.
Juan era un hombre cruel y despiadado, y la mayoría de sus partidarios eran tan malvados como él. Aquellos hombres necesitaban dinero, y también lo necesitaba Juan: la manera más sencilla de conseguirlo era acusar de traición o de haber quebrantado la ley a algún hombre acaudalado, convertirlo así en un proscrito y confiscarle su casa o su castillo y todos sus bienes, ya que los hombres declarados fuera de la ley no podían poseer nada, y quien lo matase recibiría una recompensa.
Cuando el príncipe Juan confiscaba las tierras a un hombre, solía poner en su lugar a uno de sus incondicionales… siempre que este le pagase unas grandes cantidades de dinero. Los partidarios del príncipe Juan no tenían muchos reparos en cuanto al método por el que se hacían con ese dinero: para ellos, la manera más sencilla era arrebatárselo a los pequeños granjeros, a los campesinos y paisanos e incluso a los siervos. Y los caballeros advenedizos y sus escuderos no eran los únicos que obraban de este modo, sino también muchos de los obispos y abades que actuaban en confabulación con el príncipe o movidos por la codicia en su propio bien, igual que los peores de entre los nobles y los barones.
El príncipe Juan nombró también a numerosos corregidores para que mantuviesen el orden y administrasen justicia en las villas y condados… Siempre que cada uno de ellos le pagase bien a cambio de tal honor, y, por supuesto, tenían que arrebatar a la fuerza aquel dinero a alguien que fuese más débil que ellos y, además, obedecer todas las órdenes del príncipe Juan por muy crueles e injustas que pudieran ser.
Uno de ellos era el corregidor de Nottingham, la pequeña villa enclavada junto al lindero del bosque de Sherwood, y, cuando vino el príncipe Juan y estableció allí su corte por un tiempo, como es natural, este corregidor se mostró muy deseoso de dar prueba de su lealtad y su celo.
Una noche, sus hombres y él prendieron a un siervo que había matado a un gamo. Sin el menor asomo de piedad, el corregidor dio la orden de registrar la choza de aquel pobre hombre en busca de dinero y, al no hallar nada, hizo que la redujesen a cenizas.
Acto seguido, llevaron al desdichado siervo ante el corregidor.
—Ya conoces las leyes forestales —le dijo el corregidor con gesto muy severo—. Muy bien, mis hombres: que uno de vosotros ponga enseguida los hierros en el fuego. ¡Dejadlo ciego y soltadlo!
—¡No, no! ¡Eso no! —chilló el hombre—. ¡Cualquier cosa menos eso! ¡Matadme, si acaso! ¡Si me cegáis, Dios os lo pagará con su castigo! ¡Piedad! ¡Piedad!
El príncipe Juan había salido a caballo para ver trabajar al corregidor, y en aquel preciso instante se unía al grupo alrededor de los restos humeantes que quedaban de la cabaña.
—¿Qué pájaro tenemos aquí? —preguntó despreocupado—. No cabe duda, buen corregidor, de que deberíais haberle cortado primero la lengua. Habéis de guardar silencio y de moveros en secreto si esperáis que ese diablo de Robin Hood acuda en su auxilio, tal y como cuentan que hace. ¡Mirad, los gritos de este hombre van a despertar al rey allá en Palestina, o donde sea que esté!
—¡Silencio, perro! —exclamó el corregidor al tiempo que abofeteaba al siervo en la boca—. ¡Mira que montar semejante escándalo indecoroso en presencia de su Alteza Real el príncipe Juan!
—¡Príncipe Juan! ¡Príncipe Juan! —jadeó el hombre—. ¡Oh, sire, salvadme! ¡Por el amor de Dios, salvadme!
—¿Quién es este? —preguntó Juan con toda naturalidad—. ¿Qué ha hecho?
—Lo llaman Much —dijo el corregidor con aire de importancia—. Antes fue molinero, pero le gustaban demasiado los ciervos del rey. ¿Lo veis? Le han cortado el primer y el segundo dedo de la mano, y esto habla por sí solo: un arco que tensó de manera ilícita. Ahora lo hemos cazado otra vez haciendo lo mismo: la ley establece que al reo se le quemen los ojos por una segunda condena por matar a un ciervo. La tercera vez será ahorcado. Pero ya me aseguraré yo de que le cueste disparar una flecha a un solo gamo cuando hayamos terminado con él. ¡Nunca he conocido a nadie que apunte el arco guiándose por el olor! ¡Ja, ja!
El corregidor se reía con ganas de su propio chiste, y el príncipe Juan sonrió con agrado.
—¿Y bien, amigo? —le dijo al pobre Much, que continuaba arrodillado y temblando ante él.
—Por favor, alteza —jadeó Much—. Me quemaron el molino para ampliar los terrenos de caza y abrir paso al río, para que los ciervos pudieran venir aquí a beber. ¿Cómo iba a conseguir algo de comer sino cazando? Es difícil apuntar bien el arco sin los dedos apropiados para tensarlo, y el arquero que quiera cazar una presa lícita como un conejo o una paloma torcaz ha de apuntar muy bien… Tenía dos hijos, uno murió de pura necesidad, y el otro, el pequeño Much, lloraba pidiendo algo de comer… No podemos vivir de hierbas y pastos como los bueyes, ni tampoco de las raíces que comen los puercos.
—Oh —exclamó el príncipe Juan—, así que decidiste probar una dieta más rica, ¿verdad? ¡Los venados del rey! ¿Acaso no había otra manera? Ah, no, no, maese corregidor, dejadme que lo trate con justicia… ¿Qué me dices de este Robin Hood del que cuentan esas historias? Dicen que es un hombre rico, un terrateniente o un noble nacido en el seno de una antigua familia sajona que, por ser necio y loco, ofrece su ayuda a inmundicias como tú y tu ralea de criminales, que mata él mismo a los venados del rey e incluso robó en una ocasión una bolsa de monedas en el camino… Pues bien, ¿dónde está? Mejor aún, ¿quién es ese hombre? Cuéntame todo eso y conservarás los ojos para abrirte paso camino del patíbulo algún día, ¡tendrás mi palabra!
—¡No sé quién es! —jadeó Much—. Robin Hood suele salir del bosque, los hombres dicen que es el Espíritu Benigno de Sherwood, y después de ofrecer su ayuda se marcha tan sigiloso como vino. Nadie lo ha visto a la luz del día…
—¡Aj! —exclamó con impaciencia el príncipe Juan—. Llevaos a este hombre y haced con él vuestro trabajo fuera de mi vista. Estos bribones son demasiado leales para mi gusto, o para su propio bien.
Así, cuatro de los hombres del corregidor se llevaron a rastras al pobre Much mientras un quinto retiraba los hierros candentes de aquel fuego que había sido el hogar del siervo y después los seguía de cerca con gesto muy serio. Sin embargo, Much consiguió zafarse de repente y liberarse: agarró la espada de uno de aquellos hombres y se abalanzó en dirección al príncipe Juan. No obstante, no llegó nunca a alcanzarlo, porque una flecha salió disparada desde detrás de ellos con un terrible silbido y lo dejó muerto en el suelo.
—Un gran disparo, ciertamente —comentó el príncipe Juan—, aunque hubiera preferido que tan solo lo lisiara. Un muerto no servirá de cebo para ese Robin Hood… ¿Quién ha disparado esa flecha?
Se dio la vuelta conforme hablaba y vio a un hombre bajo y sombrío que avanzaba hacia él desde el borde del claro y vestía un manto verde sobre sus ropas de cuero marrón.
—Mi señor —dijo el hombre, que se postró de forma exagerada ante el príncipe Juan—, me llamo Worman, administrador de Robert Fitzooth, conde de Huntingdon.
Al príncipe Juan se le torció de repente la sonrisa, que se convirtió en un gesto de ira con el ceño fruncido.
—¡El conde de Huntingdon, desde luego que sí! —exclamó—. Ya he oído antes ese disparate: el conde es lord David Carrick, hijo de Northumberland. ¿Qué patraña es esta que decís?
—Perdonadme, mi señor —protestó Worman, que se encogió avergonzado ante el príncipe Juan—. Por estos lares llaman a Fitzooth conde de Huntingdon por derecho heredado de su madre y de la línea sajona de los antiguos condes. Él es mi señor, ¡así que no osaré llamarlo de ninguna otra forma!
El príncipe Juan asintió con la cabeza.
—Me gustaría saber más sobre este supuesto conde —dijo con su tono de voz más cruel y sedoso—. ¿Lo consideráis leal?
—Al rey Ricardo, desde luego —respondió Worman con toda la intención en su voz.
—¡Ricardo, Ricardo, siempre Ricardo! —gruñó Juan—. Ricardo está muerto, o como si lo estuviera, para el caso, ya que se pudre en alguna mazmorra. ¡Ese bardo desquiciado de Blondel jamás dará con él! Yo soy el rey; el rey en todo salvo en el nombre… ¿Y ese...




