E-Book, Spanisch, 288 Seiten
Reihe: Breve Historia
Granados Loureda Breve historia de los Borbones españoles
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9763-943-9
Verlag: Nowtilus
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 288 Seiten
Reihe: Breve Historia
ISBN: 978-84-9763-943-9
Verlag: Nowtilus
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Juan Granados (La Coruña, 1961), licenciado en Historia moderna en la Universidad Compostelana, obtuvo la especialidad en Historia económica en el Instituto Internazionale Francesco Datini de Prato (Florencia). Su labor de investigación se ha centrado en el estudio de los intendentes españoles del siglo XVIII. Escritor, investigador y articulista en prensa (convencional y digital), ha colaborado en diversos medios, entre los que destacan sus columnas semanales: 'El barril de amontillado' en El Correo Gallego y 'Entre brumas' en la sección de Galicia del diario ABC. Se pueden destacar, además, sus libros Historia Contemporánea de España (1998) e Historia de Galicia (1999), así como sus novelas Sartine y el caballero del punto fijo (2003), El gran capitán (2006) y Sartine y la guerra de los guaraníes (2010).
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Felipe V (1700-1746) y Luis I (1724)
EL IMPACTO DE LA DINASTÍA BORBÓNICA;
NUEVOS USOS Y NUEVAS MANERAS
Superado victoriosamente el trance de la guerra de Sucesión, Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, segundo hijo del finado Luis, gran delfín de Francia, se convirtió finalmente en rey de España. En la corte francesa, el joven Felipe siempre había sido considerado persona de buena disposición y dulzura de carácter. Para su formación de príncipe no le habían faltado buenos maestros, el primero de ellos había sido sin duda alguna su abuelo Luis XIV. Pero había otros, su ayo, el duque de Beauvillers, el prudente cardenal Fleury y su preceptor que fue nada menos que el escritor y teólogo François de Salignac, conocido por Fénelon, autor del inmortal Telémaco y probablemente el inspirador de la honda religiosidad que presidió la vida del monarca. Con todo, el pequeño Felipe, al igual que sus hermanos Luis y Carlos (duques de Borgoña y de Berry, respectivamente) fue un niño criado entre ayos y criados, lejos de la vista y del cariño de su padre, el Gran Delfín.
El célebre retrato de Felipe V pintado por Jean Ranc en 1723. A pesar de la imagen de majestad y dominio, el rey, aquejado de melancolía, ya había previsto su abdicación en la persona de su hijo Luis I.
Se decía de ellos que eran jóvenes abúlicos e inseguros, adelantando el carácter melancólico que de sarrollarían en la edad adulta. Al parecer, solo su tía abuela Isabel Carlota de Baviera mostró algún cariño por Felipe, al que premonitoriamente llamaba «mi pequeño roi d’Espagne», no porque la anciana poseyese dotes adivinatorias, sino debido al carácter tímido y humilde del pequeño, que le recordaba más a un Austria que a un Borbón.
Despedido con gran pompa por la corte francesa, Felipe V fue proclamado rey de España en Madrid el 24 de noviembre de 1700, haciendo su entrada triunfal en la capital el 4 de abril de 1701. Poco después, el 3 de noviembre del mismo año, Felipe, un rey casi adolescente, contrae matrimonio con su prima María Luisa Gabriela de Saboya —hija de Víctor Amadeo II, duque de Saboya y rey de Cerdeña, y de Ana María de Orleans—, cuando esta contaba tan solo trece años de edad. Pese a su juventud, María Luisa se ganó muy pronto el amor de Felipe, que por entonces, sumido ya en la guerra, era «el animoso», capaz de colocarse en persona al frente de sus tropas —en realidad, fue el último de los reyes españoles que hizo tal cosa—. Junto a la figura de María Luisa se hace visible ya en tan temprana fecha la presencia de una dama enigmática, que gozó del más alto predicamento sobre la real pareja. Nos referimos a Marie-Anne de La Trémoille, princesa de Orsini o de los Ursinos, enviada desde Versalles por Luis XIV a fin de que influyera en el ánimo de los reyes en favor de Francia. Y a fe que lo consiguió, a pesar de que no era ya ninguna niña, había sobrepasado la cincuentena, la princesa de los Ursinos conservaba todo su encanto y desde el puesto privilegiado de camarera de la reina ataba y desataba a placer los asuntos de la corte, despachando privadamente con los reyes e informando puntualmente de sus conversaciones a Colbert de Torcy, el secretario para asuntos exteriores de Luis XIV. Se decía que la camarera mayor había aislado a los reyes en el Alcázar de Madrid para sustraerlos de cualquier otra influencia, o al menos eso quería creer todo el mundo, aunque Felipe V, con todas sus manías y rarezas, distó mucho de ser un simple pelele en manos de las mujeres que le rodearon, como a menudo se ha escrito. Sí es cierto que el joven rey, educado como segundón de su casa, no estaba acostumbrado a mandar, sino a obedecer y dejarse conducir dócilmente. Tal vez por ello, en cuanto se vio obligado a gobernar un país extraño, del que apenas conocía el idioma, con una capital sucia y sin iluminar y un viejo alcázar que nada tenía que ver con el luminoso Versalles, su mente comenzó a flaquear, adelantando una delicada actitud vital que le condujo primero a la depresión y luego a la demencia. En una carta del marqués de Louville, íntimo amigo del rey, se observan ya a comienzos del reinado rasgos verdaderamente preocupantes, que derivarán con el tiempo en su comportamiento más conocido, que iba desde una desaforada actividad sexual con sus esposas a los repentinos escrúpulos religiosos que tal conducta le causaba, circunstancia que le obligaba a confesarse dos o más veces al día, quedando luego preso de los más profundos «vapores» melancólicos:
El rey está bajo una continua tristeza. Dice que siempre cree que se va a morir, que tiene la cabeza vacía y que se le va a caer. / Quisiera estar siempre encerrado y no ver a nadie más que a las personas, muy pocas, a que está acostumbrado. A cada momento me manda a buscar al padre Daubenton o a su médico, pues dice que esto le alivia.
«Siempre encerrado», quizás ahí resida la clave, frente a la imagen de un abuelo que vivía muy a gusto en medio de un teatro permanente, la invisibilidad que deseaba su nieto, retraído y falto de confianza en sí mismo, rasgo en verdad incompatible con su destino de rey. Pero por el momento, eran todavía tiempos del «animoso» y las crónicas hablan claramente de esos primeros años de valor en el combate y de rendido amor hacia su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, más atractiva que hermosa, inteligente y de buena disposición, que pronto se ganó el afecto de su esposo. Se dice que al regreso de Felipe de las campañas de 1703 el rey y la reina se encerraron en sus habitaciones durante una semana completa, entregados desaforadamente al amor conyugal. La real pareja se sintió especialmente bendecida cuando el 25 de agosto de 1707 la saboyana daba a luz al infante Luis, tras casi medio siglo de esterilidad regia en España. Un feliz acontecimiento que sancionó la armonía que reinaba entre Felipe y María Luisa.
LA NUEVA PLANTA
En el mismo momento de la llegada al trono de Felipe V, se hizo patente que algo iba a cambiar sustancialmente en las estructuras funcionales de la monarquía. A consecuencia de los decretos de Nueva Planta, los reinos de la Corona de Aragón perdieron los fueros que, de mejor o peor gana, siempre habían respetado los Austrias, pasando de esta manera a constituir parte integrante de una nueva monarquía que desea ba construir sus cimientos según los modos de go bierno del reino de Castilla, principal sostén de los re yes españoles de todo tiempo, aderezados con el establecimiento de nuevas instituciones de evidente influencia borbónica. Esta nueva monarquía en construcción no pretendía limitarse a efectuar una unificación legislativa y funcional más o menos centralista; muy pronto pudo constatarse que las reformas borbónicas
Pasquín austracista que apareció pinchado en la puerta de la posada de un miembro de la Junta borbónica de Barcelona. Una de las primeras muestras del denominado «irredentismo catalán» (Archivo General de Simancas). En él se presenta el territorio catalán como la tumba de un pueblo opreso.
pretendían llegar mucho más lejos, introduciendo innovaciones políticoadministrativas de alcance extraordinario y de clara inspiración francesa.
El 29 de junio de 1707, tras la decisiva victoria de Almansa, Felipe V decretó la abolición de la legislación foral de Aragón y Valencia. Lo que significaba, si se quiere, la culminación de un proceso unificador de los reinos de Aragón y Castilla iniciado por los Reyes Católicos. Así, y a pesar de la pervivencia de algunos aspectos del derecho privado relativos a la herencia, la propiedad y la familia, Aragón, Cataluña y Mallorca pasaron a recibir paulatinamente la legislación básicamente importada de Castilla. Esta Nueva Planta diseñada en buena parte por la óptica racionalista de buenos gestores de la monarquía como Antonio de Sartine, Melchor de Macanaz o José Patiño fue ratificada para Aragón en 1711, Mallorca en 1715 y Cataluña al año siguiente, completando un proceso que no se debía tanto a un simple deseo de revancha contra unos reinos levantiscos y rebeldes, que también, sino a la praxis política que el joven duque de Anjou traía bien aprendida de Francia. De hecho, las mismas razones argumentadas por el rey para justificar tan drástica medida clarifican mucho la intención centralista e unificadora que portaban bien impresa en la mente los herederos del Rey Sol. Así, en la exposición de motivos del decreto de 1707 se señala que se tomaba la decisión de abolir los antiguos fueros en primer lugar por «la rebelión contra su rey y señor», pero también y diríase que sobre todo «por el deseo de lograr la uniformidad de las leyes en todos los reinos, gobernándose todos por las leyes de Castilla, tan nobles y plausibles en todo el universo». Muy significativamente se añadía como justificación final del decreto:
...por...