E-Book, Spanisch, 224 Seiten
Reihe: Gran Angular
González Vilar Las lágrimas de Naraguyá
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-675-9625-0
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 224 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-675-9625-0
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Catalina González Vilar nació en Alicante en 1976, siendo la tercera de cinco hermanos. Estudió Antropología Cultural en la Universidad de Barcelona y es escritora. Como tal, disfruta muchísimo escribiendo cuentos y novelas que pueda leer todo el mundo, desde primeros lectores a aquellos que han leído durante años y años. Ya que los lectores más jóvenes suelen estar más abiertos a nuevas emociones y a sumergirse por completo en sus historias, ellos suelen ser su público favorito. En 2003 quedó finalista en el III Certamen Internacional de Álbum Ilustrado Ciudad de Alicante con La mujer que cocinaba palabras, un álbum ilustrado por Pablo Alabau y publicado por Anaya. Durante los siguientes años continuó escribiendo, realizando pequeñas ediciones independientes como El Invierno y Boboo con el pintor e ilustrador Antonio Ladrillo, colaborando con algunas revistas de crítica literaria y trabajando en librerías. En 2011 recibió el V Premio Villa de Pozuelo de Alarcón de Novela Juvenil por su novela Los coleccionistas, publicada próximamente por Everest, y ese mismo otoño otro de sus cuentos, Miss Taqui, ganó el III Concurso Internacional Invenciones de Narrativa Infantil y Juvenil, convocado por la editorial Nostra, en México, dándole la oportunidad de asistir a la FIL de Guadalajara, donde recibió el premio. Ama las bibliotecas, los jardines, los museos de casi cualquier cosa y el cine. Leer, curiosear en librerías, cocinar, pasar tiempo con su familia, charlar con los amigos, pasear, viajar y un sin fin de actividades más. Para escribir le gustan los ordenadores portátiles, las mesas de madera, mejor aún si están cerca de una ventana, apuntar notas en múltiples libretas, escribir con Pilot negro nº 5, escuchar hasta el infinito una selección de música tranquila y, a ser posible, como lujo extremo, tener a la vista un jarrón con flores frescas. El secreto del huevo azul, una historia donde prima la fantasía y valores como la amistad, la sinceridad y la valentía, ha ganado el Premio El Barco de Vapor 2012.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
1
VIAJE AL AMAZONAS
Conocí al profesor Méndez siendo niño. Mis abuelos y él eran amigos desde su juventud, mucho antes de que fuese un reputado miembro de la comunidad científica, por lo que en nuestra familia era conocido sencillamente como «el viejo Floren» o «nuestro querido Floren», incluso «el loco Floren». Esto no cambió con los años, ni siquiera en la época en la que estudié bajo su cátedra, cuando Florencio Méndez del Llano se había convertido poco menos que en una leyenda viva.
Era un hombre inteligente y despierto, siempre curioso y acogedor con todos. No es extraño que los estudiantes lo eligiesen, curso tras curso, el profesor del año. Incluso en su vejez, su visión del mundo era amplia e intrépida y, tras disfrutar de su amistad, uno ya no podía volver a ser el mismo. Insuflaba en el ánimo una esperanza y un valor que no creías poseer, agrandando los horizontes y logrando que la vida se revelase en todo momento como una verdadera aventura.
En su despacho de la universidad, al que acudí con tanta frecuencia durante años, había una vieja fotografía enmarcada que yo siempre miraba con curiosidad. El tiempo había oxidado las sales de plata dándole a la imagen un color amelocotonado, tan claro que la selva y el río del fondo se desvanecían hasta desaparecer en los márgenes. Por suerte, el centro de la instantánea se mantenía nítido. En él, vestido con altas botas y pasando un brazo sobre los hombros de otro joven de tupida barba rubia, estaba el mismísimo Flaco Floren, con sombrero de ala corta y todo el aspecto de un curtido explorador.
En esa fotografía apenas tenía veintipocos años, y ya se le veía como sería siempre: flaco, alto, con el pelo castaño algo revuelto. Pero lo que verdaderamente llamaba la atención a quienes visitaban su despacho era que en esa imagen el rostro del profesor todavía no mostraba la terrible cicatriz que todos le conocíamos. Una marca que cruzaba su rostro en diagonal y se perdía bajo el cuello de la camisa, asustándome y fascinándome en mi niñez a partes iguales. Mil y una versiones acerca de aquel primer viaje y del origen de la cicatriz corrían desde hacía años entre los estudiantes, pero lo cierto es que si estaba de humor, y solía estarlo, nadie contaba aquella historia mejor que el propio Floren. Cargaba su pipa, se reclinaba sobre el sillón y, apenas iniciaba su relato, podías sentir a tu alrededor el perfume de la selva y el graznido de las aves levantando el vuelo al paso del buque que le llevó río arriba, desde Macapá, en el delta, hasta el corazón mismo del Amazonas.
En aquellos lejanos días, mientras avanzaban adentrándose más y más en la selva, Florencio Méndez llevaba consigo un único libro. Sus dimensiones, pensadas para guardarlo en cualquier bolsillo, eran tan reducidas que en su portada no cabían más que las tres primeras palabras del título:
Plantas carnívoras desconocidas
Por lo que era necesario abrir el libro por la primera página para conocer el título completo:
Plantas carnívoras desconocidas
que pueden acabar contigo
Si semejante encabezamiento no te desanimaba, debías avanzar hasta la segunda página para averiguar el nombre del autor:
Dr. Elton Guills, Universidad de Cambridge
Qué había llevado al profesor Guills a inclinarse por tan espinoso tema, abandonando los invernaderos acristalados de su universidad para adentrarse en las selvas de Borneo o escalar el recóndito monte Kinabalu, era un misterio para sus colegas. Pero tras treinta años de estudio e incesantes viajes, aquel libro, tal y como prometía el título, resumía el trabajo de su vida revelando la existencia de al menos seis nuevas especies de plantas inusualmente voraces.
El único problema, tal como reconocía el propio autor en el prólogo, era que, pese a sus esfuerzos, no había logrado reunir las mínimas pruebas físicas –una hoja, una semilla, un pétalo– necesarias para refrendar sus descubrimientos. El motivo era muy sencillo: aquellos que habían tratado de conseguirlas habían perecido en el intento.
Él mismo había pagado un alto precio por intentarlo. Bastaba observar los dos retratos de Elton Guills que aparecían en el librito para confirmarlo. En el primero de ellos, un dibujo a carboncillo realizado por su ayudante en lo alto del monte Putu, se veía claramente que al profesor le faltaba el brazo izquierdo. Unas páginas más adelante, en un esbozo fechado durante la última de sus expediciones por las selvas de Sri Lanka, se echaba de menos su pierna derecha, sustituida apresuradamente por una pata de palo.
Pese a su avanzada edad y las significativas pérdidas sufridas durante su investigación –incluida la del ayudante que había realizado los retratos y que había cometido el imperdonable desliz de sentarse sobre una Carnivalis domestica–, el profesor continuaba en activo, tal y como se informaba en la solapa del libro.
Fascinado por el trabajo de Guills y deseando encontrar un tema de investigación que le inspirase, Floren había solicitado a la universidad inglesa la dirección actual del profesor. No tardaron en responderle. Hasta donde sabían, su eminente aunque excéntrico colega vivía desde hacía algún tiempo en lo más profundo de la selva amazónica, en un lugar llamado Amor de Dios, una zona extremadamente lluviosa, llena de pantanos y lagunas, donde lo único que uno podía tener la suerte de encontrar era, precisamente, alguna planta hambrienta. Poco después, Floren había enviado una primera carta, llena de preguntas y estimulantes sugerencias, al otro lado del Atlántico, camino de la selva tropical.
Dos meses más tarde llegó un sobre del mismísimo profesor Guills. En su interior, cuidadosamente prensada y secada entre las hojas de la carta, Floren encontró una hermosa flor amarilla. Fue un momento emocionante. Se trataba de la primera prueba de la existencia de la llamada Flamigera carnivora, una de las seis plantas a cuya búsqueda y catalogación el profesor Guills prácticamente había dedicado su vida.
Aquel fue el comienzo de una fructífera correspondencia en la que ambos hombres de ciencia, uno al comienzo de su vida y otro al final de la suya, pero ambos con igual entusiasmo y entrega, intercambiaron toda clase de conocimientos, anécdotas y ocurrencias sobre los más diversos temas.
Las cartas llevaban cruzándose dos espléndidos años cuando, bruscamente, las respuestas del profesor Guills dejaron de llegar. Floren escribió de nuevo a Cambridge, pero nadie conocía con detalle la situación del botánico, de quien solo recibían noticias muy de tanto en tanto. Después de esperar dos meses más, Floren hizo su equipaje y cruzó también él el Atlántico.
En el delta del Amazonas tomó uno de los buques que remontaban el cauce del gran río y prosiguió su viaje. Cambió de embarcación una y otra vez, pues la mayoría de aquellos pequeños barcos solo realizaban trayectos cortos, hasta que dejó atrás el curso principal del Amazonas para adentrarse en el entramado de afluentes que irrigan ese mundo esmeralda. Finalmente, casi tres meses después de su partida, se encontró en lo profundo del continente, empapado bajo una lluvia cálida y torrencial y golpeando sin éxito la puerta de la choza en la que supuestamente vivía el profesor Elton Guills.
Amor de Dios resultó ser un pueblo de campesinos, con apenas siete u ocho chozas apiñadas todas ellas junto al río, cada una con su propio huerto. La selva, indomable, vibrante de color y olor bajo la lluvia, las rodeaba hasta más allá de lo que Floren era capaz de abarcar con su imaginación.
Viendo que nadie respondía a su llamada, caminó alrededor de la casa, construida, al igual que las demás, sobre unos pilares de madera que la mantenían a salvo de la crecida anual del río. Al otro lado, junto a un terreno bien cuidado y un pintoresco estanque, encontró una caseta de madera como las que hay en muchos jardines ingleses a modo de semillero. Llamó con fuerza y, aunque nadie contestó, la puerta resultó estar abierta. Asomándose, Floren entrevió unos estantes vacíos que recorrían las paredes laterales y, al fondo, una mesa de trabajo con algunas herramientas de jardinería. Aún no se había decidido a entrar cuando una voz tras él le sobresaltó:
–O professor não é aquí.
Floren, que por aquel entonces aún no sabía portugués, trató de girarse para ver quién le hablaba, pero descubrió que sus pies se habían hundido completamente en el barro.
–¿Perdone? –dijo, inmovilizado–. ¿Sabe dónde está el profesor?
–O professor não é aquí –repitió aquella voz de mujer–. El profesor no estar aquí. Él en Ibunne. Com o chinê.
–¿Ibunne? Eso queda río arriba, ¿no es cierto? Perdone, ¿podría...? –Floren trató de liberarse, pero solo logró hundirse aún más. Rebuscó en su mente las pocas palabras de portugués que había aprendido durante el trayecto por la zona brasileña del río–. Quem é chinêses? Eles são amigos?
–No, no, chinêses no. Chinês –la buena señora buscó en su memoria la traducción–. El Chino.
–El Chino –repitió Floren–. ¿Quién...