E-Book, Spanisch, 562 Seiten
Reihe: Ensayo
Goldman Viviendo mi vida Vol. I
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-122264-1-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 562 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-122264-1-6
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Anarquista estadounidense y activista del movimiento sindicalista de Estados Unidos, Goldman padeció la cárcel en 1893 por sus encendidas críticas a la política gubernamental. Liberada al año siguiente, dio numerosas conferencias en Europa y de regreso a su país editó en Nueva York, a partir de 1906, la revista libertaria Mother Earth, que hubo de cerrar durante la Primera Guerra Mundial, tras ser detenida de nuevo en 1917 por sus feroces críticas a la contienda, que juzgó como otra manifestacion del imperialismo, y por sus encendidos llamamientos a la deserción. Entre 1920 y 1922 residió en la URSS con el escritor anarquista lituano Alexander Berkman (1870-1936), con el que estaba unida sentimentalmente, y participó en la sublevación anarquista de Kronshtadt. Disconforme con el autoritarismo soviético, fue expulsada y, tras colaborar con la República en la Guerra Civil Española, se instaló definitivamente en Canadá. Emma Goldman es autora de Anarquismo y otros ensayos (1910), Mi desilusión ante Rusia (1923) y de la autobiografía Viviendo mi vida (1931).
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01
El día 15 de agosto de 1889 llegué a la ciudad de Nueva York. Todo lo que hasta entonces había sido mi vida quedaba ahora atrás, desechado como un vestido viejo. Ante mí se abría un mundo nuevo, desconocido y aterrador, pero yo poseía juventud, salud y apasionados ideales. Estaba decidida a enfrentarme sin pestañear a lo que me deparara lo nuevo.
Recuerdo muy bien ese día. Era domingo. El tren de la Costa Oeste, el más barato, el único que podía permitirme, me había llevado de Rochester, una población situada en el noroeste del estado de Nueva York, a Weehawken a las ocho de la mañana. Desde allí crucé en ferry a la ciudad de Nueva York. No tenía allí amigos, pero llevaba tres direcciones: una de una tía mía casada, otra de un joven estudiante de medicina al que había conocido en New Haven el año anterior, cuando yo trabajaba allí en una fábrica de corsés, y la dirección de Die Freiheit, el periódico anarquista alemán que publicaba Johann Most.
Mis posesiones consistían en cinco dólares y una pequeña maleta. También había facturado mi máquina de coser, que me ayudaría a ser independiente. Ignorante de la distancia entre la calle Cuarenta y dos y el barrio Bowery, donde vivía mi tía, y no consciente del calor sofocante de un día de agosto en Nueva York, emprendí el camino a pie. ¡Qué confusa e interminable le resulta una gran ciudad a un recién llegado! ¡Qué fría y hostil!
Después de seguir muchas indicaciones correctas e incorrectas y hacer muchas paradas en cruces desconcertantes, tres horas más tarde, llegué a la galería fotográfica de mi tía y mi tío. Cansada y sofocada, en ese primer momento no percibí la indignación contenida de mis parientes ante mi llegada inesperada. Me rogaron que me pusiera cómoda, me dieron de desayunar y me asaetearon a preguntas. ¿Qué hacía en Nueva York? ¿Había roto definitivamente con mi marido? ¿Tenía dinero? ¿Qué pensaba hacer? Me dijeron que, por supuesto, podría quedarme con ellos. «¿Dónde si no podría ir una mujer joven sola en Nueva York?» Aunque tendría que buscar inmediatamente un trabajo. El negocio no iba bien y la vida estaba muy cara.
Aletargada, yo escuché todo aquello. Después de haber pasado viajando la noche en vela y haber recorrido media ciudad bajo el calor del sol, que aún pegaba fuerte, estaba agotada. Las voces de mis parientes sonaban distantes, como el zumbido de las moscas, y me mareaban. Con mucho esfuerzo me recompuse y les aseguré que no había acudido para imponer mi presencia, que tenía un amigo en Henry Street que me estaba esperando y que él me alojaría. Mi único deseo era salir, escapar de ese escalofriante parloteo. Cogí mi maleta y me fui.
El amigo que había inventado para escapar de la «hospitalidad» de mis parientes era apenas un conocido, un joven anarquista llamado A. Solotaroff, a quien había escuchado una vez dar una charla en New Haven. Emprendí su búsqueda. Después de dar muchas vueltas encontré su casa, pero el inquilino se había marchado. El conserje, al principio muy brusco, advirtió mi desesperación. Me dijo que preguntaría por la dirección que dejó la familia al mudarse. Enseguida regresó con el nombre de la calle, pero sin el número. ¿Que podía hacer yo? ¿Cómo encontrar a Solotaroff en esa enorme ciudad? Decidí detenerme en todos los portales, primero por un lado de la calle, después por el otro lado. Arriba y abajo, seis pisos de escaleras, subí y bajé con el corazón desbocado y los pies agotados. Aquel opresivo día llegaba a su fin. Finalmente, cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, lo encontré en Montgomery Street, en la quinta planta de una casa de vecinos bulliciosa y atestada.
Había pasado un año desde nuestro primer encuentro, pero Solotaroff no me había olvidado. Su bienvenida fue jovial y cálida, como la de un viejo amigo. Me dijo que compartía su pequeño piso con sus padres y su hermano pequeño, pero que podía quedarme en su habitación: él dormiría unas cuantas noches con un compañero de estudios. Me aseguró que yo no tendría problemas para encontrar alojamiento; de hecho, conocía a dos hermanas que vivían con su padre en un piso de dos habitaciones. Estaban buscando a otra joven para que viviera con ellas. Mi nuevo amigo me ofreció té y un delicioso pastel judío que había horneado su madre y después me contó cosas de las personas que podría conocer, las actividades de los anarquistas yiddish y otros temas interesantes. Yo le estaba muy agradecida a mi anfitrión, más por su amistosa preocupación y camaraderie que por el té y el pastel. Olvidé la amargura que me había invadido el alma ante el cruel recibimiento que me había dado mi propia familia. Nueva York ya no me parecía ese monstruo que me había parecido durante las horas interminables de mi dolorosa caminata por el Bowery.
Más tarde, Solotaroff me llevó al café Sachs situado en Suffolk Street que, según me informó, era el cuartel general de los radicales, socialistas y anarquistas del East Side, así como de los jóvenes poetas y escritores yiddish. «Todo el mundo se reúne aquí», señaló. «Seguro que están también las hermanas Minkin».
Para alguien que acababa de huir de la monotonía de una ciudad de provincias como Rochester y cuyos nervios estaban de punta después de un viaje nocturno en un vagón atestado, el ruido y la marabunta que nos acogió en Sachs no era lo más tranquilizador. El local tenía dos espacios, ambos hasta arriba. Todo el mundo hablaba, gesticulaba y discutía, en yiddish y en ruso, todos compitiendo entre sí. Esta extraña mezcolanza humana casi me supera. Mi acompañante localizó a dos muchachas en una mesa. Me las presentó como Anna y Helen Minkin.
Eran dos jóvenes obreras judeorrusas. Anna, la mayor, tenía más o menos mi edad; Helen, quizá dieciocho. Enseguida nos pusimos de acuerdo para que yo viviera con ellas y así terminaron mi angustia y mi incertidumbre. Tenía un techo sobre mi cabeza; había encontrado amigos. Ya me daba igual que Sachs fuera un manicomio. Empecé a respirar más libremente, a no sentirme tan ajena.
Mientras cenábamos los cuatro y Solotaroff me señalaba a las diversas personas del café, de repente oí una voz estentórea que pedía: «¡Un filete extragrande!» «¡Otra taza de café!». Mi capital era tan pequeño y mi necesidad de ahorro tan grande que tamaño derroche me sobresaltó. Además, Solotaroff me había dicho que los clientes de Sachs eran solo estudiantes pobres, escritores y trabajadores. Me pregunté quién sería ese insensato y cómo podía permitirse tanta comida. «¿Quién es el glotón?», pregunté. Solotaroff se rio en voz alta. «Es Alexander Berkman. Capaz de comer por tres. Pero pocas veces tiene dinero para tanta comida. Cuando sí tiene, acaba con las provisiones de Sachs. Te lo presentaré».
Ya habíamos terminado de comer y algunas personas se acercaban a nuestra mesa a hablar con Solotaroff. El hombre del filete extragrande seguía engullendo como si tuviera hambre atrasada de semanas. Cuando estábamos a punto de marcharnos, se acercó a nosotros y Solotaroff nos presentó. Apenas era un muchacho, de unos dieciocho años, pero con el cuello y el torso de un gigante. Su mandíbula era fuerte y sus labios gruesos la hacían aún más pronunciada. Su rostro era casi severo, de no ser por su frente amplia y despejada y sus ojos inteligentes, su rostro habría sido bastante rudo. Un jovenzuelo resuelto, pensé. Un momento después, Berkman me comentó: «Johann Most habla esta noche. ¿Quieres venir a escucharlo?».
¡Qué cosa tan extraordinaria, pensé, que en mi primer día en Nueva York tenga la oportunidad de ver y de escuchar a la fiera humana a la que la prensa de Rochester calificaba como la personificación del diablo, un criminal, un demonio sediento de sangre! Yo tenía pensado visitar en algún momento a Most en las oficinas de su periódico, pero que la ocasión se presentara de una forma tan inesperada me dio la impresión de que algo maravilloso estaba a punto de ocurrir, algo que iba a decidir el curso entero de mi vida.
Por el camino al salón de actos, yo estaba demasiado inmersa en mis pensamientos como para atender la conversación que mantenían Berkman y las hermanas Minkin. De repente tropecé. Habría caído al suelo si no fuera porque Berkman me agarró del brazo y me ayudó a sostenerme. «Te he salvado la vida», bromeó. «Espero ser capaz de salvar la tuya algún día», contesté rápidamente.
El lugar de reunión era una pequeña sala situada en la parte trasera de un bar que había que atravesar. Estaba lleno de alemanes bebiendo, fumando y charlando. Johann Most no tardó en entrar. Mi primera impresión fue de repulsión. De estatura mediana y cabeza grande, coronada por una mata de pelo gris, su mandíbula izquierda estaba desencajada y su cara quedaba como retorcida. Solo sus ojos, azules y compasivos, transmitían calma.
Su discurso fue una denuncia ardiente de las condiciones laborales en Estados Unidos, una sátira mordaz de la injusticia y brutalidad de los poderes dominantes, una diatriba apasionada contra los responsables de la tragedia de Haymarket y la ejecución de los anarquistas de Chicago en noviembre de 1887. Habló con gran elocuencia y de manera muy viva. Como por arte de magia, su deformidad desaparecía, su falta de distinción física se olvidaba. Parecía transformarse en una especie de potencia primitiva, que irradiaba odio y amor, fuerza e inspiración. Su discurso torrencial, la música de su voz y los destellos de su ingenio se combinaban para producir un...