Gómez Gil | Mujer mirando al mar | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 128 Seiten

Reihe: Gran Angular

Gómez Gil Mujer mirando al mar


1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-675-4455-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 128 Seiten

Reihe: Gran Angular

ISBN: 978-84-675-4455-8
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Un escritor rebusca en un puesto de libros y encuentra un poema narrado en primera persona, que desvela la historia terrible de una mujer  y su amado en plena época de posguerra. El escritor trata de encontrar a los verdaderos protagonistas de los hechos narrados, pero su búsqueda parece llevarle a encontrar otras cosas. ¿Dónde empieza la realidad y dónde acaba la ficción? Estupenda novela que muestra el amor y el ansia de conocer la verdad.

Ricardo Gómez Gil nació en un pueblo de Segovia en febrero de 1954. Su familia emigró a Madrid, donde se crió y ha vivido desde entonces. Hasta que se dedicó a la escritura, pasados los cuarenta, trabajó como profesor de matemáticas.Además de leer y escribir, le gusta el cine, la fotografía, pasear y escuchar música. 'Me repugnan la injusticia y la barbarie. Odio a los que promueven la guerra. No comprendo cómo permitimos que haya hambre en el planeta. Desprecio a quienes se enriquecen a costa ajena', confiesa en su página web.Su obra ha sido merecedora de varios premios, como el Premio Juan Rulfo-Unión Latina (1996), Premio Ignacio Aldecoa de Cuento (1997 y 1998), Premio Ciudad de Mula (1998), Premio Nacional de Poesía Pedro Iglesias Caballero y el Premio Felipe Trigo de Novela (1999), Premio Hucha de Plata, de FUNCAS-Hucha de Oro y Premio de cuentos La Felguera (2001), Premio Alandar de Literatura Juvenil (2003), Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor (2006), Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra (2006) y, últimamente, el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2010, además de diversos accésits y menciones como finalista de otros tantos.
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ii.


Esa noche me hice preguntas que luego me he repetido cientos de veces: ¿quién y cuándo escribió esos versos? ¿Habrían existido Elena y Pablo? ¿Encontraría a alguien que pudiera corroborar si lo contado era un hecho real? ¿Dónde habría podido ocurrir esa historia? De ser cierto lo narrado, ¿seguiría viva esa mujer? ¿Y el narrador…?

… O la narradora. Porque tenía la sensación de que aquellas líneas habían sido escritas por la propia Elena.

El poema se convirtió en una obsesión. Fuera verídica o no, la historia adquirió una fuerza que empañó otros proyectos. Resultaba imposible desdeñar el diamante en bruto que el azar había llevado hasta mi escritorio. La historia de una mujer que mata a su marido por amor. O la novela sobre alguien que escribe un poema en el que se cuenta cómo, por amor, una mujer mata a su marido. Tanto daba.

Asumí lo inevitable y me propuse transcribir el texto al ordenador, incorporando correcciones y eliminando erratas. Tuve la sensación de que, mientras lo hacía, privaba al poema de parte de su alma. No era solo el texto, sino las huellas dejadas por la persona que lo redactó, la presión de las teclas, las tachaduras, las dudas que se adivinaban en las correcciones… Al cabo de dos días obtuve una versión limpia que pude leer en voz alta como en ocasiones he hecho con obras de Darwish, de Poe, de Kavafis… También encargué una copia en color del original y guardé las hojas viejas en fundas transparentes, para manejar el facsímil sin temor a que mis dedos o un accidente dañaran el papel antiguo.

Entretanto, tomaron cuerpo dos propósitos. Uno, intentar publicar el poema, aunque no sabía si tenía el suficiente valor literario. El segundo, utilizar esa narración como germen de una novela.

Ninguno de esos dos proyectos era simple. Me parecía inmoral publicarlo sin haber intentado localizar a la autora de ese escrito, o a sus descendientes, si es que los había. Por otro lado, ¿bajo qué autoría podría aparecer? Imaginé «Elena de Pablo», pero dejando aparte los aspectos legales, incluso eso no sería justo con la persona que lo escribió: ¿ella querría hacerlo público?

Intuía que responder esas preguntas pasaba por realizar un viaje que debía preparar bien. Ahora que ha transcurrido el tiempo y conozco algunas respuestas, adelanto que si la autora sigue viva o aparecen sus herederos, harán bien en reclamar los derechos de autor de al menos la mitad de este libro. Aunque custodio esas páginas ajadas, no las considero mías.

Utilizar aquella historia como semilla para escribir una novela resultaba prometedor. La idea era original. Una mujer es juzgada por dar muerte a su marido, pero es exculpada en el juicio porque el asesinato coincide con los intereses de los jueces. Se condena a la mujer a una pena menor, no por ese crimen sino por ser enemiga de quienes la juzgan. Este retorcido sentido de la justicia, al término de nuestra guerra civil, resultaba novedoso. Si lograba recrear el ambiente de la época e imaginar algunos personajes alrededor de esos escalofriantes sucesos, tendría el embrión de una novela. No perdería mucho intentándolo.

Pero para abordar el trabajo debía determinar si la historia era cierta o no, lo que me llevaba de nuevo a la necesidad de buscar el lugar en el que pudiera haber ocurrido aquello, un viaje que no podría realizar hasta pasados dos meses. Pensé que era un tiempo oportuno para recrear el personaje y documentar el escenario.

Leí el poema decenas de veces. En ocasiones utilizaba la versión corregida en el ordenador. Otras, el original, observando con una lupa el relieve de la máquina de escribir, las tintas difuminadas, las manchas, las correcciones. Lo único claro era que alguien había mecanografiado ese texto muchos años atrás. ¿Habría sido la propia Elena, la protagonista? ¿O tal vez otra persona que tuviera noticia de esa historia? ¿No sería todo una mera ficción y yo confundía la materialidad del papel con un cuento imaginado por alguien que, como yo, se dedicaba a inventar fábulas?

Fuera real o imaginada, en la atmósfera del poema había más que una historia verosímil. Tras el desgranado melancólico de unos sucesos se escondía una estremecedora historia de amor: la de una mujer que ama tanto que es capaz de asesinar a su marido para evitarle una muerte ignominiosa a manos de sus verdugos, y que se confiesa culpable de ese crimen. ¿Quién sería aquella mujer que había amado tanto? ¿De qué lugares de su alma herida habría extraído la energía necesaria para confesar aquellos sucesos sin que su mano temblara ante el papel, si es que ella misma había escrito esas páginas, o, si no había sido ella la autora, para conmocionar tanto al narrador?

Y si aquello no había sido real, ¿quién había imaginado a esa Elena de ficción y la historia de amor que protagonizaba?

¡Cuántas veces habré leído el segundo capítulo, tratando de poner rostro a aquella mujer, de imaginar la casa en que se despierta el terrible día del juicio!

2. DESPERTAR

Es un jueves.

(¿Qué importancia tiene que lo sea

para quien el jueves no se juega una muerte?)

Digamos que es jueves,

es conveniente,

por situar el escenario

del tiempo.

Precisemos que es un jueves de noviembre, el doce,

de mil novecientos cuarenta y dos.

Expliquemos también,

por nombrar el mobiliario

del paisaje,

que la casa está fría y desolada por la ausencia;

que, afuera, las pisadas comienzan a hollar sobre la nieve;

que, más lejos, el mar se ahoga en la neblina,

y que noviembre se disfraza de enero,

o de febrero,

meses terribles en los que el frío

hace amarga la soledad,

dolorosos los sabañones

del alma.

En la penumbra,

ya no oscuridad, pero tampoco madrugada

(sigamos describiendo el decorado),

ni siquiera con esfuerzo se divisan,

y poco importa,

la silla desvencijada, la cómoda abatida,

el esqueleto de la lámpara que se ahorca en el techo,

la percha que contiene las fundas de un cuerpo

desganado por vivir.

El vaho de los cristales

enmascara la fría luz de un jueves lastimoso

porque es jueves ya,

y el doce de noviembre.

Es necesario ahuyentar los sueños

que evocan lejanos tiempos

de deseos.

Mejor escuchar los esquilones de las vacas,

las voces del pastor,

el apagado ruido de las olas, al fondo,

aunque no digan nada,

aunque no traigan noticias

de su hombre.

Es deseable alejar recuerdos,

oír lo que sucede afuera y no en el interior.

Mejor apartar de una vez las mantas,

sentir los dientes del suelo en los ya helados pies,

no más calientes que el corazón.

Los ritos obligados

(desnudarse, llenar la palangana,

y esconder el olor a ausencia en los senos

y en el pubis)

evocan gestos repetidos con amor

cuando él estaba

(atizar el fogón, arrimar la leche al fuego,

consagrar el tazón con pan reseco,

celebrar con risas la mañana),

pero que ahora

son solo espectros de madrugadas perdidas.

Se desayuna tan solo por rutina,

y no se alimenta la lumbre

para luego, porque no hay después.

Es jueves, es doce

y es noviembre, y aletea una muerte dudosa

en los rincones de la casa.

Espera otra muerte amenazante en la ciudad,

donde hombres de negro esperan

dictar sentencia.

Y Elena se levanta de la silla, venciendo un cuerpo

que preferiría dormirse con las brasas

pero que asume

su papel, tan solo por su hombre,

o quizá tan solo por su nombre.

No hay testigos ahora

de la desnudez estéril de su cuerpo.

Se desnuda y se viste para nadie,

para nadie en realidad se cuelga

los aretes de azabache que él le regalara

tiempo atrás.

Para nadie se calza los zapatos.

Se acicala las mejillas

por costumbre,

se estira el...



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