Gómez Escribano | Prohibido fijar cárteles (epub) | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 170 Seiten

Reihe: eMilenio

Gómez Escribano Prohibido fijar cárteles (epub)


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-16-9
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 170 Seiten

Reihe: eMilenio

ISBN: 978-84-19884-16-9
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
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El Lejía vuelve al barrio después de estar media vida en distintos destinos internacionales con su unidad en la Legión. En el bar del Chino se encuentra con el Tijeras, uno de sus antiguos amigos. A ellos se une el Pipo, otro antiguo amigo al que han soltado de la cárcel porque tiene una enfermedad terminal. Los tres tienen un turbio pasado de drogas y delincuencia que han dejado atrás. Ya solo quieren beber y estar tranquilos, pero la vida no es como se desea, sino como viene. Desde hace un tiempo en el barrio se ha instalado una pequeña mafia rumana que presta dinero con usura y trafica con drogas. Su líder, el Ruso, no tiene ningún tipo de código ético o moral, y termina por cruzarse en el camino de los tres amigos que, aunque ya están de vuelta de todo, sí que conservan unos códigos muy propios del barrio. En la guerra que se va a desatar cada uno jugará sus cartas, pero el juego no va a terminar como esperan el uno y los otros.

Paco Gómez Escribano es Ingeniero Técnico Industrial en la rama de Electrónica. Ha publicado siete novelas: El círculo alquímico (2011) y Al otro lado (2012), ambas con la editorial Ledoria; Yonqui (2014, edit. Erein), Lumpen (2015, edit. Pan de Letras), escrita a cuatro manos con Luis Gutiérrez Maluenda, Manguis (2016, Premio Novelpol, edit. Erein), #MadridPrisión (2017, edit. Black & Noir) y Cuando gritan los muertos (2018, edit. Alrevés). Con Yonqui entra de lleno en el género negro. Junto a Lumpen, Manguis, #MadridPrisión y Cuando gritan los muertos, las novelas comprenden un viaje físico y literario por distintas épocas del barrio del propio autor, Canillejas, situado al este de Madrid. Actualmente imparte clases de Formación Profesional en un instituto público de Madrid.
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1

El Lejía se dio cuenta a tiempo de que seguir siendo un yonqui no le iba a llevar a ninguna parte, excepto a seguir atracando estancos, farmacias y gasolineras a punta de pistola; excepto a joder a toda su familia, a sus colegas y hasta a sus vecinos; excepto a chulear a cualquier chavala con poco cerebro y muchas ganas de llevarse un dinero fácil a cambio de ofrecer favores sexuales humillantes. De hecho, yo creo que aquella noche, cuando puso a su última novia debajo de la mesa del garito, su corazón hizo algo más que bombear sangre contaminada de caballo. Su corazón se tiñó de una fina pátina oscura que solo desaparecerá cuando la palme, como lo hizo aquella novia suya en un catre de la calle Montera años después, con una chuta clavada y treinta y cinco kilos de peso. Aquella noche su novia obsequió con sendas mamadas a los ganadores de la partida de mus mientras los tipos fumaban, bebían y hasta charlaban de sus cosas. Más tarde, el Lejía recogía el pago por los servicios del tipo que organizaba las partidas en presencia de su chica, por cuyas mejillas resbalaban las lágrimas y el esperma a partes iguales. El nota pagó mientras ella, con la mirada perdida, permanecía inmóvil. No era la primera vez que el Lejía se buscaba la vida de esa forma, de hecho era algo habitual, pero aquella noche le petó la cabeza porque al menda, sí, a ese que organizaba las partidas con premio en forma de felación, lo encontraron muerto dos horas más tarde en un parque, con la puta cabeza machacada y sus sesos esparcidos entre chutas desechables ensangrentadas y otras porquerías. La chica siguió caminando por el lado salvaje de la vida, pasando de chulo en chulo, como si fuese el objeto macabro de una rifa de feria. Y el Lejía…

El Lejía desapareció sin despedirse de nadie. Unos dijeron que había muerto. Otros decían que debía dinero a gente chunga y que le habían dado matarile por no pagar. Había una tercera versión que no difería mucho de las anteriores: le habían dado pasaporte unos camellos por una deuda de caballo. El caso es que salió por la puerta del garito con la pasta en la mano. A mí me pareció una buena idea seguirle. Al fin y al cabo había pillado pasta y eso nos daba para un pico. Era mi colega y otras veces le había invitado yo. Me distraje solo un momento mirando a su piba, que no se había movido de donde estaba. Aquella mirada perdida era magnética. Fueron solo unos segundos. Los suficientes como para no ver a mi colega al salir. Yo tenía el mono, así que me dije que a la mierda el Lejía y sus paranoias y me hice una farmacia de guardia a punta de pipa, poca pasta, la suficiente para pillar un gramo y ponerme. Y lo hice. No esperé ni a salir de las chabolas, me puse el buco allí mismo, en el descampado. Fue un mal viaje. Estuve doce horas a la intemperie, tirado como un perro. Cuando me desperté, una simpática familia de ratas estaba dándose un festín con mis piernas y mis brazos. Grité como un condenado y volví a perder la consciencia. La siguiente vez que desperté estaba en una cama de hospital con tubos y cables por todos lados. Decidí que «adiós al caballo». Claro que…, eso era muy fácil de decir estando hasta el culo de morfina y calmantes. El Lejía decidió después de un moco del quince alistarse a la Legión, de esto me enteré mucho más tarde. Aquella fue una noche de decisiones, sí señor. Solo teníamos dieciocho. Habíamos entrado en el mundo de los adultos por la puerta grande, aunque aquello pareciese más el recibidor de la puerta del Infierno. Hasta me pareció más de una noche en aquel hospital escuchar las risas de unos demonios que solo existían en mis jodidos delirios.

Al Lejía no le llamaban así por lo de la Legión, que también habría podido ser, pero no. Una noche tuvo una trifulca con un nota que le ganaba en tamaño, pero no en mala hostia. El tío le hostió a base de bien, pero cometió el error de pavonearse ante toda la peña del garito cuando el Lejía todavía se movía en el suelo. El caso es que tras recuperarse un poco agarró una botella de lejía y le echó un chorro al prenda en los ojos. Mi colega se quedó con el apodo y al nota lo mismo le arregló el futuro, no por dejarlo cegato, sino porque el pavo entró en la ONCE y dicen que todavía va por ahí vendiendo cupones, pero en otro barrio. Jamás volvió al nuestro.

El Lejía tenía otras opciones para cambiar su vida, claro, siempre las hay. Pero necesitaba una opción que fuera tela de gore, un sitio en el que le machacaran a tope y tuviera que aprender disciplina, así que no se lo pensó dos veces. Yo creo recordar que me di unos cuantos bucos más, no sabría precisar, pero finalmente pasé de la mierda del jaco. Vale, me convertí en un borracho, pero eso comparado con el caballo era un mal menor. Trabajé de albañil, de camarero, de camello, de chulo, de basurero, de pintor, de portero, de cristalero, de conductor, de heladero, de panadero, de pocero, de conductor, de electricista, de jardinero…, hasta que mi cuerpo dijo basta. Llega un momento en que un alcohólico no puede currar más. Así que ahora me dedico a tomarla en la barra de un bar de esos que destilan un sabor antiguo: nada de lucecitas de colores y música moderna de los cojones. Nada de comida, solo priva: ideal para borrachos. Además está al lado de mi keli, un agujero infecto que comparto con mi vieja. Entre su pensión y la ayuda que me dan a mí vamos tirando. El dueño del bar es el Chino, un chavalote que tiene y ha corrido lo suyo, pero un aprendiz al lado del Lejía y de mí. Yo solo tengo el conocimiento justo para echar la hora siguiente, y a veces ni eso. Y el Lejía…, al Lejía hace la pila de tacos que no lo veo.

El bareto se llama «El Candil», no porque dé luz a nada ni a nadie. Es porque el viejo del Chino, anterior propietario del bar, colgó uno que heredó de su viejo en la pared principal. Allí sigue muerto de la risa, con más mugre que el palo del gallinero. Normalmente en el bar estoy yo, en el rincón del palo corto de la ele que hace la barra, y otros borrachos de diversa catadura que pululan por allí todos los días sin dar importancia al montón de basura del que se componen nuestras vidas. En El Candil nunca pasa nada, aunque decir esto pueda ser una equivocación del carajo. No pasa nada que se salga de lo corriente, pese a que lo corriente en el garito no signifique lo mismo que en cualquier otra parte. De hecho, cualquier persona normal fliparía con cualquiera de los días cotidianos en el bar, pero nosotros ya estábamos acostumbrados a nuestros rutinarios días esquizo-paranoicos, y que no nos los quitaran, porque mataríamos por ellos. Son nuestra ancla, lo que nos hace estar todavía agarrados al mundo, aunque estuviéramos más seguros agarrados a la barandilla de uno de los coches de una moderna montaña rusa, pero la verdad, nos importa una mierda.

En el bareto nunca pasa nada que se salga de lo anormal, sería más apropiado decir, por eso cuando entró el Lejía, se sentó a mi lado y pidió una birra, todos, independientemente de sus conversaciones de chalados, volvieron la cabeza, y eso era mucho más de lo que se le podía pedir a uno de esos días nuestros jodidamente rutinarios. La cosa duró un par de segundos, tampoco la peña estaba para fijarse en una única movida mucho más allá de esos dos segundos. Eso ya era un esfuerzo intelectual de la hostia. «Déficit de atención» creo que lo llaman ahora los modernos. Me resultó curioso que mi colega pidiera primero la birra y luego me saludara. Pero qué coño, yo habría hecho lo mismo. No es lo mismo saludar con las manos vacías que con una birra en la mano, dónde va a parar.

—Qué hay, Tijeras.

—Coño, Lejía.

Si alguien hubiera esperado más efusividad después de tantos años sería porque no sabe que en el barrio, la efusividad, la alegría y todas las demás mierdas se fueron filtrando lentamente por las rendijas de las alcantarillas. En el barrio, a estas alturas de la peli, estábamos bien surtidos, pero de otras cosas, como tristeza, miseria y tedio, por citar solo unas pocas. Yo era el Tijeras por razones parecidas a las que mi colega era el Lejía. Sobran las explicaciones.

El Lejía había cambiado. Tenía el careto más curtido. Estaba chupado, pero fibroso, el cabronazo. Llevaba vaqueros, zapatillas deportivas blancas y una camiseta verde con el escudo de la Legión. El pelo estaba rapado casi al cero, con varias cicatrices en la calva, y los brazos sin un solo milímetro de piel sin tatuar. El nota habría dado miedo en un callejón oscuro, pero también en uno iluminado. Su cara de chalado era de manual. Claro que mis pintas no eran mucho mejores. Cuatro pelos mal peinados en la cabeza y la misma ropa más o menos, aunque mi camiseta no llevaba impreso ningún escudo, solo era una vieja camiseta amarilla sucia y descolorida. Ambos apestábamos. Yo a alcohol y él a un aroma rancio, mezcla de suciedad y tiempo desperdiciado. Dos tipos altos, eso sí, pero tampoco para fichar por la NBA. Dos tipos con la cuarentena sobrepasada, dos tipos que habíamos sobrepasado muchas cosas además de cierta edad. Pero ahí estábamos, en la barra de El Candil, mejor o peor, más bien lo segundo, porque el resto de nuestros antiguos colegas estaban muertos. Bueno, miento, de los que parábamos de fijo todavía queda uno que está en el trullo. Creo, porque muy bien de salud no andaba hace…, no me acuerdo.

—¿Siempre bebes la birra a palo seco?

Yo sabía que no se refería a tomar la birra con un plato de patatas fritas o alguna mierda por el estilo.

—Depende. Sobre todo de la pasta que tenga.

—Hombre, para unos chupitos ya tengo.

—¡Chinooooo! Unos chupitos de...



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